—Ah, la jungla —suspiró Filomargo, sacando mentón—, surcada de férreas montañas. Poblada de termitas, chacales y, por el Noroeste, de ermitaños.
—¿Y qué hacía usted allí? —dijo el señor Astillo.
—Seguía a un sospechoso. Un joven desconocido por estos lares. Veía su figura desdibujada tambalearse delante de mí, en medio de una tormenta de arena. A veces lo perdía. Otras veces me encontraba prácticamente a su lado, y me veía obligado a recular un tanto. O le oía cantar canciones absurdas, o gritar como si estuviera delirando… palabras como «Fucsia», «Excorio» y otros nombres. En ocasiones gritaba: «Madre» y una vez cayó de rodillas y exclamó: «¡Gormenghast, Gormenghast, vuelve a mí!». Mi misión no era detenerlo, yo sólo debía seguirle, porque mis superiores me informaron de que no tenía los papeles en regla, o incluso que no tenía papeles. Pero la segunda noche se levantó un viento terrible que me cegó, así que lo perdí en medio de una nube roja de arenisca. No pude volver a encontrarlo.
—Querido.
—¿Sí?
—Mire a Gomino.
—¿Por qué?
—Su pulida calva refleja un candelabro.
—Desde aquí yo no veo eso.
—¿No?
—No. Pero mire… a la izquierda veo una imagen diminuta, casi diría que es la cara de un joven de no ser porque no es normal que crezcan rostros en un techo.
—Sueños. Uno siempre vuelve a sus sueños.
—Pero el Fusta de Plata RK 2053722220… Halos de Luna, primero de los nuevos…
—Sí, ya lo conozco.
—Pero no había amor por ningún sitio.
—El cielo estaba plagado de aviones y, aunque algunos de ellos iban sin piloto, sangraban.
—Ah, señor Lino, ¿cómo está su hijo?
—Murió el miércoles pasado.
—Oh, perdóneme. Cuánto lo siento.
—¿En serio? Pues yo no. Nunca me gustó. Pero eso sí, era un excelente nadador. Capitaneaba el equipo de su escuela.
—Este calor es terrible.
—Ah, señora Cornejera. Permítame que le presente al duque Cornejero. Aunque tal vez se conocen ya.
—Sí, nos hemos visto muchas veces. ¿Dónde están los sandwiches de pepino?
—Permítame…
—Oh, perdone, he confundido su pie con una tortuga. ¿Qué está pasando?
—No, desde luego, no me gusta.
—El arte tendría que carecer de artificio, no de corazón.
—Yo soy un entusiasta de la belleza.
—Belleza, qué palabra tan obsoleta.
—Incurre usted en una petición de principio, profesor Salvaje.
—Yo no he pedido nada, ni he pedido su perdón. Ni siquiera he pedido que se me permita disentir. Disiento sin necesidad de pedir el permiso de nadie, y antes mendigaría ante un viejo ciego servil con las costillas marcadas al pie de una columna que pedirle nada a usted, señor. La verdad no está con usted, y además le huelen los pies.
—Tome ésta… y ésta —musitó el insultado, arrancando un botón tras otro de la chaqueta de su oponente.
—Qué bien nos lo pasamos —dijo el que había perdido los botones, poniéndose de puntillas y besando la barbilla de su amigo—. Las fiestas serían insoportables sin insultos, así que no te vayas, Harold. Me pones malo. ¿Qué es eso?
—Sólo es Marmolio, con sus imitaciones de pájaros.
—Sí, pero…
—Siempre, de alguna forma…
—Oh, no… No… Y sin embargo me gusta.
—Así que el joven escapó de mí sin saberlo —dijo Filomargo—. Ya juzgar por las dificultades que debe de haber pasado, seguro que está en algún lugar de la ciudad… ¿Dónde podría estar, si no? ¿Ha robado un avión? ¿Habrá sobrevolado el…?
Entonces se hizo la medianoche y, por unos instantes, en la fiesta de la señora Cúspide-Canino la piel de gallina subió por las piernas de todos, trepó por los muslos y congregó a sus espantosas fuerzas en la base de cada columna, y desde allí envió sus horribles escoltas por el paisaje lumbar. Luego subió por la mismísima columna, enroscándose como hiedra letal, para extenderse finalmente desde las cervicales y dejarse caer como una capa helada de muselina sobre pechos y vientres. Medianoche. Mientras resonaba el último repique, Titus, que seguía apostado en el tejado, tratando de aliviar el calambre del brazo, cambió el peso del codo, golpeó sin querer la claraboya y, sin tiempo para recuperarse, cayó del tejado de cristal envuelto en una lluvia de añicos.
Fue una suerte para todos los afectados que nadie resultara gravemente herido. Incluso Titus sólo se hizo unos cortes, pero eran heridas superficiales, y, por lo que se refiere a la caída, tuvo suerte de que aquella señora con hombros abovedados y senos como bolas de nieve estuviera justo debajo cuando cayó.
Zozobraron juntos y, por un momento, quedaron tendidos el uno junto al otro sobre la gruesa alfombra. A su alrededor destellaban las esquirlas de cristal, pero para Juno, tumbada junto a Titus, al igual que para las otras personas afectadas por su repentina aparición en el aire y luego en el suelo, la sensación predominante no era de dolor, sino de sorpresa.
Porque había algo sorprendente en más de un sentido en la visitación casi bíblica de un joven vestido con harapos.
Titus apartó el rostro, que había chocado contra un hombro desnudo, y al ponerse en pie, desorientado, vio que los ojos de la dama estaban clavados en él. Incluso así tumbada, era soberbia. De una dignidad sin igual. Cuando Titus le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, ella tocó las yemas de sus dedos y se puso en pie sin esfuerzo, con sus pies menudos y bonitos. Entre estos piececitos y la noble cabeza clásica, como si estuviera entre dos polos, se extendía todo un mundo dorado de especias.
Alguien se inclinó sobre el chico. Era el taimado.
—¿Quién demonios eres tú? —dijo.
—¿Y eso qué importa? —Repuso Juno—. No se acerque. Está sangrando… ¿No es eso bastante? —Y, con un ademán indescriptible, rasgó un pedazo de su vestido y se puso a vendar la mano de Titus, que sangraba abundantemente.
—Es usted muy amable —dijo agradecido Titus.
Juno meneó la cabeza con suavidad y una leve sonrisa brotó de las comisuras de sus labios generosos.
—Imagino que la he asustado —añadió el joven a modo de disculpa.
—Ha sido una presentación algo precipitada —repuso ella. Y enarcó una ceja. La alzó como el ala de un cuervo.
—¿Has oído lo que ha dicho? —Gruñó una voz infame—: «Imagino que la he asustado». Pues claro que la ha asustado, cachorro mestizo, podía haberla matado.
De pronto se levantó un zumbido de voces furiosas y montones de rostros se alzaron hacia la claraboya rota. Al mismo tiempo, una sección cercana de la multitud, que unos momentos antes parecía gratamente sorprendida, ofrecía ahora un aspecto muy distinto.
—¿Quién de vosotros —preguntó Titus, que se había puesto blanco—, quién me ha llamado cachorro mestizo? —En el bolsillo de sus harapientos pantalones, su mano aferró la piedra de las altas torres de Gormenghast—. ¿Quién ha sido? —gritó, porque de pronto la ira lo dominaba y, tras saltar hacia adelante, cogió a la figura que tenía más cerca por el cuello.
Pero, casi de forma instantánea, se vio devuelto a su posición junto a Juno para contemplar ante él la espalda de un hombre grande y huesudo, con un pequeño mono al hombro. Aquella figura, con las inconfundibles proporciones de Trampamorro, se desplazó muy lentamente ante el semicírculo de rostros furiosos y esbozó una sonrisa desprovista de amor. Era amplia, sin labios, hecha únicamente de anatomía.
Trampamorro estiró su gran brazo, dejó su mano suspendida un momento y luego aferró al hombre que había insultado a Titus, lo aferró y lo levantó en el arremolinado aire caliente hasta la altura de su hombro, donde fue recibido por el mono, que lo besó en la nuca de tal forma que el pobre hombre se desmayó y entonces, puesto que el simio ya había perdido el interés, se desplomó sobre el suelo alfombrado.
Trampamorro se volvió al círculo de rostros perplejos y susurró:
—Niños. Escuchad al oráculo. Porque el oráculo os ama. —Y dicho esto sacó un cortaplumas de terrible aspecto del bolsillo, lo abrió y empezó a afilarlo sobre la yema de su dedo pulgar—. No está nada contento con vosotros. No porque hayáis hecho algo malo, sino porque vuestra alma apesta… vuestra alma colectiva… la mierda seca de alma que tenéis. ¿No es así, pequeños?
El mono se puso a rascarse con una pausada satisfacción y sus párpados temblaron.
—¿Así que le amenazáis —siguió diciendo—, le amenazáis con vuestras sucias y pequeñas mentes y vuestras vocecitas ridículas? Y vosotras, señoras, con vuestros falsos pechos y vuestras bocas ignorantes, ¿también le habéis amenazado?
Hubo mucho arrastrar de pies y carraspeos, y aquellos que podían hacerlo sin que se les viera empezaron a recular entre el atestado cuerpo de la habitación.
—Pequeños —prosiguió, desplazando la hoja de su cuchillo sobre su dedo—, recoged a vuestro compañero del suelo y aprended a mantener las manos bien lejos de este don nadie.
—No es ningún don nadie —dijo Filomargo—. Es el joven a quien he estado siguiendo. Se me escapó. Cruzó la espesura. No tiene pasaporte. La ley lo busca. Venga aquí, joven.
Se hizo un silencio que se extendió por toda la habitación.
—Qué tontería —dijo al cabo una voz profunda. Era Juno—. Es mi amigo. Y por lo que dice usted de la espesura… cielos, ha malinterpretado los harapos que lleva. Sólo es un disfraz.
—Apártese, señora. Tengo orden de arrestarlo por vagabundo, extranjero e indeseable.
Y entonces el tal Filomargo se adelantó, saliendo de entre la multitud de invitados, se adelantó y fue hasta donde Titus, Juno, Trampamorro y el mono aguardaban en silencio.
—Bello policía —dijo Trampamorro—. Se está usted excediendo en sus obligaciones. Esto es una fiesta… o lo era, y lo está convirtiendo usted en algo sucio.
Trampamorro movió los hombros adelante y atrás y cerró los ojos.
—¿No se toma usted nunca unas vacaciones del crimen? ¿No coge nunca el mundo como coge un niño una bola de cristal… como un objeto de muchos colores? ¿No ama nunca este ridículo mundo que tenemos? ¿Con sus cosas buenas y sus cosas malas? ¿Sus ladrones y sus ángeles? ¿Con todo? ¿Nunca lo ha sentido palpitando en su mano, mi querido policía, sabiendo que todo esto es inevitable y que sin el lado oscuro de la vida no sería usted nada? Y sin embargo, mire cómo se lo toma. Pasaportes, visados, documentos de identidad… ¿tanto significa todo esto para su mente oficiosa que necesita venir con ese sucio tufo a una fiesta? Abra las compuertas de su mente, mi querido policía, y deje pasar a este pequeño pececillo.
—Es amigo mío —insistió Juno, con una voz madura y profunda como una gruta submarina, como el follaje del lecho marino—. Es un disfraz. No tiene nada que ver con usted. ¿Cómo ha dicho? ¿Por la espesura? Oh, ja ja ja ja ja. —Y Juno, siguiendo la indicación de Trampamorro, se adelantó para bloquear el campo de visión de Filomargo, y al hacerlo, por la izquierda, vio dos hombres cuyas cabezas tocadas con yelmos sobresalían ligeramente por encima de las demás. Parecía que flotaban en vez de caminar. Para Juno no eran más que invitados, pero cuando Trampamorro los vio, aferró a Titus del brazo, por encima del codo, y se dirigió hacia la puerta, abriendo un corredor entre los invitados, como una pandilla de niños que atraviesa un campo de maíz maduro siguiendo a su líder.
El inspector Filomargo trataba por todos los medios de ir tras ellos, pero cada vez que se volvía o daba unos pasos, se encontraba a la generosa Juno interponiéndose, una dama con un porte tan soberbio y tan nobles proporciones que empujarla estaba fuera de toda duda.
—Por favor, permítame —le decía—. Debo seguirlos.
—Oh, pero mire su corbata. No puede ir por ahí de esa forma. Deje que se la arregle. No… No…, no se mueva. Bien, ya está… ya está…
Entretanto, Titus y Trampamorro giraban a izquierda y derecha a voluntad, porque aquel lugar estaba plagado de habitaciones y corredores.
Trampamorro, que corría unos metros por delante de Titus, tenía el aspecto de un corcel, con su gran cabeza escarpada echada hacia atrás y el pecho hacia delante.
No se volvía para ver si Titus podía seguir su paso poderoso. Con el timón granate que tenía por nariz apuntando al techo, galopaba y galopaba con el pequeño mono aferrado al hombro, bien despierto con los ojos color topacio clavados en Titus, que corría unos metros por detrás. De vez en cuando el animal gritaba, y entonces se agarraba con más fuerza al cuello de su amo, como si su propia voz le hubiera asustado.
Y aunque corría, Trampamorro conservaba una seguridad monumental, casi dignidad. No se trataba sólo de una huida. Era algo en sí mismo, como debe ser una danza, una danza ritual.
—¿Estás ahí? —Musitó de pronto por encima del hombro—. ¿Eh? ¿Estás ahí, joven trapero? Ven a mi lado.
—Estoy aquí —repuso Titus jadeando—. Aunque no sé por cuánto tiempo.
Trampamorro no le hizo caso y dobló una esquina a la izquierda con una cabriola, y luego a la izquierda otra vez, a la derecha, a la izquierda y luego, aminorando el paso gradualmente, fueron a parar a un salón escasamente iluminado rodeado por siete puertas. Los fugitivos abrieron una de ellas al azar y se encontraron en una habitación vacía.
Trampamorro y Titus permanecieron inmóviles unos instantes, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.
Y entonces, en el extremo más alejado de la habitación, vieron un rectángulo de un gris mortecino que se alzaba en medio de la oscuridad. Era la noche.
No había estrellas, y la luna estaba por el otro lado del edificio. En algún lugar, mucho más abajo, oyeron el susurro de un aeroplano que despegaba. En seguida lo vieron, un objeto estilizado, sin alas, deslizándose en la noche, sin prisa aparente, salvo que, de pronto…, ¿dónde se había metido?
Titus y Trampamorro permanecieron ante la ventana y durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Al final, Titus se volvió hacia la tenue silueta de su compañero.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó—. Parece fuera de lugar.
—Por los gansos de Dios. Me has dado un susto —dijo Trampamorro levantando la mano como si quisiera protegerse de un golpe—. Había olvidado que estabas ahí. Cavilaba, chico. Y no hay pasatiempo más rico que ése. Te cubre de humos nocivos. Desprende una música sombría. Es el aroma del hogar.