Titus Groan (53 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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Pirañavelo sujeta con una mano la oscura figura, que no intenta escapar, y el doctor clava hábilmente una delgada aguja en la muñeca de su señoría, inyectándole una droga de tan extraña potencia que cuando dan la vuelta al paciente, Pirañavelo se sorprende al ver que el rostro del conde tiene ahora un color verde terroso. Pero también los ojos han cambiado y son otra vez los ojos humanos, sobrios y pensativos que el castillo conoce tan bien. Los dedos ya no están encorvados; las garras han desaparecido.

—Ten la bondad de correr la cortina —dice el doctor, incorporándose junto a la cama y poniendo otra vez la jeringa en la cajita de plata. Luego junta las manos y entrechoca pensativamente las yemas de los afilados dedos blancos. Las cortinas cerradas al amanecer modifican con una luz misericordiosa el color del rostro del conde.

—Eso sí que ha sido un trabajo rápido, doctor. —Pirañavelo se balancea sobre los talones—. ¿Y ahora qué va a pasar? —Chasquea la lengua con aire meditabundo, mientras espera la respuesta de Prunescualo—. ¿Qué droga era ésa, doctor?

—No estoy de humor para preguntas, querido muchacho —responde Prunescualo mostrando a Pirañavelo todos sus dientes, pero sin ninguna alegría—. No estoy de humor en absoluto.

—¿Y qué hay del Almuerzo? —dice Pirañavelo, sin descorazonarse.

—Su señoría
asistirá
al Almuerzo.

—¿Podrá hacerlo? —dice el joven, examinando la cara del conde—. ¿Y qué me dice de ese color?

—Dentro de media hora la piel será otra vez normal. El conde estará allí… Ahora, ve a buscar a Excorio y un poco de agua hirviendo y una toalla. Hay que lavarlo y vestirlo. Date prisa.

Antes de abandonar la habitación, Pirañavelo se inclina sobre lord Sepulcravo y silba entre dientes una nota desafinada. El conde ha cerrado los ojos y tiene en la cara una calma que había estado ausente durante muchos años.

UN PÓMULO SANGRANTE

PIRAÑAVELO TIENE DIFICULTADES para encontrar a Excorio, pero al fin da con él en la Habitación de los Gatos, cuya iluminada alfombra azul pisaron juntos en circunstancias muy diferentes, hace un año ahora. Excorio acaba de salir de los Pasadizos de Piedra, y tiene un aspecto deplorable, con una larga madeja de telarañas sucias colgándole del hombro. Al ver a Pirañavelo, los labios se le curvan hacia atrás, como un lobo.

—¿Qué quieres? —dice.

—¿Cómo está, Excorio? —dice Pirañavelo.

Los gatos descansan en montón sobre una otomana de cabecera y pies labrados que se elevan en una intrincada maraña de tracería dorada, como si dos tambaleantes olas hubieran quedado suspendidas en el aire del atardecer y el hueco entre ellas se hubiera llenado de espuma. Los gatos no emiten ningún sonido, ni tampoco se mueven.

—El conde lo necesita —prosigue Pirañavelo, disfrutando ante la inquietud de Excorio. No sabe si el criado se ha enterado de la enfermedad del conde.

Excorio lanza involuntariamente el desgarbado cuerpo hacia adelante al oír que su señoría lo necesita, pero se endereza después de una primera zancada hacia la puerta y mira con aún más sospecha y acritud al joven de inmaculado traje negro.

De súbito, sin medir las posibles consecuencias y olvidando su meticulosidad característica, Pirañavelo se abre los ojos con el índice y el pulgar de cada mano. Desea comprobar si la delgada figura que tiene delante ha visto al conde en sus momentos de locura. Cuenta realmente con que Excorio no lo haya visto, en cuyo caso el hecho de poner los ojos redondos como un búho no significaría nada para el criado. Pero en esta temprana mañana ha cometido uno de sus pocos errores.

Con la cara roja de cólera ante este insulto al conde, Excorio lanza un grito ronco y entrecortado mientras se tambalea hasta el diván, alarga una mano huesuda, agarra por la cabeza a un gato de la cumbre nevada, y lo lanza contra su verdugo. Mientras tanto, una figura femenina corpulenta y embozada entra en la habitación. El proyectil viviente, arrojado contra la cara de Pirañavelo, estira una pata blanca, y cuando el joven aparta la cabeza, cinco uñas le abren en el pómulo unos triangulares surcos rojos, justo debajo del ojo derecho.

El aire se llena al momento con el griterío de un centenar de gatos que trepan por las paredes y los muebles, brincando y corriendo por la alfombra azul a la velocidad de la luz, y dando al cuarto el aspecto de un remolino blanco. La sangre que le baja a borbotones por el cuello le parece a Pirañavelo caliente como el té cuando le resbala por el estómago. La mano que se ha llevado automáticamente a la cara en un vano intento de parar el golpe, palpa la mejilla al tiempo que da un paso atrás, y se empapa en sangre las puntas de los dedos.

El gato ha acabado su vuelo contra la pared, cerca de la puerta por la que acaba de entrar la tercera figura. Al caer al suelo hecho un ovillo y medio aturdido, con los triángulos de piel cetrina de Pirañavelo en las garras de la pata delantera izquierda, ve la figura que se yergue encima de él; se arrastra con un gemido a un paso de la visitante, y con un esfuerzo superfelino salta a la altura de los enormes pechos, donde se queda enroscado; los ojos asoman como lunas amarillas sobre la blancura de las ancas.

Excorio aparta los ojos de Pirañavelo. Le ha gustado ver la sangre roja borbotando en la mejilla del advenedizo, pero ahora la satisfacción se le ha acabado, y mira estupefacto los ojos severos de la condesa de Groan.

La gran cabeza se le ha puesto de un horrible color granza pálido. Los ojos son implacables. No tiene el menor interés en conocer el motivo de la pelea entre Excorio y ese joven Pirañavelo. Lo único que sabe es que uno de sus gatos blancos ha sido estrellado contra la pared.

Excorio espera a que ella se acerque. La huesuda cabeza está totalmente quieta. Las manos flojas le cuelgan a los lados desmañadamente. Se da cuenta del delito que ha cometido, y mientras espera, su mundo de Gormenghast —su seguridad, su amor, su fe en la Casa, su lealtad— se cae en pedazos.

La condesa está a un palmo de Excorio y el aire parece ahora más pesado.

Habla con una voz muy ronca: —Había decidido tumbarlo de un golpe —dice lentamente—. Eso es lo que pensaba hacer con él. Romperle los huesos.

Excorio alza los ojos y ve al gato blanco, a unas pocas pulgadas. Le mira los pelos del lomo; los pelos se han convertido en cerdas y el lomo es un montecillo de afilada hierba blanca.

La condesa vuelve a hablar en voz más alta, pero tan ahogada que Excorio no entiende lo que dice. Al fin consigue oír: —Ya no existes, para nada. Estás acabado.

La condesa acaricia suavemente el cuerpo del gato blanco y la mano le tiembla involuntariamente.

—He acabado contigo —dice—. Gormenghast ha acabado contigo. —Le cuesta hacer salir las palabras de la enorme garganta—. Estás acabado…, acabado. —De repente se le desata la voz—. ¡Pedazo de bruto! —grita—. ¡Cretino, inconsciente y cruel! ¡Fuera! ¡Fuera! El Castillo te expulsa.
¡Lárgate!
—ruge, con las manos en el pecho del gato—. Tus largos huesos me ponen enferma.

Excorio levanta más la pequeña y huesuda cabeza. No logra explicarse qué ha pasado. Sólo sabe que es algo espantoso que en estos momentos no alcanza a sentir, pues su propio horror está envuelto en una especie de parálisis, como bajo una almohadilla. La luz de la mañana se ha puesto a bailar de pronto en el ventanal, y un reflejo verdoso brilla en los hombros de la grasienta chaqueta negra de Excorio. Con un pañuelo empapado de sangre en la cara, Pirañavelo lo observa golpeando las uñas sobre una mesa. No puede dejar de advertir una cierta nobleza en la cabeza del viejo criado. Además, ha demostrado ser muy rápido. Realmente rápido. He aquí algo que ha de tener en cuenta: gatos como proyectiles.

Los ojitos de Excorio inspeccionan la habitación. Por detrás de la condesa el suelo está vibrante y blanco, y la espuma serena de una marea tropical se acumula alrededor de sus pies dejando al descubierto aquí y allá pedazos de alfombra azul. Presintiendo que mira esta escena por última vez, se vuelve para marcharse, pero entonces recuerda el Almuerzo. Se sorprende al oír su propia voz triste que dice: —El Almuerzo.

La condesa sabe que el criado personal de Sepulcravo tiene que asistir al Almuerzo. Aunque hubiera matado a todos los gatos blancos del mundo, tendría que asistir al Almuerzo en honor de Titus, el futuro septuagésimo séptimo conde de Gormenghast. Esas cosas son irrefutables.

La condesa da media vuelta y se encamina hacia la ventana, después de recorrer lentamente la habitación y recoger un pesado atizador de hierro junto a la chimenea. Allí balancea pausadamente el brazo derecho hacia adelante y hacia atrás, con la misma deliberación con que la peluda pezuña de una yegua de tiro penetra en una charca de agua de lluvia. De pronto algo se quiebra y estalla al otro lado de la ventana; una ruidosa cascada de cristales cae sobre las losas de piedra, y luego silencio.

De espaldas al cuarto, la condesa mira a través del hueco estrellado del cristal. Ante ella se extiende el prado verde. Está contemplando el sol que se filtra entre los cedros lejanos. Es el día del Almuerzo de su hijo. Vuelve la cabeza.

—Tienes una semana —dice—, y después abandonarás estas paredes. Se encontrará un criado para el conde.

Pirañavelo alza los ojos y deja de tamborilear sobre la mesa. Cuando golpea otra vez un cernícalo atraviesa la estrella del cristal destrozado y se posa en el hombro de la condesa, que se sobresalta y tuerce la boca, aunque la mirada se le ha dulcificado.

Excorio se desliza hasta la puerta con tres lentos pasos de araña. Es la puerta que da a los Pasadizos de Piedra. Revuelve en los bolsillos buscando la llave, y la hace girar en el cerrojo. Necesita descansar en su propio terreno antes de regresar junto al conde, y se interna en la larga oscuridad.

La condesa se acuerda entonces de Pirañavelo. Vuelve lentamente los ojos hacia el sitio donde lo ha visto por última vez, pero ya no está allí, ni en ninguna otra parte de la habitación.

Una campana suena en el pasillo, más allá del Cuarto de los Gatos, y la condesa sabe que falta muy poco tiempo para el Almuerzo.

Advierte que unas gotas de agua le salpican la mano y ve que el cielo de la ventana se ha cubierto de nubes rosáceas y amenazadoras. De pronto, la luz se desvanece en el prado y en los cedros.

Pirañavelo, que se encamina a la habitación del conde, se detiene un momento en una ventana de la escalera y mira la lluvia que empieza a caer. Desciende del cielo en largas, rectas y aparentemente inmóviles líneas de plata rosada, rígidas en el aire, como si fueran un millón de cuerdas de arpa estiradas entre la solidez de la tierra y el cielo. Al apartarse de la ventana, oye el primer rugido de. un trueno de verano.

La condesa lo oye mientras mira por la estrella dentada del ventanal. Prunescualo lo oye mientras ayuda al conde a ponerse de pie junto a la cama. También el conde ha de haberlo oído, pues por su propia cuenta avanza un paso hacia el centro de la habitación. Tiene la cara de siempre.

—¿Ha sido un trueno, doctor? —dice.

El doctor lo observa con atención, observa todos los movimientos del conde, aunque viendo cómo se le abre la boca con la jovialidad de costumbre, nadie sospecharía que está examinándolo muy cuidadosamente.

—Ni más ni menos que un trueno, su señoría. Un estruendo verdaderamente prodigioso. Estoy esperando los acordes marciales que sin duda vendrán después de semejante obertura, ¿eh? ¡Ja, ja, ja, ja!

—¿Qué lo ha traído a esta habitación, doctor? No recuerdo haberlo hecho venir.

—Eso no tiene nada de extraordinario, su señoría. Usted no me ha mandado venir. Me han llamado hace unos minutos, y lo he encontrado desmayado, algo sin duda lamentable pero que puede ocurrirle a cualquiera. Ahora bien, me pregunto por qué se habrá desmayado. —El doctor se acaricia la barbilla—. ¿Por qué? ¿Acaso hacía mucho calor en la habitación?

El conde se aproxima al doctor.

—Prunescualo —dice—, yo no me desmayo.

—Su señoría, cuando llegué a esta habitación usted estaba sin conocimiento.

—¿Por qué me habré desmayado? Yo nunca me desmayo, Prunescualo.

—¿Puede recordar lo que estaba haciendo antes de perder el conocimiento?

El conde aparta los ojos del doctor. De pronto, se siente muy cansado y se sienta en el borde de la cama.

—No me acuerdo de nada, Prunescualo. Absolutamente de nada. Lo único que sé es que deseaba algo ardientemente, pero no sé qué era. Parece que ocurrió hace un mes.

—Voy a decírselo —interrumpe Prunescualo—. Usted estaba preparándose para ir a la ceremonia del Almuerzo de su hijo. El tiempo apremia y usted se angustia porque teme llegar tarde. De todas formas, usted está hipertenso, y con la perspectiva de la ceremonia se ha sobreexcitado. Ese deseo del que se acuerda vagamente era el de estar con su hijo de un año.

—¿Cuándo es el Almuerzo de mi hijo?

—Dentro de media hora, o para ser preciso, dentro de veintiocho minutos.

—¿Quiere decir que es
esta mañana
? —Una mirada de inquietud ha aparecido en el rostro de lord Sepulcravo.

—Esta mañana como siempre fue, como siempre es, y como siempre será o no será, bendito sea ese corazón de trueno. No, no, señoría, no se levante aún. —Lord Sepulcravo ha intentado incorporarse—. Espere uno o dos segundos y andará tan bien como el reloj más caro del mundo. No habrá que retrasar el Almuerzo. Oh no, de ninguna manera. Le quedan veintisiete largos minutos, de sesenta segundos cada uno, y Excorio ya ha de estar en camino para prepararle la ropa, naturalmente que sí.

Excorio no sólo está en camino, sino que ya ha llegado a la puerta, pues no ha querido demorarse en los Pasadizos de Piedra y se ha metido muy deprisa por un pasadizo oculto que sólo él conoce, y ha subido a la habitación de su amo. Sin embargo, ha llegado sólo un momento antes que Pirañavelo, que se escurre por debajo del brazo de Excorio y entra en la habitación.

Pirañavelo y el criado se sorprenden al ver que lord Sepulcravo parece ser el hombre melancólico de siempre, y Excorio se acerca al conde con paso arrastrado y cae de rodillas delante de él con un movimiento repentino, irresistible y torpe, golpeando con estrépito el suelo. La mano pálida y sensible del conde se posa un momento en los hombros del espantapájaros, pero dice simplemente: —Mi traje ceremonial de terciopelo, Excorio. Tan rápido como puedas. Mi terciopelo y el broche del pájaro de ópalos.

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