Melita quiso decir algo ingenioso, tal como solía hacerlo su hermano; siempre valiente, siempre con una ocurrencia a punto. Finalmente dijo:
—No he vomitado.
Idomeneo asintió. Tenía los labios tan prietos como debía tenerlos ella.
—¿Has visto caer a Argón?
Melita meneó la cabeza.
—Los medos lo mataron durante la carga. Todos nos hemos echado en la arena, pero su hoyo no le cubría.
Idomeneo asintió otra vez.
—Ayúdame a subirlo a un caballo —dijo el cretense—. Ha estado conmigo cinco años. Lo menos que puedo hacer es darle sepultura.
Recuperaron a todos sus muertos, y Crax y Eumenes construyeron un trofeo con armaduras, que quedó erguido en la arena, un insulto para el ejército de Demetrio, cuyas tiendas apenas eran visibles a diez estadios en el horizonte. Cuando se marcharon, con botín, prisioneros y doscientos caballos nuevos, el trofeo relumbró a sus espaldas bajo el sol hasta que coronaron la cresta del cerro que quedaba al sur de las murallas. Y poco después llegaron a casa.
Demetrio no propuso un tratado. Tras dos semanas observando la impenetrable fortaleza de Peleosiaco, perdiendo combates de caballería y viendo cómo sus planes de conquista se desbarataban, Demetrio levantó el campamento durante la noche, dejando las hogueras encendidas, y se batió en retirada a través del Sinaí, recorriendo ochocientos estadios de la ruta costera.
La mañana siguiente a su desaparición, el ejército de Tolomeo se despertó al son de las trompetas. Desde la portezuela de su tienda, Sátiro vio que en el campamento de al lado la caballería enrollaba sus mantas y metía sus cacharros de bronce en viejas bolsas de lino.
—¡Se marchan! —gritó Sátiro a Abraham, que aún estaba bajo las mantas con Basis, una chica egipcia a la que había adoptado.
Filocles llegó con la armadura ya puesta, llevando su escudo y una lanza.
—Escuderos, preparad el equipaje. Sátiro, asegúrate de que cada hombre llene de comida su panza y su petate.
El joven saludó, pero acto seguido agarró el brazo de su preceptor.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
Filocles sonrió con satisfacción.
—El hijo rubio del Tuerto ha cometido un error, chaval. Y ahora vamos a darle caza nosotros a él.
—No lo entiendo —dijo Sátiro—. Dijiste que no habría batalla.
—Me equivoqué —admitió Filocles—. Si lo alcanzamos antes de que llegue a su depósito de Gaza, no tendrá más remedio que luchar. Nunca imaginé que Tolomeo tuviera huevos. —El espartano hizo una mueca—. No, miento. Igual que Demetrio, había olvidado que Tolomeo tuviera huevos.
Sátiro contemplaba los mil puntitos de fuego que señalaban el ejército de Demetrio, erguido en la arena al oeste de Gaza, en la costa.
—¡Tiene un ejército inmenso! —dijo Dionisio.
Abraham estaba con Jeno, Dionisio y un puñado de amigos y compañeros de filas de ambos. Llevaban suficiente tiempo de campaña para que hubiesen surgido amistades entre helenos y egipcios; suficientes amistades y suficientemente fuertes para que Namastis compartiera el vino con Diocles y Dionisio.
—Creía que no íbamos a entrar en batalla —dijo Abraham con cautela. Ofreció a los demás una jarra de cerveza egipcia verdaderamente mala. Se encontraban a seis días de las reservas de Peleosiaco, y había escasez de todo.
—Según Filocles, Demetrio habría podido evitar la batalla si dos cosas no hubiesen obrado en su contra —dijo Sátiro, sintiéndose omnisciente. Era el único miembro de la falange que cada noche recibía información directamente del alto mando, lo cual acrecentaba su ya de por sí sólida reputación—. La primera fue Seleuco, que permaneció en su flanco del sur y lo hostilizó, de modo que todos los hombres a los que había perdido en los arenales de Nabatea regresaron para rondarlo. Mis tíos han combatido contra su caballería en tres ocasiones y cada vez han erigido un trofeo.
Sonrió, pensando en lo que Eumenes le había contado sobre uno de esos combates en la arena.
—Caballistas —dijo Dionisio, aunque sin su mordacidad habitual.
Jeno bebió un trago de cerveza, escupió e hizo grandes aspavientos de repugnancia por su sabor.
—Ares, preferiría beber agua —dijo—. Escuchad, reíos de los caballistas cuanto gustéis, amigos. Tendréis suerte de tenerlos a vuestro lado cuando llegue el momento de luchar.
—¡Habló el veterano! —se burló Abraham. Pero sonrió, y Jeno le correspondió.
Sátiro, que tenía un montón de información que dar, trató de ser paciente mientras aguardó que se callaran.
—¡Escuchadme! —dijo—. Filocles dice que lo peor de todo es su orgullo. Tanto así, que cuando los consejeros de su padre le dijeron que cogiera los elefantes y a lo más granado de su infantería y que corriera a su depósito, se negó.
—Está cerca —señaló Dionisio. Bebió su trago de cerveza e hizo una mueca—. Ares y Afrodita, ¡esto son meados de caballo! ¡Eh, que lo digo en serio!
—Será que los has probado —intervino Jeno, y se rio a carcajadas. Rara vez tenía ocasión de lanzarle una pulla a Dionisio.
—Prueba esto, entonces —dijo una voz grave, y Sátiro se encontró con un odre de vino en la mano. Al volverse se topó con los ojos de su hermana; Bión, se recordó a sí mismo. Le dio un abrazo.
—¿Quién es éste? —preguntó Dionisio—. ¡Por el conejo insaciable de Afrodita, Sátiro se ha agenciado un chico! ¡Un chico con pantalones de bárbaro! Sátiro, ¿cómo has podido hacerme esto?
Hubo un breve silencio y, de pronto, Abraham se dio palmadas en los muslos, riendo a carcajadas, y lo mismo hicieron los demás jóvenes reunidos en torno a la fogata; incluso Namastis, por lo general tan poco expansivo, tuvo que agarrarse la barriga. Jeno, Sátiro y Bión permanecieron callados mientras media docena de muchachos se desternillaban de risa. Dionisio llegó a caerse al suelo.
—¡Tu cara! —consiguió pronunciar—. ¡Tu…!
Abraham se acercó a trompicones a Sátiro y le puso una mano en el brazo.
—Dioses, pareces dispuesto a matarnos a todos. Sólo ha sido una broma, amigo. —Desvió los ojos hacia Bión y, con un susurro teatral, dijo—: Lo sabemos.
Y procuró controlar el ataque de risa.
Sátiro se dio cuenta de que estaba sonriendo, igual que Jeno. Al cabo de un momento, Bión también sonrió.
—Que os den —dijo con su voz grave.
—No te vayas enfadada —rogó Dionisio—. Y si te vas, al menos deja el vino.
Eso dio pie a otro ataque de risa, hasta que unas voces les ordenaron que se callaran.
Medio odre de vino más tarde, Dionisio declamó su himno a los pechos de un desconocido avatar de Afrodita. Bión bebió vino con indiferencia, y cuando Dionisio se acostó sobre su clámide, encontró una serpiente; inofensiva, le aseguró Bión tras unos instantes de angustia.
Filocles y Terón acudieron a beber lo que quedaba de vino. Terón miró detenidamente a Bión, pero no dijo nada. Filocles sacó su copa espartana y la llenó.
—¿Quién de vosotros ha vertido una libación? —preguntó.
Eso los acalló a todos.
—Menudo atajo de reclutas desagradecidos que sois. Los hombres más alborotadores del campamento, ¿y ninguna libación? —Derramó la mitad de su copa en la arena—. Ofrezco este vino a todos los dioses, pero sobre todo a Atenea, la de los ojos grises, para que nos guarde, y a ese dios que los hombres casi nunca mencionan: gentil Hades, llévate sólo a los viejos y deja que los jóvenes disfruten de su juventud.
—Qué brindis tan agorero,
strategos
—comentó Dionisio.
Filocles negó con la cabeza.
—Mañana morirán hombres. Hombres a quienes conocéis. Tal vez muráis vosotros mismos. La falta de sueño podría dejaros tan muertos como una flecha enemiga, chavales. Dudo que os encontréis mal después de repartiros un odre de vino, pero creo que ya va siendo hora de que os acostéis.
—Aun así —dijo Terón, después de beber su sorbo de vino—, la noche previa a un combate prefiero oír a mi primera fila partiéndose de risa que meándose en su cerveza.
Filocles sonrió.
—¿Alguien tiene miedo?
Sátiro esbozó una sonrisa, y un silencio nervioso acogió la pregunta de Filocles, que se echó a reír.
—Sois una panda de mentirosos —dijo Filocles—. ¡Pero también unos valientes!
Terón rodeó los hombros del espartano con un brazo.
—¿Sabes una cosa, Sátiro? Éste será mi primer combate en una falange. Tengo tanto miedo que no puedo dormir.
Alzó su copa. Filocles se la cogió y la apuró.
—Este será mi undécimo combate en una falange en un campo grande. —Miró a los muchachos, que a su vez lo miraban a él, la viva imagen del guerrero—. Tengo tanto miedo como cualquiera de vosotros; más, porque sé a qué me enfrentaré mañana. Pero escuchad, ahora nada de filosofía, chavales, sólo cuenta el bronce, como decimos en Esparta. Mantened vuestra posición en la formación, atravesad su línea de picas tan rápido como podáis y todo irá bien. Somos bastante buenos, realmente. Mañana veréis lo buenos que somos.
—¿Venceremos, Filocles? —preguntó Dionisio.
Filocles se rascó la cabeza como un granjero.
—No lo sé, chico. Deberíamos perder. Tolomeo está corriendo un riesgo muy grande. En su ejército todavía hay hombres, macedonios, que quieren que perdamos. De modo que los griegos y los egipcios tenemos que luchar con más brío del normal. ¿Lo entendéis? Y ahora, a dormir.
Y le obedecieron.
312 a. C
Estratocles tenía un montón de tiempo para estar furioso consigo mismo.
Lo peor de todo era que se había equivocado. Él, el gran filósofo político, había apostado por el caballo equivocado en la misma medida en que Demóstenes lo había hecho con Alejandro. No era que Demetrio
el Rubio
fuese incompetente. Era despiadado y tenía una inteligencia brillante, y su voluntad era firme. Simplemente era demasiado joven e inflexible para estar al mando de un ejército. Sus propias brillantez y belleza nublaban su juicio. Se consideraba hijo de los dioses y se comportaba como tal. Y no cambiaba de opinión aunque los acontecimientos demostraran que iba errado.
Estratocles contemplaba el fracaso de la estrategia del niño dorado, negando con la cabeza en silencio. No necesitaba espías para saber hasta qué punto estaba perdiendo la guerra de incursiones su caballería: veía a los heridos, las sillas vacías, la indignación de los nobles medos y saka.
Por otra parte, sus redes de informadores y mensajeros puntualmente pagados trabajaban sin cesar, y Estratocles recibía no menos de dos informes diarios sobre la traición de los macedonios de Tolomeo. Los Compañeros de Infantería, la élite del ejército de Tolomeo, cambiaría de bando en cuanto comenzara el combate. El trato estaba sellado. Cuando cambiaran de bando, todos los macedonios del campo sabrían quién sería el vencedor, y el niño dorado debería su trono a un astuto ateniense y a sus redes de informadores.
—Si fuese luchador —comentó Estratocles a la que antaño fuere la víctima de su secuestro—, Demetrio estaría en el borde de la arena, con un pie en la línea, perdiendo por dos asaltos a uno.
—Hummm —dijo Amastris—. ¿Por qué me trajiste aquí?
—Tenía al chico y a su padre en más alta estima de la que merecen —contestó Estratocles. Habiendo iniciado una senda de escrupulosa sinceridad, no se desvió—. Cabría decir que me equivoqué.
Amastris asintió.
—¿Excepto?
Estratocles abrió las palmas de las manos.
—Ay,
despoina
, hay cosas que ni siquiera tú estás en condiciones de oír todavía. Tienes otras lealtades. Digamos que tengo los medios para salvar al niño dorado de su propia locura.
—Y así lograr que esté más en deuda contigo de cuanto lo hubiese estado de haber sido tan competente como te imaginabas.
Amastris se acomodó en sus cojines y le sonrió. No tenía ningún reparo en mirarlo a la cara.
—Eres una alumna aventajada —dijo Estratocles, y Amastris sonrió radiante ante semejante cumplido.
Estratocles siempre había concebido sus planes en capas, de modo que cuando una capa fallaba, tenía otra de reserva; a veces dos o tres. Miró a su nueva alumna del arte de gobernar, y pensó cariñosamente en su nueva reserva.
En el palacio de campaña de Demetrio, un complejo de tiendas tan grande como el de Jaxartes capturado en Atenas, tenía a un joven rehén. Un chico guapo y ceñudo que sostenía tener por padre al mismísimo Alejandro. Heracles.
En Macedonia, Heracles era un rumor. Ahora que Estratocles lo había visto con sus propios ojos, costaba resistirse a conspirar. Le costaba no imaginar lo que podría conseguir para Atenas, para el mundo, teniendo como tenía al heredero de Alejandro y a aquella brillante chica.
La volvió a mirar y supo que no era para él. Como tampoco la satrapía de Frigia. De pronto le parecía una ambición limitada, una vida desperdiciada. Él no necesitaba ser el señor de una rica provincia. En cambio, podría ocupar un lugar detrás del trono de la tierra como consejero de confianza, y convertirse así en las manos, las sutiles manos, que llevarían las riendas del estado. Atenas sería la ciudad más rica del mundo, y a él le erigirían una estatua de bronce en la Acrópolis.
—¿Has visto al joven que hace llamarse Heracles? —preguntó a su estudiante.
Amastris se permitió sonreír.
—Sí.
—Es el hijo de Alejandro. Es fácil que se convierta en el jugador más importante de este tablero —dijo Estratocles, mesándose la barba.
—Es más joven que mi Sátiro, y la única experiencia que tiene es la de ser un rehén.
Amastris hizo una seña para que le sirvieran vino.
—Su experiencia no es la cuestión —respondió Estratocles—. La cuestión es su sangre.
—¡Ah! —contestó Amastris.
—Un hijo vuestro, el nieto de Alejandro, podría garantizar el futuro de Heráclea para siempre —dijo Estratocles con cautela.
Amastris no se ruborizó, sino que sonrió con recato y meneó la cabeza.
—O convertir a mi ciudad en el objetivo de cualquier aventurero que tenga un ejército —dijo—. Y con ella, a mi hijo y a mí.
—¡Ah! —respondió Estratocles y ambos se echaron a reír.
Sin embargo, Estratocles hizo llamar a Lucio y le dio una serie de instrucciones muy precisas.
De modo que, si bien Estratocles tenía un montón de tiempo para estar furioso consigo mismo, no lo estaba. Estaba demasiado entretenido conspirando.