Tirano III. Juegos funerarios (78 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Hizo una pausa y los hombres se rieron.

—Hoy, a nadie le importa cómo vivíais. Lo único que los hombres dirán de vosotros será cómo luchasteis aquí, y cómo moristeis. ¿Estáis endeudados? ¿Desesperados? ¿Los dioses os odian? —Su voz llenó el aire, como si un dios les estuviera hablando; la voz de Ares bajado a la tierra—. No cedáis terreno hoy, y morid si es preciso, y lo único que los hombres dirán siempre de vosotros será que servisteis a la ciudad. Os iréis con los héroes; vuestro nombre adornará un santuario. Sed mejores de lo que erais. Servid a la ciudad. Manteneos firmes en la formación y arremeted cuando os llame. Recordad que no habrá piedad que valga en manos de los hombres del otro lado de la arena. A nadie le será perdonada la vida.

Levantó la lanza por encima de la cabeza.

—Cuando os llame, cada hombre debe dar un paso al frente. ¿Entendido?

—¡Sí! —rugieron.

—¡Recordadlo todos! Lo único que existe es este día y esta hora. Demostrad a los dioses quiénes sois en realidad.

Bajó la lanza y ocupó su sitio en la formación, al tiempo que se ponía el yelmo y se abrochaba las carrilleras.

—Hoy te has apartado de tu filosofía habitual —dijo Sátiro a su preceptor.

Filocles se irguió.

—La sabiduría tiene un aspecto distinto desde la primera fila —dijo a Sátiro, con una sonrisa que asomó bajo las carrilleras—. ¡Listos para marchar! —rugió.

Los
peltastai
egipcios resistieron más tiempo de lo que Melita había esperado. Justo delante de su foso, cerraron filas y repelieron el ataque de los
psiloi
enemigos, obligándolos a retroceder con sus escudos de bronce a través de sus elefantes. Luego perdieron el valor y se replegaron, y sus oficiales no pudieron retenerlos después de que un elefante ensartara a un hombre en sus colmillos afilados como espadas. El animal sacudió al soldado agonizante y lo partió por la mitad.

Los
peltastai
corrieron medio estadio en retirada. Melita dejó de observarlos. Tenía objetivos.

Tiró una docena de flechas a los elefantes que iban en cabeza antes de darse cuenta de que el esfuerzo era en balde. El elefante líder tenía tantas saetas clavadas en los lomos que parecía que le hubiesen salido unas plumas esmirriadas, pero la bestia seguía avanzando tan tranquila, aún zarandeando los restos del
peltastes
con las espadas gemelas que le rodeaban la boca.

A los demás arqueros no les iba mejor.

—Estamos jodidos —masculló Melita, disparando en balde otra vez.

Las flechas habían ahuyentado a los
psiloi
enemigos, de modo que los monstruos avanzaban a grandes zancadas por el campo en una larga línea sin cobertura de infantería, aunque eso parecía ser un contratiempo menor, dado que la línea caminaba lenta y pesadamente por la arena hacia su foso.

«Si atraviesan nuestras posiciones, van derechos contra la falange —pensó—. Y perdemos.»

A su lado, un par de arqueros griegos se gritaban mientras tiraban flechas altas.

—Han de tener piel más blanda en alguna parte —gritó Laertes, el mayor de los
toxotái
.

Las bestias estaban tan cerca que los arqueros podían apuntar a partes más blandas, también lo bastante cerca para considerar la posibilidad de huir. Melita tensó el arco y disparó, constatando que su lengüeta de bronce rebotaba contra la cabeza del elefante líder.

Por primera vez se dio cuenta de que había hombres a lomos de los gigantes. Sin pensarlo dos veces, tiró contra uno; el alcance era tan sólo de unos pocos largos de caballo, y aquélla fue la primera de quince flechas que abatió a un enemigo, a quien Melita vio caer al suelo agarrándose la axila.

Pensó en los elefantes que había en el ejército de Eumenes
el Cardio
, y en el
mahout
que les dijo que sólo eran peligrosos mientras llevaban hombres encima.

La elefanta líder volvió la cabeza, como si tuviera curiosidad por ver qué había sucedido.

Melita disparó dos flechas más deprisa que nunca en su vida, la primera falló; pasó justo por encima de la bestia, que estaba tan cerca que Melita tenía que apuntar hacia arriba. La segunda alcanzó al otro lancero que iba a lomos del animal, clavándose en su escudo pero, al parecer, sin hacerle ningún daño.

Miró en derredor y constató que los
toxotái
huían en desbandada. Ella era el último arquero que seguía disparando. Dio media vuelta y echó a correr a su vez.

Sátiro se caló el yelmo y abrochó la correa de la barbera con una sola mano mientras marchaban. Los flautistas marcaban el paso, y Sátiro miró a derecha e izquierda y con el corazón henchido por lo que veía. Hasta donde alcanzaba la vista, sus filas avanzaban. El centro iba más lento, y la masa de la falange se curvaba, pero constató que la línea de su propia falange, todo el ejército de Egipto, era más larga que la línea enemiga.

A su derecha, la caballería avanzaba. A su izquierda, a menos de un estadio, Sátiro vio a Diodoro montado en su caballo de batalla al frente de los Exiliados. Parecía estar comiendo una salchicha. Justo enfrente de él, los elefantes habían roto las líneas de los
peltastai
y los
toxotái
. Se le encogió el estómago, los músculos del pecho le temblaban y tuvo que hacer un esfuerzo para erguirse. «Elefantes.»

Melita corrió veinte pasos y se detuvo, en parte porque vio a Idomeneo cargando una flecha, y en parte porque quería ver qué ocurriría cuando los elefantes llegaran a los fosos.

—¡Dejad de correr! —gritó Idomeneo—. ¡No hay adónde ir!

Disparó. A cuarenta pasos la elefanta que iba en cabeza se estremeció cuando las patas delanteras le resbalaron, hundiéndose en el suelo. En un instante cayó de cabeza al foso, la defensa de bronce que le protegía la testuz aplastó la estaca, de modo que no sufrió daño alguno. Barritó, se impulsó con los cuartos traseros y salió del foso, sacudiendo la cabeza.

Poco profundo. Melita disparó. La flecha se clavó en una de las patas de la elefanta.

Pero algo le ocurría a la bestia, porque se detuvo. Giró la cabeza, mirando a derecha e izquierda, mientras le llovían saetas. Su serpentina trompa palpó la figura tendida bocabajo del hombre que había salido despedido de su cabeza al caer en el foso; no reaccionó. Melita casi sintió lástima al ver a la enorme bestia intentando mover a su jinete.

Su jinete. Su
mahout
.

—¡Tirad a los
mahouts
! —gritó Melita. Se le quebró la voz; fue el grito más femenino del campo, pero se hacía oír y no le importó—. ¡Tirad a los
mahouts
!

Idomeneo se hizo eco de su llamada.


¡Mahouts!
—gritó, al tiempo que tiraba con su enorme arco una flecha de un dedo de grosor contra el
mahout
del elefante siguiente.

El hombre levantó las manos de golpe y cayó para atrás, y la bestia, sin jinete, se detuvo.

—¡Preparaos! —rugió Filocles a su lado.

Sátiro apretó el culo; las tripas se le revolvían una y otra vez. En tres ocasiones había logrado apartar el miedo, pero cada vez volvía a acometerlo.

«Elefantes.»

Miró la primera fila, que se estaba doblando porque los Compañeros de Infantería se rezagaban.

—¡Alinead, filarcos! —gritó. En realidad eso era trabajo de Filocles, pero él estaba pendiente de las trompetas y de la batalla que tenían delante—. ¡Terón! —Terón estaba a unos cien pasos de Sátiro, una distancia enorme en el campo de batalla—. ¡Terón! ¡Al frente! —gritó, y otras voces repitieron la orden; la primera fila se movió, y allí estaba Terón, agitando su lanza y avanzando con la tropa. Las filas siguientes bregaban para no rezagarse. Un lancero cayó al suelo, y la compañía entera se abrió mientras alguien daba un alarido.

—¡Cerrad filas! —bramó Filocles.

Sátiro apartó la vista del desorden de las filas intermedias; se estaba desviando a la izquierda por tener vuelta la cabeza.

—¡Guarda las distancias! —gruñó Namastis. Una reprimenda merecida.

Y entonces, pese a la limitada visión que ofrecía su yelmo cerrado, vio que los elefantes se habían detenido.

—¡Mira! —dijo a Namastis—. ¡Mira!

Los monstruos estaban en la línea de fosos. Casi la mitad consiguió atravesarla sin tocar los obstáculos, pero no habían aprovechado ese éxito; tenían una curiosa moral, y cuando los arqueros comenzaron a abatir a los
mahouts
que los conducían, la carga de los elefantes se fue al garete.

Idomeneo fue el primer hombre en echarse a correr adelante y Melita lo amó por ello. Sin el apoyo de sus
psiloi
, los elefantes eran vulnerables, una vez detenidos. Los arqueros corrieron entre ellos en formación abierta y se pusieron a masacrar a los soldados que transportaban las bestias. No fue siquiera una lucha; los hombres que iban a lomos de los elefantes no podían repeler los cientos de saetas disparadas contra ellos, y algunos intentaron incluso rendirse.

No se tomaron prisioneros. Los arqueros mataron sin piedad a los soldados enemigos en un paroxismo de miedo e ira, y las bestias fueron dando media vuelta, comenzando a asustarse de las afiladas flechas y los tiros a bocajarro, y de pronto estuvieron corriendo, alejándose.

Las trompetas tocaron al alto.

—¡Alto! —repitieron los oficiales.

La falange se detuvo. A lo largo del frente, los oficiales corrían de un lado a otro dando órdenes para alinear la formación. La primera línea estaba descompuesta, y los Compañeros de Infantería se habían rezagado lo que ocupaba una falange casi entera.

—Si nos atacan ahora, estamos perdidos —dijo Filocles a Sátiro—. ¡Dioses!

Echó a correr por el frente de la falange, ordenando a los hombres que cerraran filas.

Los Escudos Blancos fueron los primeros en hacer suyo el grito y, en un abrir y cerrar de ojos, olvidaron toda disciplina.

—¡Los elefantes huyen! —gritaban los hombres, y las primeras filas, las que habrían tenido que enfrentarse a los monstruos, se pusieron a bailar.

Filocles rugía exigiendo silencio. Tolomeo apareció por la derecha y cabalgó hasta la primera línea.

—¡Mirad eso, muchachos! —gritó—. ¡Cada uno de vosotros debe una copa del mejor vino a nuestras compañías ligeras! ¡Por Heracles! —Tolomeo se detuvo delante de los Escudos Blancos—. ¡La victoria es nuestra, muchachos! ¡Aquí y ahora! ¡Recordad quiénes sois!

Los Escudos Blancos rugieron, y lo mismo hizo la falange de Egipto, pero Sátiro pensó que las demás ovaciones eran poco entusiastas. Esperó que sólo fuera una falsa impresión, fruto del miedo.

Filocles hizo un ademán hacia más allá de Namastis.

—No hay señales —observó—. Malas noticias.

A la izquierda, el combate de la caballería no iba bien para ninguno de los bandos. Y de repente, al dispersarse un momento la bruma de la batalla, toda la línea de la falange pudo ver que había más elefantes aguardando.

—Ares —maldijo Sátiro. De nuevo se le cayó el alma a los pies, de modo que se obligó a volver la cabeza—. ¡Bebed agua! —chilló.

Filocles estaba asintiendo.

—Tenemos que romper la falange delante de nosotros antes de que Demetrio nos eche esos elefantes encima —dijo—. Eso convenía a la batalla. —Bebió y escupió—. Cuando yo caiga, toma el mando.

—¿Cuando caigas? —preguntó Sátiro.

Filocles le dedicó una sonrisa radiante; la clase de sonrisa que su preceptor rara vez mostraba. Acto seguido el espartano salió corriendo hacia donde estaba Tolomeo. Agarró su brida, y vieron que Tolomeo asentía y daba una indicación a los trompeteros, y la señal de avance resonó antes de que Filocles hubiese regresado a las filas.

Tolomeo dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia el combate de caballería que se libraba a la izquierda. A su derecha, a considerable distancia, Sátiro vio a Diodoro. Ya no comía salchicha, pero no se había movido.

Los Compañeros de Infantería todavía no estaban en su sitio.

Filocles se plantó ante la primera línea, puso su lanza horizontal y la estampó contra el pecho de los soldados que la formaban.

—¡Enderezad la fila! —rugió, y su voz fue tan atronadora que incluso Sátiro se estremeció, con casco y todo—. ¡Todos listos para la maniobra de conversión!

Corría a lo largo de la primera línea, haciendo caso omiso de las jabalinas que estaban comenzando a caer, hasta que alcanzó a Terón, y entonces regresó, rápido como un atleta pese a su edad, el vino y la armadura.

«¡Lanzas… arriba!», sonó la orden. Se encontraban a menos de un estadio del enemigo. Un puñado de valientes o estúpidos
psiloi
todavía estaba entre las dos imponentes falanges, pero se iban desperdigando, huyendo hacia los flancos. Sátiro vio a los últimos arqueros correr hacia la derecha para salir del terreno de combate.

Ahora que por fin veía la falange enemiga se dio cuenta de que presentaba mal aspecto; había desorden y huecos donde supuso puso que los elefantes habían embestido al huir, y los oficiales estaban alineando la formación.

A medio estadio, alcanzó a ver el movimiento del enemigo; habían cerrado filas, temblaban como si la falange fuese un único organismo vivo que se inclinara hacia delante al iniciar su avance, y de súbito todo sucedió dos veces más deprisa.

A la distancia de una carrera, vio los emblemas de sus escudos.

«¡Lanzas… abajo!», fue la orden emitida por la trompeta y repetida de boca en boca. Y las sarisas bajaron. En la falange de Egipto, los hombres de la línea de frente llevaban las lanzas más cortas, y las levantaron por encima de sus cabezas al unísono; una visión que literalmente disipó el miedo, cediendo el control al entrenamiento, y Sátiro hundió con firmeza su hombro debajo del borde de su
aspis
.

—¡Cantad el peán! —gritó Filocles, y los alejandrinos entonaron el himno de Apolo. El cántico le hizo avanzar cien pasos, manteniéndolo literalmente a flote, pero cuando terminó, marchando de frente hacia el enemigo, aún le quedaban diez aterradores largos de caballo que salvar.

Diez largos de caballo y se enfrentó a una muralla de lanzas que llenó su mente tal como la había llenado el cuerpo de Amastris, de modo que nada ni nadie podía hacerle apartar los ojos del destello letal de doce mil puntas de lanza.

Los Escudos Blancos se estaban rezagando. Ares…

—¡Vista al frente! —rugió Filocles—. ¡Prepárate, Alejandría!

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