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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (21 page)

BOOK: Titus solo
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Niños y perros se acuclillaban hundidos en polvo blanco. Para los niños de aquel lugar, las elaboradas trincheras que en otro tiempo fueron los cimientos de proyectos de teatros, mercados o iglesias se habían convertido en campos de batalla que superaban los sueños de cualquier crío.

El día parecía adormecido. Era un día de somnolencia tácita. Trabajar en un día como aquél hubiera sido un insulto al sol.

Las mesas de café trazaban una curva que se extendía hacia el norte y hacia el sur, formando una línea de perspectiva tan raquítica como pueda imaginarse, y a estas mesas había grupos de diverso rostro, constitución y gesto. Pero había un común denominador que unía a todas esas personas. En toda aquella extensa compañía no había ni una sola que no tuviera cara de acabar de levantarse de la cama.

Algunos llevaban zapatos pero no camisa; otros iban descalzos pero llevaban sombreros de infinita variedad en todo tipo de ángulos. Tocados anticuados, capas anticuadas, jubones anticuados y vestidos ceñidos a la cintura por cinturones de cuero. En esta compañía Trampamorro se sentía a gusto, y estaba sentado a una mesa bajo un monumento a medio hacer.

Cientos de gorriones cantaban y aleteaban entre el polvo, y los más osados daban saltitos entre las mesas de café, sobre las que las tradicionales tazas sin asa y los platitos destellaban bermejos al sol.

Trampamorro no estaba solo en aquella mesa. Aparte de una docena de gorriones, que espantaba de vez en cuando con el dorso de la mano como si estuviera quitando unas migas, había una multitud de rezagados humanos. Una multitud que se dividía a grandes rasgos en tres grupos. La primera de estas segregaciones rondaba en torno a la persona del propio Trampamorro, pues jamás habían visto a un hombre tan relajado o tan indiferente a sus miradas; un hombre tan despatarrado en su silla y en un estado tan indolente de colapso supremo.

Eran maestros en el arte de no hacer nada y, sin embargo, nunca habían visto algo que pudiera compararse a la forma en que aquel enorme holgazán se conducía. Al parecer, era un símbolo de todo aquello en que creían inconscientemente, y lo observaban como si se tratara de un arquetipo de ellos mismos.

Veían el gran timón de su nariz; la testa arrogante. Pero ignoraban que dentro había un fantasma. El fantasma de Juno. Y por eso su mirada parecía tan distante.

Junto a Trampamorro, como un imán bajo la luz suave y caliente, estaba su coche. La misma bestia recalcitrante de sangre caliente. Como tenía por costumbre, la había atado, porque a veces, sin más ni más, era capaz de saltar un metro en una especie de movimiento reflejo, mientras el agua burbujeaba en sus tripas oxidadas. Ese día su noray era el monumento medio erigido a algún anarquista olvidado. Allí estaba, atada, inquieta. La viva imagen de la irritabilidad.

El tercero de los tres centros de interés estaba en la parte trasera del vehículo, donde el monito de Trampamorro dormía al sol. Nadie por aquellas tierras había visto nunca un simio, y observaban a aquella criatura no sin miedo, especulando con las ideas más disparatadas.

Desde la tragedia, este animal estaba más próximo a Trampamorro que nunca, y se había convertido en un símbolo de todo lo que había perdido. Y no sólo eso, en una amarga región de su mente mantenía doblemente vivo el recuerdo del horripilante holocausto, cuando las jaulas se doblaron y sus pájaros y sus animales gritaron por última vez.

¿Quién hubiera podido imaginar que, detrás de aquella formidable frente, que parecía una torre de ajedrez, había una mezcla tan extraña de recuerdos y pensamientos? Porque, por la forma en que estaba sentado, parecía que no había nada en su cabeza. Y sin embargo, en la penumbra de su cerebro, contenida por el meridiano del cráneo, su Juno deambulaba por el bosquecillo de cedros, Titus avanzaba de noche y dormía de día en su camino a… ¿Adónde? Su monito se había dormido hecho un ovillo, con un ojo abierto, y se rascó una oreja. El silencio zumbaba como una abeja en una flor.

Los que miraban al monito, los que miraban el vehículo y los que observaban a Trampamorro desde una corta distancia… todos volvieron su atención a aquel extranjero; porque éste, agarrándose a los lados de la silla de tal forma que a punto estuvo de romperla, se irguió.

Entonces, muy despacio, echó la cabeza atrás, hasta que su rostro quedó mirando al cielo. Pero los ojos, como si quisieran demostrar que no podían ser negados por el ángulo del rostro que los albergaba, miraban hacia abajo, segando como una guadaña con su línea de visión el pálido campo de vello que cubría su pómulo, lo que para un insecto sería como un campo de cebada.

Pero lo que él veía no era la escena que tenía ante él, con todos sus detalles, sino el recuerdo de otros tiempos, no menos vividos, no menos reales.

Flotando en las espirales de su juventud, veía una sucesión de imágenes irrelevantes; tiempos de antes de conocer a Juno, y a otras cien mujeres. Días de extravagancias; días de libertad en los que se escabullía y que pasaba tumbado sobre las altas rocas, o en los claros de los bosques hasta que adquiría su color, con su arrogante nariz apuntando al cielo como un timón. Y, mientras estaba allí sentado, echado precariamente hacia atrás en su silla, rodeado de una horda de mirones harapientos que hubieran sacado de quicio al mismísimo Satán, una vieja voz exclamó:

—¡Entradas para la puesta de sol! ¡Compren, compren, compren! A penique el asiento, señores. Un penique por la vista. —Los graznidos parecían salir a trompicones de la árida garganta del vendedor, una figura diminuta vestida de un indescriptible negro. Su cabeza sobresalía del cuello roto de forma similar a como sale la cabeza de una tortuga del caparazón, desarrugando el cuello, con los ojos como cuentas, o joyas de azabache.

SESENTA Y SIETE

Entre cada uno de sus gritos estrangulados, el anciano volvía la cabeza y escupía, hacía girar los ojos, echaba atrás su pequeña cabeza huesuda y ladraba al cielo como un perro.

—Compren, compren. ¡Un asiento para la puesta de sol! Cojan una todos. Dicen que será rojiza, verde y gris. Un penique. Sólo un penique.

Fue pasando entre las mesas y no tardó en llegar a donde estaba Trampamorro. El viejo se detuvo, con la boca abierta, pero ningún sonido brotó de ella durante un rato, tan absorto había quedado por la visión de aquel nuevo rostro.

Las sombras de ramas y hojas se proyectaban sobre la mesa como encaje y se movían imperceptiblemente. La delicada sombra de la fronda de una acacia fluctuó como un ser vivo sobre la frente huesuda de Trampamorro.

Al final, el viejo vendedor cerró la boca y volvió a empezar.

—Un asiento para la puesta de sol, rojiza, verde y gris. ¡Dos peniques la entrada sin asiento! ¡Tres con asiento! Un penique entre los árboles. ¡La puesta de sol a sus malditos pies, amigos! Compren, compren, compren.

Mientras Trampamorro observaba al viejo con los ojos entornados, volvió a hacerse el silencio, un silencio cálido y espeso, dulce como la muerte.

Al final, Trampamorro musitó con suavidad:

—¿De qué está hablando este hombre, en el nombre de la mortalidad y toda su descendencia, de qué habla?

No hubo respuesta. Volvió a hacerse el silencio, un silencio perplejo ante la idea de que pudiera haber alguien que no entendiera lo que decía aquel viejo.

—Rojiza, verde y gris —siguió diciendo Trampamorro como si hablara para sus adentros—. ¿Son ésos los colores del cielo esta noche? Queridos míos, ¿
pagáis
por ver la puesta de sol? ¿No es gratis la puesta de sol? Dios, Dios, ¿ni siquiera la puesta de sol es gratis?

—Es lo único que tenemos —dijo una voz—, eso y el amanecer.

—No se puede confiar en el amanecer —dijo otro, con tanto patetismo que parecía que tenía alguna rencilla personal contra la atmósfera teñida.

El vendedor de entradas se inclinó hacia adelante y escrutó a Trampamorro más de cerca.

—¿Gratis, dice? ¿Cómo va a ser gratis? Con esos colores que son como el pecho enjoyado de una reina. ¡Gratis! ¿Es que no hay nada sagrado? Compre una localidad, señor Gigante, y véala cómodamente… Dicen que es posible que haya pinceladas de pardo rojizo, y salmón cuajado en las franjas más altas. ¡Y todo por un penique! ¡Compren, compren, compren! Gracias, señor, gracias. Para usted, los bancos de cedro, señor. Bendito sea.

—¿Y qué pasa si el viento decide cambiar de dirección? —dijo Trampamorro—. ¿Qué pasará entonces con su luz verde y rojiza? ¿Me devolverá mis peniques? ¿Y si llueve? ¿Eh? ¿Y si cae un aguacero?

Alguien le escupió a Trampamorro, pero él no hizo nada, aparte de sonreírle al individuo con un ángulo tan curioso de los labios que el hombre sintió un escalofrío en la columna.

—Esta noche no habrá viento —dijo una voz—. Una ráfaga o dos. El verde será como cristal. Quizá un tigre sacrificado se alejará flotando por el sur. Quizá la sangre de sus heridas goteará por el cielo… pero no…

—¡No! ¡Esta noche no! ¡Esta noche no! Verde, rojiza, gris. —Yo he visto puestas de sol negras como el hollín en regiones occidentales, removidas por la sangre de los gatos. He visto puestas de sol como un rebaño de rosas: flotando, con sus bellos traseros en la superficie. En una ocasión vi el pezón de una reina… el sol… estaba rosa como un…

SESENTA Y OCHO

Más tarde, aquella misma noche, Trampamorro y el pequeño mono se separaron de la multitud boquiabierta y siguieron en el coche lentamente una harapienta caravana que, serpenteando aquí y allá, finalmente desapareció en un bosque sin pájaros. Del otro lado de este bosque, había una terraza herbosa, si es que semejante palabra se puede utilizar para describir aquel fértil terraplén, cuyo lado occidental descendía en picado durante trescientos metros hasta las copas de unos árboles en miniatura suspendidas como pestañas envueltas en la bruma del atardecer.

Cuando llegaron a la terraza con envolventes vistas que se extendían como secciones del globo hasta perderse en el gran vacío del silencio y la distancia, como si pretendieran formar un nuevo elemento, abandonaron el coche y se instalaron en uno de los bancos de cedro. Estos bancos, que formaban una larga línea que iba de norte a sur, estaban situados a escasos metros del borde del precipicio. Ciertamente, había quien tenía las piernas largas y, en consecuencia, sus pies colgaban por el borde del temible precipicio.

El monito debió de intuir el peligro, pues no permaneció en su asiento más que unos instantes, y entones saltó al regazo de Trampamorro y se puso a hacer muecas a la puesta de sol.

Nadie reparó en esto. Ni reparó tampoco en los fuertes dedos de Trampamorro, que acariciaban la barbilla del monito. Toda la atención y el interés que aquellas gentes harapientas habían volcado sobre el forastero y su mono había pasado a la historia. Todos los rostros estaban teñidos de un mismo tono; todos los ojos eran los ojos de un entendido. Un silencio se abatió sobre los presentes, como si el mundo hubiera dejado de respirar, y Trampamorro sacudió la cabeza en silencio, porque algo le había conmovido; algo en su interior que no podía entender. Un irritante sofoco… una burbuja de aire en una inmensa aorta… porque, de pronto, descubrió que se sentía hechizado por lo que veía allá arriba. Un circo de colores, atrapado en un remolino de aire, se había desintegrado y en su lugar un millar de animales de nube pululaban por el oeste.

A la espalda de los espectadores, muy cerca, se alzaba el lindero de los altos bosques, iluminado por el sol del atardecer, salvo cuando las sombras de los espectadores lo impedían. Ante ellos, allá abajo, el lejano valle había echado sobre sí un nuevo velo de frío. Arriba, veían las bestias; todas con sus crines y sus melenas, fuera cual fuera su especie, las ballenas igual que los leones, los tigres igual que los cervatos.

El cielo estaba cubierto de animales, de norte a sur. Bestias de tierra y aire, levantando sus cabezas para gritar… aullar… gañir, pero no tenían voz, y sus mandíbulas quedaban abiertas, tragando aire.

Fue entonces cuando Trampamorro se puso en pie. Su semblante se había ensombrecido por una pena repentina que sólo era capaz de comprender a medias.

Y permaneció en pie, en toda su estatura, en medio de aquel silencio arrobado, temblando de arriba abajo. Durante un rato, sus ojos se mantuvieron clavados en la puesta de sol, donde los animales cambiaban de forma ante sus ojos, pasando de una especie a otra, pero impulsados en todo momento por sus melenas.

A unos metros de él, un arbusto de enebro, grande y polvoriento, se aferraba al borde del precipicio. De un solo paso Trampamorro alcanzó esta planta solitaria, la arrancó del suelo y, levantándola por encima de su cabeza, la arrojó al vacío, donde cayó y cayó.

Ahora todas las cabezas se habían vuelto hacia él. Todas, estuvieran cerca o lejos, todas se volvieron. Al verlo allí de pie, temblando, no podían saber que, al contemplar aquellos animales de nube, él estaba viendo otro lugar y otro momento: un zoo de carne y sangre. Ni sabían que el feroz visitante estaba sintiendo por primera vez la más extrema agonía por su muerte. Cada bestia que veía en las alturas le recordaba a alguno de sus animales, con plumas, escamas o garras, a alguno de especial belleza o fuerza… a algún símbolo de regiones salvajes e innombrables.

Aquellas bestias fueron su alegría en un mundo que había quedado sin alegría. Y ahora ni siquiera estaban enmolleciendo. Ni se habían convertido en ceniza, ni habían vuelto a la tierra. La ciencia las había eliminado, sin dejar rastro. La garza con su pata rota, ¿dónde estaba ahora? El lémur, que se escapó y estuvo fuera cinco meses, pero con un rostro tan soñador y una mandíbula tan llena de colmillos. ¡Oh, aniquilación! Y cada una tenía su historia particular. La captura de cada uno de los somormujos. Y, mientras el paisaje de nubes se llenaba de figuras, de jorobas, de aletas, de cuernos, y su mente se llenaba de imágenes de mortandad, el temblor iba en aumento, porque sabía que había llegado el momento de regresar al escenario de maldad suprema, juego sucio y muerte. Pues allí es donde vivían, al menos en parte, en celdas, aisladas de la luz del día.

El monito se puso a llorar con un sonido débil, triste y distante, y su amo lo pasó de un hombro al otro.

Aturdido ante la enormidad de la pérdida, por un tiempo Trampamorro se había negado a creerlo; a pesar de las pruebas; se había negado a considerar la brutal realidad de algo semejante. Y sin embargo, en ningún momento había dejado de crecer una terrible semilla bajo sus costillas, y en su boca notaba un sabor indescriptible y terrible.

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