«Atenas, lo que he de aguantar por ti —pensó Estratocles—. Cuando llegue el momento, enterraré a estos arrogantes bárbaros en sus propias entrañas.»
Eumeles, a quien todos llamaban Herón, el presunto rey del Bósforo, se abrió paso entre los macedonios.
—Tolomeo aún da refugio a mis enemigos —dijo.
De espaldas al tirano del Euxino, Casandro miró a Estratocles esbozando una mueca e hizo un gesto con la mano como diciendo «¿Qué puedo hacer?».
El regente de Macedonia se dio la vuelta en su diván para mirar a Eumeles.
—¿Y nada de grano para mis enemigos? ¿Das tu palabra?
Eumeles hizo una reverencia.
—Doy mi palabra. —Miró a Estratocles—. Pero me gustaría, ¡ejem!, ver zanjado el asunto.
Casandro asintió.
—Es verdad. Estratocles, los dos niños. Olimpia los quería muertos, Herón los quiere muertos y se te escaparon, ¿eh? Que no vuelvan a escapar. ¿Entendido?
Estratocles se encogió de hombros.
—Era Herón quien quería verlos muertos. Y Olimpia lo convirtió en asunto suyo. Pero es impropio de una embajada ir asesinando mocosos.
Miró a Demetrio de Falero en busca de orientación. Demetrio había sido discípulo de Focionte, igual que Kineas, el padre de los niños. Aunque Estratocles no sentía un verdadero amor por Demetrio, era ateniense.
Los duros ojos grises de Demetrio se entornaron. Tomó aire para hablar, pero luego negó con la cabeza y bebió un sorbo de vino.
Casandro frunció los labios. Siempre era peligroso enfrentarse a Casandro a propósito de cualquier tema, y Demetrio, el hombre más poderoso de la sala a excepción de Casandro, había rehusado hacerlo.
«Debemos de estar muy apurados», pensó Estratocles.
—Muy bien —dijo—. Intentaré liquidar a los niños antes de irme de allí. Pero aguardaré hasta entonces. Si se me relaciona con el asesinato, me expulsarán o algo peor.
—Pues no dejes que te descubran —dijo Casandro. Acto seguido adoptó un tono más conciliador—. Entiendo tu punto de vista. Contrata a alguien que lo haga y asegúrate de que no se relacione conmigo. —Sonrió—. ¿Qué me dices de tu médico? Ya nos ha sido útil alguna vez.
La buena traza rubia de Casandro y sus ojos, cuyos párpados recordaban los de un adicto al opio, resultaban muy engañosos.
«Es mucho más feo que yo», pensó Estratocles. «Me parece que va siendo hora de que cambiemos de política.»
Más tarde, en una habitación privada, le manifestó su opinión a Menandro.
—Estoy de acuerdo —admitió el poeta—, pero Demetrio dice que ahora lo necesitamos. La situación actual es muy mala. Sal airoso de esa misión en Egipto y tal vez nos dé un respiro.
Estratocles suspiró y se rascó la nariz.
—Le odio tanto como para plantearme un tiranicidio. —Al ver la expresión asustada de su amigo agregó—: No me refiero a nuestro tirano, Menandro, sino a Casandro.
No obstante, hizo el equipaje para marcharse a Alejandría.
Se tomó su tiempo para enviar una carta al médico, a la sazón en Atenas, en la que le ofrecía un puesto en su embajada y le proporcionaba, además, una lista de los miembros de la asamblea de esa ciudad y de sus diversas transgresiones, y se llevó a Lucio como jefe de su escolta. Tenía muchos enemigos, y sería preciso hacer un uso sensato de la fuerza.
Cambió el orden de prioridades de su red de información, de modo que los partes sobre Alejandría tuvieran primacía. Escuchó un sinfín de informes de espías antes de zarpar en su propio trirreme con rumbo a esa ciudad, la más moderna del mundo.
Los informadores de Estratocles eran hombres y mujeres capaces. Su nómina de agentes abarcaba desde el Euxino hasta las Columnas de Hércules, de modo que, cuando la ciudad apareció en el horizonte, ya sabía dónde vivía León y con quién; sabía los nombres de sus barcos y los de sus factores. Todo eso era información de rutina, pues León y Estratocles habían tenido sus roces en la persecución de sus respectivos intereses, a veces en conflicto, a veces en alianza, a lo largo de diez años.
Sabía que Tolomeo tenía una amante egipcia y que Amastris, la hija de Dionisio de Heráclea, la heredera más rica del mundo helenístico, cualquier día regresaría a Alejandría, esa ciudad vital para los intereses de Atenas. Sabía también que la corte estaba buscando un médico para el palacio. Incluso sabía que Sófocles el Ateniense, a quien tenía a su lado, había sido sobornado por Casandro para que lo vigilara. La idea hizo que Estratocles sonriera al farsante que lo acompañaba.
—Siempre me preocupo cuando es obvio que algo te divierte —comentó el físico, agachándose para rascarse la cicatriz de la rodilla.
Estratocles sonrió y le dio una palmada en la espalda.
—Vas a tener mucho trabajo en Alejandría —auguró.
—Será un placer —respondió Sófocles.
Notó en la mejilla la frialdad de la arena de la palestra, pero cambió el peso de lado para girar los hombros y su entrenador cayó rodando de encima de él antes de echarse para atrás, afianzando los pies al levantarse.
Sátiro se incorporó algo más despacio, con las manos en alto y los brazos bien extendidos. Se oyeron aplausos aislados de otros hombres que habían parado de entrenar para mirarlos.
—Con esta llave te vencía cada vez —dijo Terón. Sonrió—. Claro que no siempre has tenido los hombros como un buey.
Habían transcurrido tres años; Sátiro había aumentado en peso, altura y envergadura pesado: era un muchacho en óptima forma física con el cabello moreno y largo, y los hombros tan anchos como muchas puertas de Alejandría.
Pero todavía no había vencido a Terón.
Se pusieron a dar vueltas, y se reunieron más hombres a mirar. Eran oficiales del ejército y cortesanos veteranos, macedonios en su mayoría, aunque unos pocos eran griegos. Reconocían un buen combate en cuanto lo veían, y comenzaron a cruzar apuestas con discreción.
Sátiro giró sobre el pie derecho, levantó un poco el izquierdo y amagó un golpe contra el rostro de Terón con la mano izquierda.
Terón paró el ataque y se dispuso a agarrarle el brazo, de forma que Sátiro tuvo que abandonar su combinación de fintas y retroceder para evitar la humillación de brindar a su oponente una victoria fácil. Notó un arañazo al retirar la mano izquierda para liberarla.
Terón avanzó, aprovechando su ventaja, y largó un directo con la derecha que alcanzó las costillas de Sátiro; un golpe que dejaría marca, pero sólo era cosa de soportar el dolor. El muchacho movió las caderas hacia la derecha y luego se desplazó hacia la izquierda, repitiendo la maniobra con la que se había librado de las dos últimas llaves.
Terón se desconcertó un momento y Sátiro se las arregló para asestar un directo poco potente a la cabeza de su entrenador. Enseguida le asestó otro, simulando un tercer patinazo para luego lanzar una patada con el pie derecho contra el tobillo izquierdo de Terón. El golpe lo alcanzó, y el corintio rodó por el suelo, apoyó el peso en el pie derecho y dio un puñetazo a Sátiro en la sien que lo impulsó hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio.
Ambos retrocedieron. Todos los espectadores del gimnasio respiraron al unísono, y algunos aplaudieron. Las apuestas aumentaron. En Atenas, apostar a dos caballeros ciudadanos en un gimnasio público estaba muy mal visto, pero Alejandría era otra ciudad, otro mundo.
Terón daba vueltas cansinamente, cuidando de no forzar el pie izquierdo.
Sátiro pensó que estaba fingiendo. Fingir estar lastimado formaba parte del inmenso repertorio de trucos que un buen luchador de pancracio debía dominar, y Terón era todo un maestro.
«Dado que tiene bien el pie izquierdo, ¿qué debería hacer yo?», se preguntó Sátiro. Se secó el sudor de los ojos y reprimió la tentación de atacar por meras ganas de romper la tensión. Había dado unos cuantos golpes buenos: la patada habría dejado fuera de combate a la mayoría de sus amigos.
Terón fintó y Sátiro se apartó, rehusando enzarzarse. Ambos volvieron a dar vueltas, midiéndose.
El joven se planteó una finta basada en el falso supuesto de que el pie de Terón estaba lesionado. En cuestión de instantes, valoró los posibles golpes y llaves y eligió dos movimientos simples y evidentes: un amago de patada contra el mismo tobillo debería obligar a Terón a apoyarse en el pie que fingía tener lastimado. Después de cambiar el peso de lado, se abalanzaría sobre él para iniciar un forcejeo.
En cuanto tuvo clara la combinación, dejó que su cuerpo tomara el control, efectuando no un súbito ataque sino un grácil balanceo fintando con el cuerpo entero seguido por el golpe «real», aunque no más que la falsa herida de Terón, un lento barrido de su pie derecho contra la pierna «débil» de su oponente.
Terón lo complació apoyando su peso en la extremidad «lesionada» y lanzando un golpe velocísimo.
Sátiro también fue rápido, y encajó el ataque de Terón en la coyuntura del hombro. Sintió un dolor punzante en el cráneo, pero ya estaba muy curtido, así que dio un cabezazo a la mandíbula de Terón, le pisó el empeine y estuvo a punto de asestar un rodillazo en la entrepierna del entrenador, una combinación de golpes letal que practicaban para la guerra, pero no para la palestra.
En ese instante de vacilación, el brazo izquierdo de Terón le rodeó el cuello, y la cabeza le quedó inmovilizada contra el pecho del corintio. En cuanto notó la presión, Sátiro empujó con toda la fuerza de ambas piernas, entrando a fondo en la llave para echar al entrenador hacia atrás al tiempo que se zafaba de su brazo.
Ambos rodaron por el suelo al caer en la arena y se liaron a golpes y llaves bocabajo hasta que, gateando como cangrejos heridos, se separaron y se pusieron de pie lentamente.
Esta vez el aplauso fue entusiasta. Una ovación de no menos de cien hombres.
Sátiro se obligó a sonreír. Por un momento el combate había sido suyo, pero había fallado el golpe de gracia y ahora la confianza lo abandonaba. Su entrenador se estaba levantando, con un tajo en el muslo pero por lo demás indemne.
—¡El señor Tolomeo! —anunció una voz.
Los hombres se apresuraron a apartarse del camino del soberano y muchos, no todos, le hicieron una reverencia.
—¡Basta de formalidades! —gritó Tolomeo—. ¡No interrumpáis el pancracio! ¡Hades! ¿Ese es Terón?
Llevaba un quitón blanco con ribetes color púrpura y una diadema en el pelo. Era uno de los hombres más feos del gimnasio, con una nariz como la proa de un barco y una frente que se juntaba con la calva apepinada.
A Sátiro le caía bien. Puso freno a sus temores y se concentró de nuevo en la lucha.
El instructor estaba sonriendo. Avanzó y lanzó su acostumbrado derechazo. Envalentonado por la aparición del rey, Sátiro no retrocedió, sino que intentó la misma treta que Terón le había hecho antes a él, disponiéndose a aprovechar el golpe del corintio.
—Llevan un buen rato y ni una sola caída —dijo un cortesano.
—Tendrías que haber visto…
—¡Silencio! —exigió el rey.
Terón no se permitió sorprenderse por la intentona de Sátiro. Dejó que su discípulo le agarrara el brazo antes de alargar el otro para sujetar el hombro derecho de Sátiro, lo hizo girar valiéndose de su propio impulso y le puso la zancadilla.
Pero Sátiro mantenía la presa en el brazo. Mientras caía lo estrechó con más fuerza; fue prácticamente el mismo ataque que había intentado cuando era un peso ligero de doce años.
Terón intentó zafarse y su pupilo procuró no mover el pie. Ambos fallaron en su intento y cayeron juntos a la arena, donde pelearon como perros. Estaban demasiado juntos; Sátiro recibió un codazo en la cara que lo dejó ciego y un pie en el vientre que le cortó la respiración, pero luego dio una voltereta y se apartó. Durante la riña había dado como mínimo un buen golpe a Terón. Se puso de pie obedeciendo la rutina de su entrenamiento.
El corintio fue más lento, y se levantó sosteniéndose el brazo derecho con el izquierdo. Pese a ello, sacudió la cabeza para despejarse y levantó las manos, poniéndose en guardia.
Sátiro aplicó toda su fuerza de voluntad en adoptar la misma postura, pero el brazo izquierdo se negaba a obedecerle. No le dolía, simplemente no respondía. Sacudió la cabeza y el gimnasio comenzó a dar vueltas. No obstante, estaba lo bastante consciente para ver que Terón estaba tan maltrecho como él, así que avanzó para intentar darle un derechazo que pusiera fin al combate.
—¡Alto! —ordenó el rey.
Los hombres protestaron.
Sátiro se balanceó un poco al parar en seco el movimiento de su puño.
—Los dos estáis a punto de acabar lesionados, y no puedo permitirme prescindir de ningún hombre —dijo el regente de Egipto, sonriendo con su habitual campechanería—. Aunque ha sido un espléndido combate.
—¿Quién gana? —gritó uno de los muchos Felipes, un oficial de los Compañeros de Infantería—. ¡Hemos apostado!
Tolomeo miró a los luchadores unos instantes.
—¡Empate! —gritó el señor de Egipto, y el público volvió a protestar.
Tolomeo estrechó la mano de los contendientes antes de que éstos se fueran a los baños. Él y Terón cruzaron una sonrisa, pues el corintio lo entrenaba de vez en cuando. Luego Tolomeo se volvió hacia Sátiro.
—Eres un joven muy prometedor —lo felicitó.
El comentario desató las lenguas de los cortesanos. La «familia» de Sátiro, sus «tíos» Diodoro, León y Filocles, eran hombres importantes.
Las palabras de Tolomeo dieron a entender al muchacho que su momento estaba llegando, y el corazón se le desbocó. Estrechó el brazo del regente y sonrió de oreja a oreja.
—A tu servicio, señor —dijo.
Más tarde, después del baño caliente, el baño frío y el masaje, salieron juntos con un nutrido grupo de amigos de Sátiro, y bajaron la escalinata del gimnasio público en medio de una marea de adulación.
—Tal vez me derrotes un día de éstos —dijo Terón sonriendo—. Lo dudo, pero comienzo a pensar que es posible.
—Hoy ha habido un momento… —Sátiro se encogió de hombros. Le dolía el cuello, y en cuestión de una hora el ojo izquierdo tendría una magulladura como si se hubiese aplicado alheña de cualquier manera—. Aún tengo mucho que aprender.
—¡Eso me suena a música celestial, chico! —dijo Terón.
—¿Una copa de vino, maestro? —propuso Sátiro.
—No. Ve a beber con tus amigotes, chico. —El entrenador le puso un brazo gigantesco en la espalda y le dio un achuchón—. Tu tío León llega a casa esta noche. Su barco ya está alineado con el faro. Y mientras esté en casa te hará trabajar duro; se acabó el retozar con flautistas.