—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Diodoro.
Él y Eumenes habían llegado mientras el sol brillaba lo suficiente para trabajar. Una barcaza descargaba pacas de leña para las fogatas; como decían los egipcios, en el desierto no había suficiente leña ni para construir una balsa para una hormiga.
Sátiro escuchaba con atención porque el campamento era un hervidero de rumores sobre los planes del espartano.
—Tengo intención de convocar una asamblea del
taxeis
esta noche. ¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Filocles.
Diodoro se rio.
—La mayoría de tus hombres no son griegos.
Filocles se encogió de hombros.
—Eso lo dices tú. Cuando se trata del deseo de justicia, y del deseo de que cada hombre pueda expresar su opinión, ¿quién no es griego? ¿Quieres que mate a esos hombres de inmediato, como castigo ejemplar?
—Así es —contestó Diodoro—. Eso es exactamente lo que quiero.
Filocles negó con la cabeza.
—Pues entonces necesitas a otro comandante para esta unidad,
strategos
.
La cena fue buena porque las gabarras estaban a menos de un estadio y abundaban la comida y la leña. Con tan sólo cinco días de marcha a sus espaldas, la falange de Egipto era más dura y capaz que cuando abandonaron la ciudad en un ambiente de amotinamiento. Los hombres cocinaban, dormían, comían, hacían el equipaje y reanudaban la marcha sin demasiado alboroto. Pero la asamblea era una nueva aventura, y además peligrosa, porque contenía un elemento de muerte.
Los helenos sabían a qué atenerse, de modo que todos los hombres se reunieron formando un gran círculo en el fresco aire nocturno. Encima de ellos, el telón entero de los cielos se vía tachonado de estrellas que brillaban como fuegos distantes. No faltaba un solo hombre, ni siquiera los que tenían fiebres palúdicas o las diarreas que al parecer provocaba el consumo excesivo de agua del Nilo, al menos a los griegos.
—¡Soldados! —La voz de Filocles sonó tan fuerte como la de cualquier sacerdote—. Estos hombres han desobedecido mis órdenes y las del ejército. En Esparta, en Atenas, en Macedonia, estos hombres pagarían con su vida. Pero sólo —su voz se impuso al murmullo de los hombres—, sólo si la asamblea de su regimiento lo aprobase. ¿Quién de vosotros hablará en nombre del ejército, acusando a estos hombres de su crimen?
Filocles clavó los ojos en Sátiro, que salió al frente en medio del silencio.
—Yo seré la acusación —dijo Sátiro.
Filocles miró en derredor.
—¿Quién hablará en nombre de estos hombres?
Los dos culpables miraron sonrientes a sus camaradas, y se sorprendieron al ver que muchos rostros los miraban serios. Finalmente Abraham dio un paso al frente.
—Yo seré la defensa—dijo.
Sátiro lo miró, sorprendido de que su amigo se opusiera a él, pero luego se encogió de hombros, entendiendo que Abraham tenía tan pocas ganas de defenderlos como él de hablar contra ellos. Se trataba de un deber.
El capítulo de cargos fue breve y condenatorio, dado que lo presentó el comandante de la falange.
Sátiro hizo varias preguntas para corroborar su culpabilidad y luego se encogió de hombros. Había leído todas las causas vistas en Atenas, podía citar a Isócrates, por ejemplo, pero aquél no parecía un lugar apropiado para tales alardes de retórica.
—Si robamos a los campesinos —preguntó Sátiro a los silenciosos hombres de la falange—, ¿por qué tendrían que ayudarnos? ¿Y en qué nos convertimos, sino en enemigos, igual que los que vienen a conquistar?
Sus palabras dieron en el clavo; pudo verlas, como una flecha disparada de lejos que, tras un compás de espera, acierta en la diana. Inclinó la cabeza a Filocles y se hizo a un lado. Abraham se adelantó.
—No soy griego —dijo—, pero creo que los griegos llevan razón en esto, en que un hombre debe ser juzgado con arreglo a la voluntad de sus camaradas. Porque sus camaradas son los más capacitados para juzgar el crimen. —Abraham se volvió, de modo que se dirigía a los egipcios, que llenaban la mitad del círculo—. Os lo pregunto a todos: ¿quién no ha comido carne robada durante la última semana? ¿Quién no ha hurtado una botella de cerveza de miel? Que ese hombre vote que estos bellacos deben morir. En lo que a mí respecta, no soy hipócrita. Mi amigo os ha dicho por qué perjudicamos a nuestra propia causa cuando robamos, y lleva razón. Yo no volveré a comer un cabrito robado. Pero hasta que el sabor de esa comida robada desaparezca de mis labios, no condenaré a otro a muerte.
Filocles reprimía una sonrisa cuando se adelantó a los abogados.
—Ambos habéis hablado bien.
Miró en torno a él. Quinientos hombres guardaban un silencio casi absoluto.
—Recordad este momento —dijo Filocles a la asamblea—. Este es el momento en que comenzáis a ser soldados. —Miró en derredor con aprobación, y aun así siguieron callados—. Bien, todos coméis cabritos. ¿Cómo debería castigarlos? Ni siquiera su abogado los ha declarado inocentes.
Namastis se puso al frente de los egipcios.
—¿Los dos recibirán el mismo castigo? —preguntó.
Filocles puso los brazos en jarras.
—¿A ti qué te parece? —replicó—. No me hagas enfadar, sacerdote.
Namastis negó con la cabeza.
—Es difícil cambiar las viejas costumbres —dijo—. Si quieres castigarlos a los dos de igual manera —prosiguió—, que acarreen cazuelas con los campesinos hasta que te parezca oportuno devolverlos a la formación.
Los hombres reunidos en la oscuridad dejaron escapar una especie de suspiro.
—¡Joder! —dijo el heleno culpable, un infante del
Jacinto
.
—¡Silencio! —gritó Filocles—. ¿Alguna opinión discrepante?
Hubo otro murmullo, como el del viento en un campo de cebada, pero ningún hombre se pronunció.
Filocles asintió bruscamente.
—Terón, coge a los dos mejores escuderos y que presten el juramento de la falange. Estos hombres llevarán su equipo. Si alguno de vosotros deserta, será condenado a muerte. Servid, y quizá se os rehabilitará. —Filocles levantó la voz—. ¿Estáis de acuerdo, hombres de Alejandría?
La asamblea asintió dando un grito que llenó la noche.
Al octavo día llegaron a Peleosiaco, donde montañas de trigo y cisternas de agua fresca los aguardaban junto a barcazas cargadas de leña y decenas de miles de balas de forraje para la caballería. Doce mil esclavos públicos trabajaban en la preparación del terreno bajo un sol abrasador, levantando plataformas de troncos y arena y material de relleno traído desde el Sinaí e incluso del río. Las murallas tenían cuatro veces la altura de un hombre y las plataformas sustentaban máquinas de Ares capaces de disparar lanzas o rocas a tres estadios de distancia. Al norte estaba el mar, y al sur las mortales marismas, que no ofrecían la menor esperanza a un ejército. Incluso con la brisa del mar, el hedor del limo de la ciénaga se imponía al de los caballos, los camellos y los excrementos de los hombres.
Sátiro marchó con el resto de la falange a un campamento montado con antelación y entregó su equipo a un esclavo para que lo limpiara. Disponían de tiendas. Por descontado, dentro de las tiendas de lino faltaba el aire, hacía un calor sofocante y entraba luz a raudales, pero el alcance de la planificación de Tolomeo resultaba asombrosa. Sátiro apoyó su escudo contra una sección de la muralla y dejó la lanza en un soporte construido para tal fin.
Más tarde, después de una cena cocinada por esclavos públicos con suficiente cordero para saciar a todo el mundo, Sátiro fue a reunirse con sus tíos y los oficiales de éstos: Andrónico, el hipereta de los
hippeis
de exiliados, Crax y Eumenes, que contemplaban el Sinaí y el camino de Gaza.
—No estamos condenados en absoluto —dijo Filocles—. He subestimado a nuestro Granjero.
Diodoro se rio.
—Así tenía que ser. Pero ojo, si los macedonios se hubiesen amotinado, nunca habríamos llegado aquí. ¡Mirad esto! Todos los soldados van a ver las murallas y el campamento, las tiendas, los fosos con estacas… ¡y los almacenes! Y todos ellos dirán lo mismo.
—Tolomeo podría defender esto con esclavos —dijo Filocles—. Con ratones.
—Algo por el estilo —dijo Diodoro. Llevaba vino en una cantimplora, y la ofreció a los demás.
Sátiro estaba intimidado en presencia de tantos veteranos, pero se armó de valor para hablar.
—Bien —dijo—, ¿cuándo entraremos en combate?
Diodoro se rio y dio una palmada en la espalda a Sátiro.
—Eso es lo mejor de todo, chaval. No vamos a combatir. Demetrio quizá sea un niñato, pero no es idiota. Echará un vistazo a esto y propondrá un acuerdo. Luego dará media vuelta y se marchará por donde ha venido.
—O sea que nadie vence —dijo Sátiro—. Y Amastris se queda con el traidor.
Diodoro negó con la cabeza, pero Eumenes, que siendo más joven tal vez entendía mejor a Sátiro, intervino.
—No es verdad, Sátiro. En primer lugar, vencemos nosotros. Nuestro objetivo siempre ha sido defender Egipto. Vencemos. Es importante que un soldado entienda este concepto. En segundo lugar —se encogió de hombros—, me consta que no es lo que relata Homero, pero sospecho que ahora mismo los tíos y el padre de Amastris, los demás señores del Euxino y un buen número de otros entrometidos ya están hablando por ella. Y cuando el rubio vea estas murallas y ponga el rabo entre las piernas, bueno…
Eumenes miró a los demás oficiales, y los tres sonrieron.
—Bueno… ¿qué? —preguntó Sátiro, debatiéndose entre el enojo por ser tratado como un niño y la conciencia de que, para aquellos hombres, lo era—. ¿Qué, Eumenes?
—Lo más probable es que proponga un tratado para alimentar a sus hombres —dijo Filocles—. Amastris será parte del precio para comprar ese grano.
Sátiro escupió indignado.
Diodoro flexionó los músculos debajo de su coraza.
—Tengo ganas de quitarme este bronce de encima. Sátiro, comparto tu indignación. Te pareces mucho a tu padre cuando te enfadas.
Filocles rodeó los hombros de Sátiro con un brazo.
—Cuando crezca será clavado a Kineas.
—Igual que su hermana —dijo Diodoro, y todos se rieron, incluso Sátiro.
Transcurrió casi una semana antes de que vieran a los primeros exploradores del enemigo, y otra más antes de que Demetrio llegara con su infantería.
La caballería salió del fuerte y hubo refriegas. Los
hippeis
de Tanais regresaron de sus incursiones con prisioneros, mayormente sakje y medos, y Seleuco, el nuevo segundo de Tolomeo, ganó una batalla de caballería en algún lugar del camino a Nabatea. Los piqueros de las falanges no participaron en ninguna de aquellas acciones. Mataban el rato descansando en el campamento. Pero la falange de Egipto hacía instrucción todo el día, a diario. Marchaban arriba y abajo por los caminos, y cargaban a campo abierto y en terreno accidentado, y cavaban en los fosos de las murallas cuando se lo ordenaban, porque Filocles se negaba a dejarlos ociosos.
Trabajaban más duro que nadie, con la salvedad de los esclavos.
Melita los observaba marchar, sentada en la gran muralla levantada sobre el terraplén, con las piernas colgadas para que le diera la brisa, piernas que no llamaban la menor atención en un campamento tan lleno de jóvenes campesinas. Ese pensamiento le hizo sonreír. Bajo sus pies veía desfilar a Jeno, a Sátiro y a los demás muchachos que conocía, como Dionisio, que, con el pelo pegado a la cabeza por un solideo, estaba haciendo un comentario sarcástico a propósito de un compañero de filas. Cantaban el Peán de Apolo para marcar el paso y lo hacían tan bien que la conmovieron.
—¿Bión? ¡Bión!
Un oficial. Encogió las piernas y saltó al camino de grava compactada que utilizaba la guardia.
—¡Filarco! —gritó con su voz más grave.
Idomeneo era cretense, como casi todos los arqueros expertos. Llevaba armadura acolchada y un arco enorme, y Melita sospechaba que aquel mercenario con perilla sabía que era una chica, pero le traía sin cuidado. Melita lo saludó tal como le habían enseñado.
—Presta atención, chaval. Voy a coger a mis cien mejores arqueros. Saldremos con otros tantos jinetes de caballería e intentaremos una emboscada. Es probable que haya algo de botín. ¿Qué me dices?
—Voy a por mi equipo —contestó Melita.
—No corras tanto, potrillo. Al ocaso, en el campamento de los exiliados. —Sonrió—. Son profesionales. No nos dejarán morir, creo.
Melita esperó que su rostro no dejara traslucir su reacción. «Exiliados» era como el ejército de Tolomeo llamaba a los
hippeis
de Tanais que estaban a las órdenes de Diodoro. Su gente, gente que la reconocería.
Demasiado tarde para echarse atrás.
—Allí estaré —dijo.
Melita aceptó las burlas de sus iguales cuando apareció en la parada con pantalones persas comprados a un esclavo. Como la mayoría de ellos, llevaba un gran sombrero de paja, del tamaño de un
aspis
, y la cabeza envuelta en lino para resguardarse del sol. Quedaba muy poco de Melita, la hija de Kineas, a la vista.
Los cien
toxotái
elegidos más que desfilar pasearon a través del campamento. Los buenos arqueros eran especialistas, igual que los artesanos, y no estaban sujetos a la misma disciplina que los hombres de las falanges. De hecho, se reían de los falangitas en cuanto tenían ocasión.
La caballería era harina de otro costal. Los jinetes solían tener cierta distinción social y consideraban inferiores a los soldados de infantería. Melita, siendo hija de los sakje, participaba de ese desdén, y le resultaba extraño ser objeto de la mordacidad de hombres a quienes conocía cuando mostraban semejante actitud.
—¡Por Plutón, cómo huelen! —dijo Crax, riendo al adelantar al trote a los
toxotái
, llegando a rozar a Melita con su caballo. Se detuvo y se inclinó hacia Idomeneo.
—¿Esto es lo mejor que tienes? ¡Parecen enanos, Ido!
Crax señaló a Melita.
—Ése no puede tener más de doce años.
El capitán de Melita no se enojó. En lugar de eso, señaló a Bión.
—Sal de la formación —dijo—. Encuerda tu arco.
Crax se rio.
—Bueno, al menos es lo bastante fuerte para doblarlo. Oye, eso es un arco sakje, chaval.
Años de práctica permitieron que Melita encordara el arco en un periquete. Sin aguardar una orden, puso una flecha en la cuerda, eligió una diana, una diana de jabalina en la otra punta de la plaza de armas de los Exiliados, a más de medio estadio de distancia, y tiró. La flecha se elevó, se movió un poco, empujada por la brisa vespertina y dio de pleno en la diana, desplazando el escudo de madera.