Titus solo (18 page)

Read Titus solo Online

Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces, como si acabara de tomar una decisión, cogió a la Rosa Negra en brazos y dio una docena de pasos, hasta donde la oscuridad era más densa, y allí la dejó caer al suelo como si fuera un saco. Pero cuando se volvió para desandar sus pasos vio que alguien le esperaba.

CINCUENTA Y SIETE

Durante tan largo lapso como puede un hombre contener la respiración, no hubo ningún sonido; ninguno. Sus ojos estaban fijos en los del otro, hasta que al fin la voz de Sudario rompió el húmedo silencio.

—¿Quién eres? —dijo—. Y ¿qué quieres?

Al hablar, sus labios de cuero mostraron los dientes, pero el recién llegado, en lugar de responder, dio un paso al frente y escudriñó la oscuridad, como si estuviera buscando algo.

—¡Te he preguntado quién eres! Tú no perteneces a este lugar. Éste no es tu sitio. Eres un intruso. Vete hacia el norte o…

—He oído un grito —lo atajó Titus—. ¿Qué ha sido?

—¿Un grito? Siempre se oyen gritos.

—¿Qué haces aquí, en las sombras? ¿Qué ocultas?

—¿Ocultar, mocoso? ¿Ocultar? ¿Y quién eres tú para interrogarme? Por Dios, ¿quién eres? ¿De dónde vienes?

—¿Por qué?

De pronto el hombre mantis estaba sobre Titus y, aunque no llegó a tocarlo literalmente en ningún momento, parecía rodearlo y amenazarlo con sus uñas, sus articulaciones, sus dientes, y con su aliento agrio y espantoso.

—Te lo volveré a preguntar —dijo el hombre—. ¿De dónde vienes?

Titus, con los ojos entornados, los puños apretados, notó que se le secaba la boca.

—Tú no lo entenderías —susurró.

Al oír estas palabras, el señor Sudario echó la cabeza atrás en una risotada. El sonido era intolerablemente frío y cruel.

El aspecto de aquel hombre ya resultaba bastante mortífero sin la risa, pero con ella resultaba letal en otro sentido. Porque no había humor en ella. No era más que un ruido que salió de un agujero de su cara. Un sonido que no le dejó a Titus ninguna duda sobre la maldad innata de aquel hombre. La cara, las extremidades y los órganos, e incluso la cabeza…, difícilmente se le hubiera podido culpar por tenerlos, había nacido así; pero la risa era obra suya.

Titus notó que la sangre le afluía al rostro y oyó un movimiento en la oscuridad. Volvió la cabeza de inmediato.

—¿Quién anda ahí? —exclamó, y mientras lo hacía, el delgado Sudario dio un paso de alambre hacia él.

—¡Ven aquí, mocoso!

El tono de aquella voz era tan amenazador que Titus saltó hacia adelante en la oscuridad y golpeó algo blando con el pie. Oyó un sollozo a sus pies.

Al arrodillarse vio los leves contornos de un rostro humano. Los ojos estaban abiertos.

—¿Quién eres? —susurró Titus—. ¿Qué te ha pasado?

—No… no —dijo la voz.

—Levanta la cabeza —dijo Titus, pero, cuando trató de levantar el cuerpo impreciso, una mano clavó sus dedos como tenazas en su hombro y con un solo movimiento lo levantó del suelo y lo arrojó contra una pared, donde una franja de luz pálida y mojada le iluminó el rostro.

En sus jóvenes facciones había escrito algo no tan joven; tan ancestral como la piedra de su hogar. Inflexible. La mirada de civismo había sido arrancada de su rostro igual que la carne amortajada se arranca del hueso. En su interior Titus sentía un amor primordial por su lugar de nacimiento, un amor que pervivía y era cada vez mayor a pesar de haber abandonado su hogar, a pesar de ser un traidor, y ardía con una furia que no podía entender. Lo único que sabía era que, mientras miraba a aquel hombre araña, él, Titus, empezó a envejecer. Una nube había pasado sobre su corazón. Ya no sentía que estaba en medio de una aventura, estaba solo ante algo que olía a muerte.

Titus se había apoyado contra la pared, y el frío ladrillo se llenó de humedad. La humedad se extendió por su pelo y de ahí pasó a las cejas y los pómulos. Se concentró alrededor de los labios y el mentón y desde allí cayó al suelo en una ristra de cuentas de agua.

Su corazón latía con violencia. Las manos y las rodillas le temblaban y entonces, entre las sombras, reapareció la Rosa Negra.

—¡No, no, no! ¡Permanece en la sombra, seas quien seas!

Tras estas palabras, la Rosa Negra se tambaleó y volvió a desplomarse y entonces, con un gran esfuerzo, se incorporó sobre el codo y susurró:

—Mata a la bestia.

La araña había girado su pequeña cabeza huesuda hacia ella y, en ese momento, Titus —sin armas que pudieran cortar o clavarse, y sin escrúpulos, porque sabía que en cuestión de minutos estaría luchando por su vida—, levantó la rodilla y le golpeó con tanta fuerza como pudo. La araña se inclinó hacia adelante, de modo que la fuerza del golpe quedó concentrada por debajo de sus costillas; pero el único sonido que se oyó fue el susurro de una ráfaga de aire que pasó siseando entre sus mandíbulas. No emitió ningún gemido; se limitó a juntar las manos, formando una especie de parrilla para proteger el plexo solar con los dedos mientras se doblaba.

Aquél era el momento. Titus avanzó a trompicones hasta la Rosa Negra, la cogió en brazos y, jadeando, corrió hacia un borrón de luz que parecía suspendido en el aire algo hacia el oeste, donde el suelo mojado, las paredes y el techo estaban bañados por un resplandor de color fangoso.

Mientras corría, aunque ni siquiera se dio cuenta, Titus vio una familia que pasaba y se detenía a mirar; luego llegó otro grupo, y otro, como si las paredes los exudaran. Figuras de todas clases, procedentes de todas las direcciones. Veían al chico con su carga y se detenían.

Entretanto, Sudario se había recuperado del rodillazo y perseguía a Titus con una determinación inexorable. Pero, a pesar de la velocidad de sus patas de alambre, no vio a Titus dejar en el suelo a la Rosa Negra, en un lugar donde la sombra proyectada por una pirámide de libros en descomposición la ocultaba a la vista.

En cuanto la dejó, Titus giró sobre sus talones y vio a su enemigo. También vio que se había congregado una multitud. Una alarma había sonado. Una alarma que no necesitaba de voces ni palabras. Algo que viajó de unas regiones a otras, hasta que el aire se llenó de una especie de sonido mudo, como un bramido gigante detrás de una pared insonorizada, o el grito de una garganta sin cuerdas vocales.

CINCUENTA Y OCHO

Y fue así como la gente se congregó en torno a aquel gris escenario, mientras el techo abovedado goteaba y volvían a llenarse las lámparas y algunos sostenían velas, otros antorchas, y hubo también quien llevó espejos para reflejar la luz, hasta que el lugar pareció bullir.

De no ser por el dolor que las garras de Sudario le habían dejado en el hombro, Titus hubiera pensado que soñaba.

A su alrededor, en una grada tras otra —porque la parte interior del círculo estaba considerablemente más baja que los límites exteriores y casi daba la impresión de que se encontraban en un circo romano—, sentados o en pie, estaban los fracasados de la tierra. Mendigos, rameras, timadores, refugiados, derrochadores, desahuciados, holgazanes, bohemios, ovejas negras, despojos, poetas, canallas, personajes de poca monta, inadaptados, conversadores, ostras humanas, sabandijas, inocentes, esnobs, hombres de paja, parias, proscritos, traperos, tunantes, libertinos, ángeles caídos, pobres desgraciados, pródigos, malversadores, soñadores y la escoria de la tierra.

Nadie en aquel gran cónclave de desplazados había visto nunca a Titus. Cada cual suponía que aquel desconocimiento era meramente suyo, porque la población de aquel lugar era demasiado extensa y extendida.

En cuanto a Sudario, muchos conocían su rostro: reconocían aquellos horribles andares de araña; la cabeza redonda, la boca descarnada. Había en él algo indestructible; como si su cuerpo estuviera hecho de una sustancia que excluyera la capacidad de sentir dolor.

Mientras avanzaba, cayó un silencio tan palpable y espeso como cualquier sonido. Incluso los más frívolos e insensibles de aquellos personajes se vieron arrastrados por la situación. Desconocían el motivo del combate y, a pesar de ello, se estremecían al ver la distancia acortarse entre aquellos dos.

¿Cómo llegó la noticia del inminente combate a las zonas más alejadas y atrajo, casi en las alas del eco, a semejante multitud? Es difícil decirlo. Pero ya no había ningún lugar en el Subrío que no supiera de la escena.

Cabeza tras cabeza, en largas hileras tupidas, y multitudinarias y compactadas como el azúcar moreno, cada cara un grano, la audiencia permanecía en pie o sentada sin hacer el más mínimo movimiento.

Apartar la mirada de cualquiera de las caras significaba perderla para siempre. Aquello era un delirio de testas: una profusión interminable. No tenía fin. Y su capacidad de invención era rápida, variada, fluida. Cada movimiento se perdía como el puño contenido por el ansia de saquear: se perdía en la nada.

Y todo ello bajo la luz de las lámparas, reflejada por los espejos. Un charco poco profundo en el centro del círculo reflejaba las largas vigas; reflejaba una rata que pasó chapoteando y se encaramó a un puntal alto y resbaladizo, reflejaba el destello de sus dientes y la rigidez de su cola espantosa.

En algún lugar, en medio de todo esto, estaba sentado Tirachina. Por un rato se había olvidado de sentir lástima de sí mismo, tan intenso era el enfrentamiento de los dos jóvenes.

Miraba al centro del círculo mojado con las manos metidas en las profundidades de los bolsillos. A escasos metros, aunque se habían perdido de vista, se acuclillaba Rapiño. No dejaba de morderse los nudillos mientras observaba a Titus, preguntándose qué podría hacer el joven desarmado.

A unos nueve o diez metros de Rapiño y Tirachina estaba Sobrio-Carter, de pie, y, en el extremo más alejado, Jonah y su ardillita se cogían de las manos.

Grieta-Campana, siempre tan irritantemente alegre, se había sentado con los hombros encogidos, como un ave de tierras frías. Su rostro estaba flácido; la boca abierta; y, aunque no tomaría parte en aquel combate, sus manos cruzadas estaban frías y húmedas, y su pulso era irregular.

A Congrejo, aprisionado entre sus libros, lo habían llevado ante el escenario en la cama. Ésta, al ser levantada del suelo, había dejado al descubierto un rectángulo de polvo profundo y suntuoso.

En el silencio se oía la voz del río, un sonido amortiguado, prácticamente inaudible, pero ubicuo y ominoso como el océano. Más que un sonido, era como una advertencia del mundo que tenían sobre sus cabezas.

CINCUENTA Y NUEVE

Titus se había detenido en el centro de aquel improvisado ring y había vuelto el rostro hacia su enemigo, el execrable Sudario. Tenía pocas esperanzas, pues el hombre parecía hecho de hueso y tralla, y recordó la rapidez con que se había recuperado del rodillazo en el estómago. No es sólo que Titus estuviera asustado, también se sentía impresionado por lo que veía acercarse: esa cosa con las proporciones de un espantapájaros que parecía más grande que la misma vida.

Era como si se estuviera enfrentando a una máquina, una criatura sin sistema nervioso, sin corazón, hígado ni ningún otro órgano vulnerable.

Sus ropas eran negras, y se le pegaban al cuerpo como si estuvieran mojadas, lo que resaltaba la longitud de sus huesos. Alrededor de su cintura esquelética llevaba un ancho cinturón de cuero, el bronce de la hebilla parpadeaba por las luces.

Cuando se acercó, Titus vio que había contraído la boca y que sus finos labios no eran más que un hilo de algodón exangüe. A su vez esto hizo que se tensara la piel de su rostro y los pómulos sobresalieran como pequeñas rocas. Los ojos centellaban entre las pestañas y el efecto era el de una concentración tan fiera que hacía pensar en la locura.

Por un instante, esta concentración menguó y paseó la mirada por las hordas de las gradas: no había señal de la Rosa Negra. Cuando sus ojos volvieron a Titus, alzó el rostro y vio los grandes haces de luz que barrían la lúgubre atmósfera del techo; vio los altos puntales, verdes y pegajosos por el moho, cuando sus ojos descendían por el pilar putrefacto, vio la rata.

En ese momento, con el rabillo de un ojo puesto en Titus y el rabillo del otro en la rata, el hombre araña hizo un movimiento inesperado y se deslizó hacia la izquierda, hasta que estuvo a una distancia asequible del pilar sudoroso.

Una especie de exclamación contenida de alivio brotó de la audiencia. Cualquier acción imprevista era preferible al inevitable enfrentamiento de aquel par inverosímil de oponentes.

Pero este alivio duró poco, pues algo peor que el horror del silencio hizo que todos se pusieran en pie. Con un movimiento demasiado rápido para seguirlo, como el silbido de la lengua de una cobra, o el chorro del tentáculo de un calamar, Sudario disparó su brazo izquierdo, aferró a la rata y con sus largos dedos la estrujó y le arrancó la vida. Hubo un chillido, y luego un terrible silencio, porque Sudario se había vuelto hacia Titus.

—Ahora tú.

Cuando Titus se inclinó para vomitar, Sudario arrojó el animal muerto hacia él. Cayó a unos pasos con un golpe sordo. Sin saber qué hacía, en un arrebato de miedo y odio, Titus se desgarró un pedazo de la camisa, lo dobló y, tras arrodillarse, cubrió con él al roedor sin vida.

Y entonces, mientras seguía arrodillado, vio una sombra que se movía y saltó hacia atrás con un grito, porque Sudario estaba casi encima de él. Y no sólo eso, llevaba un cuchillo en la mano.

SESENTA

En el extremo más alejado del ring, la Rosa Negra había visto el destello del cuchillo de Sudario. Ella sabía que lo tenía siempre afilado como una navaja barbera. Vio que el joven iba desarmado y, reuniendo sus fuerzas, gritó:

—¡Dadle vuestros cuchillos!… ¡Vuestros cuchillos! La bestia lo matará.

Como si la concurrencia hubiera salido de una pesadilla o un trance, un centenar de manos fueron a un centenar de cinturones y, por una docena de segundos, el aire pareció encenderse por el brillo del metal y resonar por el choque del acero contra la piedra. Armas blancas de todo tipo yacían dispersas como estrellas por el suelo. Algunas en seco, otras destellando en los charcos de agua.

Pero hubo una, de hoja larga y delgada, a medio camino entre cuchillo y espada, que pasó como un rayo rozando la cabeza de Titus y cayó con un chapoteo a cierta distancia de Sudario y le obligó a reaccionar. Titus se dio la vuelta, corrió hacia el lugar donde estaba el arma y, al cogerla del charco poco profundo, lanzó una risotada, no de alegría, sino de alivio por poder sostener algo cortante, algo más fiero, afilado y mortífero que sus manos desnudas.

Other books

Knot Intended by Karenna Colcroft
Voyage of the Fox Rider by Dennis L. McKiernan
The Secret Scripture by Sebastian Barry
Water Like a Stone by Deborah Crombie
Saving June by Hannah Harrington
Galactic Pot-Healer by Philip K. Dick