Safo se echó a reír y Banugul la fulminó con la mirada.
—Lo cierto es que os ha reclamado a ti y al niño —dijo el
strategos
, rascándose el mentón—. Quizás os mate a los dos.
Banugul sonrió. Fue un gesto espontáneo, una expresión liviana que le quitó quince años de encima, asemejándola a Afrodita.
—No me matará. Necesita a mi padre y a mis hermanos, y mi hijo le dará legitimidad.
—Yo quiero ser rey —intervino Heracles de pronto—, no un títere.
—Tu padre comenzó como un títere —dijo Banugul. Y luego, en un tono más amable, agregó—: Ya te llegará el momento.
—Quiero quedarme con Sátiro y Melita —dijo el niño.
Sátiro acercó su caballo y los dos se dieron la mano como los hombres.
—Seremos amigos —dijo.
Diodoro miró a su mujer, y luego a Eumenes. El joven olbiano asintió levemente. Safo hizo lo mismo.
—Nos harías un favor, señora —agradeció Diodoro—. Si te vas con el Tuerto, es posible que nos deje en paz. —Escrutó el horizonte—. Pero los hados están de nuestra parte. Creo que podremos dejarlo atrás.
Banugul lució de nuevo su sonrisa de Afrodita.
—Sois muy valientes. Pero, no, gracias.
—Muy bien, enviaré a un heraldo —decidió Diodoro, cruzando otra mirada con su esposa.
—Al abandonaros, devuelvo el favor que me hicieron Filocles y Kineas.
Safo volvió la cabeza y Sátiro se dio cuenta de que a su tía no le gustaba la hermosa reina.
Melita llegó de otra parte de la columna, cubierta de polvo por haber cabalgado de un lado a otro, haciendo algunas visitas. Sin que pareciera importarle su aspecto, se unió al grupo de mando.
—¿Heracles se marcha? —preguntó.
—Sí —contestó Safo—. Más vale que os despidáis. Su madre piensa que le irá mejor con nuestros enemigos, los mismos hombres que acaban de matar a su marido.
Banugul volvió la cabeza de golpe y su fulminante mirada tuvo la autoridad de cien confrontaciones cortesanas, pero Safo se la sostuvo impertérrita.
—En realidad es lo mejor para todos —se oyó murmurar a Diodoro—. ¿Hama? Coge una fila del primer escuadrón y llévate a Andrónico como heraldo.
Melita abrazó al asustado Heracles, que correspondió al abrazo con inusitado fervor. La muchacha le dio un beso, lo que provocó un gruñido de desaprobación por parte de su madre. Safo cambió de expresión y sonrió: le complacía cualquier cosa que fastidiara a la persa rubia.
—¡No te olvidaré! —gritó Heracles, mientras se alejaba a caballo.
Sátiro lo saludó con el brazo en alto y de pronto hincó los talones en su montura, galopó hasta alcanzar al chico y le dio una jabalina de las suyas, bonita y bien equilibrada.
—Así irás armado —dijo. Entonces se obligó a decir algo más personal—: Recuerda lo que dijo ayer Filocles. No intentes emular a tu padre. Sé tú mismo.
Heracles le estrechó la mano tan fuerte que le hizo daño, y Sátiro se impresionó al ver lágrimas en los ojos del chico.
Volvieron a darse la mano y Heracles siguió su camino.
Cuando Sátiro regresó al lado de su tío, el
strategos
fruncía el ceño mirando el polvo que levantaba el grupo de Banugul.
—Tendría que haber enviado una escolta más numerosa.
—Tendrías que haberla mandado sola —repuso Safo.
—No me vengas con ésas —masculló Diodoro.
Sátiro se alejó de ellos, regresando a la columna junto a su hermana, que estuvo llorando un rato en silencio.
—Me caía muy bien —dijo Melita.
Su hermano no supo muy bien qué decir, de modo que le dio un breve y torpe abrazo desde el caballo y siguieron cabalgando sin hablar. El silencio estuvo a la orden del día, así como muchas miradas hacia atrás, más allá de la polvareda que levantaba la columna.
—Están preocupados por la escolta —dijo Sátiro. Acababa de comprenderlo—. Si Antígono asesinó a Eumenes
el Cardio
, podría hacer cualquier cosa, incluso asesinar a Banugul.
Su hermana sollozó.
—¿Y ahora qué he dicho? —preguntó Sátiro a los dioses.
—Lo que todos sabemos. Eres tan necio… —dijo Melita con voz temblorosa.
Crax se adelantó con los
prodromoi
para buscar un lugar donde acampar, y seguían sin tener noticias de Hama y la escolta. El getón regresó mucho después de que las lágrimas de Melita se hubiesen secado y ella y su hermano se hubiesen reconciliado. Acamparon apresuradamente a merced del frío, limitándose a estacar a los caballos y desenrollar las mantas. Las montañas se encumbraban a su alrededor y, bajo las últimas luces del atardecer veraniego, comenzó a llover.
—Me caía muy bien —dijo Melita, arrimándose a la espalda de su hermano—. Heracles, quiero decir.
—No es de extrañar —dijo Terón con ternura, desde el otro lado de la hilera de camastros—. Era un chico muy majo, para ser hijo de un dios.
—A callar —ordenó Filocles.
Todos descansaron de manera irregular, pues la lluvia intermitente y el frío hacían imposible dormir de verdad. Melita tiritaba y a Sátiro le dolían las caderas de tanto dormir en el suelo. Se tapó la cara con su manto tracio para protegerse de la lluvia y al final consiguió conciliar el sueño.
«Primero olió la piel del león, y luego vio el cachorro.
»"Lo has hecho muy bien", dijo una voz tan grave que le erizó los pelos del cogote.»
Sátiro se despertó de golpe con el olor a piel de felino en la nariz. Permaneció despierto un buen rato, escuchando los latidos de su corazón y los ronquidos de Terón, hasta que fue consciente de la realidad y volvió a dormirse.
Por la mañana todos estaban más entumecidos, envejecidos, y los caballos estaban cansados. Pero justo al alba, cuando los centinelas despertaban a la tropa, un joven jinete llegó cabalgando, agotado pero a todas luces portador de noticias, y se dirigió al grupo de tiendas del centro del campamento. A la hora del desayuno, cuando Sátiro compartía un cuenco de yogur y miel con su hermana, la noticia estaba circulando de fogata en fogata, y de pronto se empezaron a oír risas, y la fatiga comenzó a remitir.
Filocles, que había estado en la tienda de Diodoro, fue a su encuentro.
—¿Melita? —dijo sonriendo—. El Tuerto recibió a Banugul como si fuese una reina, con los brazos abiertos, y su escolta aclamó a Heracles como hijo de Alejandro.
—Excusadme —dijo la muchacha, separándose un poco del grupo.
—Es una buena noticia —comentó Sátiro, por decir algo.
Filocles y Terón asintieron.
—El Tuerto ha enviado un salvoconducto a Diodoro —agregó el espartano.
—¡Zeus Sóter! —exclamó Terón—. ¿Significa que viviremos?
—Tarde o temprano descubrirá que tenemos su arcón de tesorería —dijo Filocles.
Poco después llegó toda la escolta con otra docena de soldados a quienes se había dado por muertos. Les habían quitado la armadura, pero iban a caballo y estaban muy contentos de que los hubiesen liberado. En su mayoría habían caído prisioneros mientras vagaban perdidos por la nube de polvo.
Diodoro, que había concluido otro asunto, llegó a grandes zancadas.
—No tenéis por qué vivir como soldados. Sabéis de sobra que podéis dormir con nosotros —dijo—. Tenemos una tienda vacía —agregó, señalando la carpa donde había dormido Banugul. No pretendía ser gracioso pero, por alguna razón, todos los hombres congregados en torno a la hoguera se echaron a reír a carcajadas.
Sátiro miró a su preceptor.
—Creo que ya va siendo hora de que mis discípulos aprendan a vivir como soldados —dijo Filocles.
—Bueno —dijo Diorodo, sonriendo mientras miraba hacia el horizonte—, tendrán todo el camino hasta Egipto para aprender.
Todos rieron de nuevo, felices de estar vivos, y su risa ascendió al cielo como un sacrificio. Y, sólo por un instante, Sátiro olió a piel de león.
313 a. C
—No tengo ni la más remota intención de combatir contra el Tuerto si puedo evitarlo —dijo Casandro, vestido con una magnífica clámide púrpura sobre un quitón que habría parecido suntuoso incluso en la persona de un rey—. Enfrentarse con el Tuerto es una estupidez. Eliminó a Eumenes y ahora está en lo más alto, aunque es vulnerable. Quiero que el Tuerto luche contra Tolomeo mientras yo despojo a éste de sus soldados.
Casandro se encontraba en Atenas en visita de estado. Había llegado con un gran séquito que ponía a prueba los esfuerzos de Demetrio de Falero y de todos sus aliados políticos para mantener a sus numerosos huéspedes. Tal como bromeaba Menandro, era como si aquel hombre comiera oro.
Se habían congregado en casa de Demetrio, un palacio en todos los sentidos salvo en el nombre. Casandro estaba rodeado de macedonios, aunque había otros griegos en su cortejo, e importantes aliados como Eumeles de Panticapea.
Demetrio de Falero había llevado a sus propios aliados, los hombres a quienes confiaba el gobierno de Atenas, y también a otros hombres cuyos bienes contribuían a mantener a Casandro.
Estratocles estaba tendido en una
kliné
toqueteándose la barba, ahora más encanecida, y cruzaba miradas con los hombres de su confianza presentes en la sala, el mercenario con la cara marcada que se hacía llamar Ifícrates y su lugarteniente, un italiano muy corpulento llamado Lucio.
—¿Cómo piensas persuadir a Antígono para que luche contra Tolomeo? —inquirió Felipe, hijo de Amintas.
Era uno de esos idiotas que hacían tales preguntas; de hecho, Estratocles contaba con él para que las formulara. Y no era el único de la sala que lo hacía: todos los oficiales macedonios se cuestionaban lo mismo. Estratocles, por su parte, calculaba si Casandro, el regente asesino, el aliado de Atenas, el saqueador de Grecia, por fin estaría perdiendo facultades.
—No hay de qué preocuparse —dijo éste. Su risita fue almibarada, casi insinuante—. Antígono y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —explicó con una picara sonrisa—. Es viejo. Y su hijo, un idiota. Puedo controlarlos.
En boca del hombre que había asesinado a Olimpia, la madre de Alejandro, y a sus principales rivales, la declaración no estaba revestida del
hubris
que quizás habría tenido en boca de otro de menor (o incluso mayor) valía. Casandro no era estúpido en el campo de batalla, pero en el mundo de la política y el asesinato era el maestro incontestable.
—Me parece que subestimas a Tolomeo —dijo Demetrio.
—Tal vez. —Casandro sonrió—. Aunque lo dudo. Un hombre con fama de ser sencillo en el trato, a quien su tropa apoda el Granjero, no es un gran candidato para sobrevivir en este mundo.
—Hasta ahora le ha ido muy bien —replicó Estratocles, sin poder contenerse.
Casandro se volvió hacia él. Mirarlo siempre resultaba una experiencia inquietante. La mayoría de los hombres rehuía la realidad física del rostro de Estratocles, pero no así Casandro.
—Con permiso de mis aliados, pareces perfecto para ir a Egipto en mi nombre, querido artero mío. Como embajador de Atenas, ansiosa por librarse de la tiranía. —Casandro sonrió porque las ciudades estado griegas y su cháchara sobre la libertad le resultaban ridículas—. Pero cualquiera con dos dedos de frente que esté en la corte de Tolomeo se dará cuenta de que te envío yo. Dile que estoy desesperado. Consigue que llene sus barcos con sus ejércitos regulares de macedonios y mándamelos a mí. Lo despojaré de soldados de verdad para que Antígono pueda tomar Egipto.
Estratocles se acariciaba la barba. Sus ojos se dirigieron a Menandro y el dramaturgo asintió levemente.
—Una artimaña bastante fácil. Puedo hacerlo —dijo Estratocles—. Aunque no estoy seguro… —agregó, dispuesto a dar un franco resumen de lo que motivaba su vacilación, basada mayormente en la cantidad de enemigos que se había granjeado entre las facciones atenienses—. Aquí no se me conoce como Estratocles
el Informante
porque mis conciudadanos me amen.
«Atenas, cómo he de verme por ti.»
—¿En serio? —Casandro se rio—. Mi querida víbora, puedes hacerlo y lograr que al Granjero le guste el sabor del veneno. —Miró a Demetrio—. ¿Me prestas a tu serpiente?
—Pero si Antígono se hace con los ingresos de Egipto, ¡será invencible! —objetó Diógenes, el amante de Demetrio y el hombre más apuesto de toda Grecia.
Demetrio de Falero tenía unos ojos duros y grises; los ojos de Atenea, según muchos. Ignoró al gallardo muchacho tendido en su diván y sus ojos pasaron de Casandro a Estratocles.
—Te lo puedo prestar, pero tengo mis dudas sobre lo acertado de tu decisión, Casandro.
«Mejor tú que yo, Demetrio», dijo Estratocles para sus adentros. Él también pensaba que la misión era un despropósito. Pero como de costumbre, Casandro conducía la cuadriga y Atenas se dejaba llevar.
—Diógenes, mi querido y hermoso cabeza hueca, éste es el motivo por el que tú eres un adorno en las fiestas y yo el regente de Macedonia. Si Antígono conquista Egipto, usará más de sus preciados macedonios para guarnecerlo. Eso es lo único importante, ¿no te das cuenta? Los soldados, los soldados de verdad, son macedonios; nuestra única exportación, pero ahora mismo, la exportación más valiosa del mundo. Sólo un macedonio es capaz de combatir con sarisa. Ninguna infantería del mundo puede vencernos. —Sonrió a la concurrencia, afectando indiferencia tras haber insultado a todos los griegos presentes en la sala—. Nos quedaremos con los veteranos de Tolomeo a modo de tributo y el año que viene los usaremos para derrotar a Antígono
el Tuerto
. O tal vez a Lisímaco. Es lo de menos: una vez que tenga las falanges, podré ir a donde quiera. —El regente apartó sus ojos de pesados párpados del apuesto ateniense y los dejó caer sobre Estratocles como si su mirada realmente pesara—. Tú, víbora mía, eres la herramienta para mover esa piedra en concreto.
Estratocles pensó que era mala señal que los macedonios estuvieran comenzando a creerse su propia propaganda. Aún no habían transcurrido diez años desde que los hoplitas de Atenas derrotaran a una falange macedonia. Cruzó una mirada con su amigo Ifícrates, que tenía el rostro congestionado por la ira. Ahora le tocó a él negar con la cabeza, pese a que cualquier exabrupto habría recibido el apoyo de todos los atenienses presentes. Incluso Menandro, que tenía fama de desdeñar los asuntos militares, estaba ofendido.
El insulto del regente —«víbora», un término que ningún hombre soportaba— era casi un cumplido en boca de Casandro.