Como sólo veía las filas traseras, Melita no tenía ni idea de lo que estaba viendo. Idomeneo se alejó y comenzó a reagrupar a los arqueros, y al cabo Melita vio a su tío Diodoro sentado en su corcel a unos doce largos de caballo a su derecha, observando el otro lado del campo de batalla y luego la nube de polvo que levantaban las falanges al combatir.
Se oyó un rugido, algo había sucedido, y Melita vio que la retaguardia de la formación egipcia se ondulaba como el trigo mecido por el viento un día de verano, y volvieron a rugir.
Notó la sombra y levantó la vista. Diodoro estaba a su lado.
—Habéis vencido a los elefantes —dijo.
—En efecto —respondió Melita con orgullo.
Diodoro señaló la retaguardia de la falange. Ahora los Compañeros de Infantería estaban avanzando, como si ya no pudieran resistir más la atracción del enemigo.
—Filocles acaba de darnos la oportunidad de ganar la batalla —dijo Diodoro con serena satisfacción.
—¿Qué? —preguntó Melita.
El hombre se volvió y miró a través del campo hacia donde los escuadrones de la caballería enemiga aguardaban inmóviles. Levantó el brazo.
—¿Ves esa caballería? Es más numerosa que la mía. Y no está avanzando. —Esbozó una sonrisa—. Se supone que mi cometido es mantenerla a raya, pero creo que Filocles acaba de romper el centro del niño rubio. Me parece que voy a ir a hacer más grande el agujero. ¿Te apetece venir? —Sonrió—. Vayamos a demostrar a Macedonia que nosotros somos los mejores.
Melita se puso de pie de un salto, olvidando su fatiga.
—¡Por supuesto!
Diodoro hizo una seña a Crax, que trotó hacia ellos con una montura de refresco.
—Vaya, el arquero misterioso —dijo Crax, cuando pasó las riendas a Melita. Le sonrió—. Hay gente que cree que puede engañar a los demás —agregó.
Melita pasó un momento de vergüenza.
—Yo sólo quería…
—Guarda tus explicaciones para Safo —dijo Diodoro—. En lo que a mí respecta, no mantendría más alejada de un campo de batalla a la hija de Kineas que a su hijo. Segundo escuadrón, tercera fila. Ve a ocupar tu puesto. ¡Ar!
Melita saludó y siguió a Crax. Se despidió de Idomeneo levantando el brazo, y él le correspondió meneando la cabeza.
Detrás de ella, la carga de la falange de Egipto cobró ímpetu. Se volvió a mirar y Diodoro asintió.
—Tal como pensaba —dijo—. ¡Listos para cargar,
hippeis
!
El centro del
taxeis
enemigo no llegó a luchar; los soldados se desperdigaron, siendo las últimas filas las primeras en huir, de modo que pareció que el regimiento se deshiciera como una piel apolillada expuesta a un viento fuerte. Sátiro se detuvo cuando lo hicieron los Escudos Blancos. Le divertía ver a los Compañeros de Infantería pegados a su derecha. Se preguntó si los muy cabrones habían siquiera entablado combate. Pero allí los tenía y ahora estaban comprometidos.
Entonces toda el ala derecha del ejército, en formación a noventa grados de la línea de frente inicial, acometió de la derecha a la izquierda y lo que quedaba del enemigo se vino abajo. Las falanges enemigas situadas más al este luchaban denodadamente contra los macedonios leales de Tolomeo sin posibilidad alguna de huir, y muchos de ellos cayeron y aún más se rindieron antes de ser masacrados desde el flanco desprotegido.
Sátiro no sabía qué estaba haciendo la caballería, pero la batalla de infantería había terminado, y la infantería enemiga estaba acabada, destruida o rendida o huida. Ahora su
taxeis
se encontraba en el centro de la línea, delante de un muro de polvo y arena arremolinada. Lo único que quería hacer era dar media vuelta e ir en busca de Filocles, pero sabía cuál era su deber y, cuando la línea se detuvo, corrió por delante de la primera fila hasta el extremo izquierdo, donde encontró al polemarca de los Escudos Blancos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sátiro.
El polemarca llevaba un escudo púrpura con incrustaciones de marfil. Parecía Aquiles redivivo, pero cuando se quitó el yelmo, apareció un cráneo tan calvo como una bola de mármol pulido.
—Que me aspen si lo sé, chico —contestó—. Tú estás al mando de esos egipcios, ¿verdad? Esos muchachos están enardecidos. —Sonrió—. Tampoco es que lo hayamos hecho muy mal nosotros. Y estoy muy complacido de que nuestros Compañeros de Infantería decidieran unirse al baile. ¿Dónde está vuestro gigante espartano?
—Herido —dijo Sátiro. Se llevó la cantimplora a los labios, ardua tarea llevando armadura, y bebió con sed.
—Espero que se recupere. No sé. Nunca había participado en una batalla como ésta. Nunca había visto una falange enemiga tan machacada. Esto debe de haber terminado; ¿qué pueden hacer? —Se encogió de hombros—. ¿Qué les queda para combatir?
Justo entonces, los jefes de fila macedonios comenzaron a gritar, y Sátiro se volvió para ver qué ocurría.
Los otros cuarenta elefantes de Demetrio surgían de la nube de polvo, avanzando pesadamente.
Diodoro tenía a los
hippeis
—los Exiliados—, y a otros seis escuadrones de caballería mercenaria. Desde la tercera fila, Melita no veía gran cosa, pero pensó que todos avanzarían juntos. Cabalgaban al paso y, al arrodillarse sobre los lomos de su caballo, vio la falange por encima del escuadrón de la izquierda.
Avanzaron, se detuvieron, volvieron a avanzar al paso y volvieron a detenerse. Bebió agua y aguardó.
—Pareces aburrida —dijo Carlo desde dos filas más adelante. Se rio a carcajadas como de costumbre.
Tanu, el tracio que iba justo delante de ella, se volvió y también se rio.
—¡No tengas tanta prisa por luchar! —dijo—. ¡La paga es la misma!
—¡No veo nada! —exclamó Melita.
—La caballería que tenemos enfrente está vacilando —dijo Carlo—. Todo su centro se ha largado. —El hombretón meneó la cabeza—. Nunca había visto nada igual, y he participado en unos cuantos combates.
Diodoro llegó al encuentro de Crax a medio galope.
—Melita, al frente y al centro —gritó.
La joven obedeció, convencida de que la iban a mandar a la retaguardia por haber protestado. Pero Diodoro le hizo señas para que se apresurara.
—¿Conoces a esa tal Amastris? —le preguntó Diodoro.
—Sí.
—Bien. Quédate conmigo. Voy a intentar abrir una brecha para entrar derecho a su campamento. Si atravesamos esa caballería, dudo que algo pueda detenernos; y entonces, mi querida niña, todos seremos ricos.
Diodoro sonrió y su barba, mayormente canosa, de pronto tuvo reflejos rojizos.
—Bueno —dijo Melita—, al fin y al cabo, somos mercenarios. Pero ¿no deberíamos aniquilar a esos regimientos de infantería?
Señaló hacia los miles de lanceros que huían desarmados hacia la seguridad de la ciudad fortificada de Gaza.
Diodoro negó con la cabeza.
—No —respondió. Sonrió de oreja a oreja—. Si los matas, ¿a quién emplearás para retomar Tanais? Lo que necesitamos es dinero para pagarlos. —Seguía sonriendo, y Crax y Eumenes sonrieron a su vez—. Y ahí lo tenemos, en el campamento de Demetrio. Vayamos a por él, ¿te parece? —Le dio la espalda y se puso a dar órdenes—. No te apartes de mi estribo —dijo a Melita—. Tu amiga la princesa debería estar cerca de la tienda del niño dorado. Tenemos que llegar a ella antes que los demás escuadrones de Tolomeo.
Dio media vuelta para ponerse de cara a sus jinetes.
—Allí —gritó en voz alta y clara— están todas las riquezas de Asia. ¡Lo único que tenéis que hacer es cogerlas!
Eran las palabras que pronunciara Miltíades en Maratón, y los Exiliados rugieron para mostrar su aprobación.
Pasaron del paso al trote, luego del trote a un medio galope, las filas se abrían descontroladamente cuanto más avanzaban, pero el enemigo no se esperaba su ataque. Los escuadrones de la retaguardia que habían permanecido unidos hasta entonces se desperdigaron cuando vieron la carga que se les venía encima. Nadie se quedó a librar una batalla perdida de antemano; menos aún contra los mismos jinetes que los habían hostigado durante semanas en el desierto.
Crax separó cinco filas para tomar prisioneros, en su mayoría soldados con caballos tan maltratados que no podían escapar a su persecución. Y de pronto estuvieron subiendo con gran estruendo la prolongada y suave pendiente hacia la ciudad fortificada de Gaza.
Las puertas estaban abiertas.
Los elefantes avanzaban impertérritos hacia las largas filas de lanceros; cuarenta elefantes contra ocho mil hombres. Sátiro regresó corriendo por delante de la formación hasta donde estaban sus hombres. Apretujados en medio de la línea, sus hombres no tenían adónde ir para huir de las bestias. Pero Sátiro sabía que las falanges de Alejandro habían vencido elefantes.
—¡Cambio de formación! ¡Escúchame, Alejandría! Voy a separar grupos de cinco columnas en la primera fila. Quiero que esas columnas efectúen una marcha espartana y se detengan en la retaguardia. ¡Abriremos caminos a través de la falange! —Algunos hombres, como Jeno y Abraham, daban la impresión de entenderlo mientras que otros, como Dionisio, tenían la expresión perdida. Sátiro comenzó a recorrer la fila—. Uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco! ¡Todos vosotros, marchad para atrás! ¡Ar!
Los hombres que señaló, golpeándolos a casi todos con bastante fuerza en el yelmo con la punta de su lanza para asegurarse de que eran los que él quería, se volvieron y comenzaron a abrirse camino hacia atrás entre las columnas, cada uno seguido por la suya, dando empellones cuando era preciso, poniendo los escudos de lado para ganar espacio. La maniobra resultaba fea, parecía que toda su falange se hubiese desmoronado. Sátiro se volvió y miró a los elefantes, que estaban cerca.
—Heracles, no me abandones —dijo Sátiro en voz alta—. ¡Primera línea! ¡Jefes de columna, más juntos! ¡Quiero formaciones compactas!
Utilizó la lanza a modo de bastón de mando para ordenar la primera fila. Jeno negó con la cabeza y su penacho se removió.
—¡Tenemos huecos en la formación!
—¡Las bestias enfilarán esas brechas! —contestó Sátiro—. ¡Una vez las tengamos dentro, atacaremos!
Se volvió para mirar a los elefantes. Medio estadio.
—¡Mantente firme, Alejandría! ¡Cuando grite el nombre de Heracles, que cada hombre se vuelva hacia el elefante más cercano y ataque! ¡Matad a los conductores!
Echó un vistazo a los Escudos Blancos, que estaban efectuando la misma maniobra, abriendo brechas, si bien con bastante más profesionalidad.
Los elefantes eran tan grandes que tapaban el horizonte, estaban tan cerca que Sátiro veía sus ojos diminutos, armaban tanto ruido que la tierra temblaba a su paso. Detrás de ellos el polvo se alzaba como el humo de la fragua de Hefestos. Sátiro se dio cuenta de que le temblaban las manos, con las que sujetaba su lanza.
Las bestias aceleraron, moviendo con garbo sus pesados cuerpos, pisoteando la tierra más deprisa con sus macizas patas, y Sátiro se quedó paralizado un momento antes de echar a correr hacia su puesto en la primera línea, con las piernas tan blandas como el pan mojado. Se obligó a erguirse, se volvió y se enfrentó a la carga de los monstruos. La idea de abrir brechas en la formación de lanceros se le antojó de lo más absurda.
Varios años antes, Tavi le había dicho que los elefantes sólo luchaban si alguien los conducía. Sátiro se aferraba a esa idea del mismo modo que un náufrago se aferra a un madero.
—¡Lanzas… abajo! —bramó alguien. Acto seguido, cayó en la cuenta de que era él mismo quien había dado la orden. Su cuerpo estaba funcionando por su cuenta.
Los
taxeis
respondieron como un solo hombre, las lanzas destellaron cuando la tropa alzó sus armas y las puso en posición; como si la mole de un elefante no fuera a partir las astas como quien rompe astillas para encender el fuego.
Poco más allá del alcance de su lanza, Sátiro vio que el gigante más cercano giraba para entrar a la carrera en la brecha abierta entre la columna de Abraham y la de Jeno, a dos largos de lanza de él. La bestia ya estaba aflojando el paso, pero se adentró en la brecha como si se lo hubiese ordenado su conductor.
Sátiro no veía a los demás elefantes, pero sí vio la pintura bermellón en el flanco de la bestia que pasó junto a él, y también percibió su extraño hedor. Tuvo la sensación de oír a Filocles diciéndole que a veces el líder debía mostrar el camino.
Se estremeció de miedo, llenó los pulmones de aire y a pesar de la peste de los grandes monstruos, percibió el olor a gato mojado junto a él.
—¡Heracles! —gritó. Alzó su lanza y se volvió, saliendo de la formación, un acto suicida en pleno combate de infantería, pero ahora se encontraba a dos columnas del elefante, y con miedo o sin él, aquello tenía que iniciarlo él.
Corrió por el terreno despejado del frente y enfiló la brecha de las columnas desplazadas, acercándose por detrás a la bestia, que meneaba su ridícula cola al caminar. Los hombres que llevaba a lomos estaban aterrorizados, su terror serenó a Sátiro, y ambos clavaban sus picas a los falangitas egipcios, que en su mayoría se defendían con vacilación.
—¡Heracles! —repitió Sátiro a pleno pulmón. Ya estaba al alcance de la pata del elefante. Su lanza era suficientemente larga. Dio tres pasos corriendo al lado de la bestia, pivotó sobre el pie izquierdo e hincó la lanza hacia arriba, directa al costado del
mahout
. El hombre se volvió demasiado tarde y su grito se perdió en el estruendo de los elefantes, y la falange rugió al verlo caer.
La bestia se detuvo. Emitió un sonido, un sonido horrible, el mismo sonido que Sátiro hubiese querido emitir al ver la sangre que manaba de la herida de Filocles, una mezcla de furia, disgusto y pesar.
La lanza de Abraham derribó al piquero macedonio de los lomos del animal y el hombre cayó en la falange, chillando al morir bajo una docena de lanzas. El
taxeis
egipcio se convirtió en una turba que linchaba a los soldados que montaban a los elefantes, y en algunos sitios las bestias se rebelaban, matando a una docena de hombres en un instante. Un animal lanzó tan alto a un judío alejandrino que su caída hirió a tantos hombres como la furia del propio animal. Otro elefante aplastó a un hombre con una de sus inmensas patas y partió en dos el cadáver sirviéndose de la trompa, pero por lo general los soldados enemigos estaban siendo masacrados de cerca. Las columnas que se habían retirado para abrir las brechas cargaron sin que nadie se lo ordenara y sin otra intención que la de sumarse a sus camaradas en la matanza, y ni siquiera el horror de las muertes causadas por los elefantes logró retrasar la inevitable conclusión del enfrentamiento entre mil hombres y diez elefantes.