Así que Titus rió, y mientras lo hacía —con una risa aguda e incontrolable, porque en el fondo estaba asustado y poco le tranquilizaba la idea de haber sido elegido, señalado y examinado por un cerebro mecánico—, echó a correr, porque había algo ominoso en el aire, ominoso y grotesco… algo que le decía que permanecer más tiempo en aquella explanada de mármol era llamar a los problemas, que lo tomarían por un vagabundo, un espía o un demente.
Ciertamente, el cielo empezaba a llenarse de artefactos de todas las formas, y pequeños grupitos de personas se extendieron por el ruedo como una mancha de sangre.
Visto desde arriba, Titus debía de parecer muy pequeño mientras corría. Visto desde arriba, también podía intuirse lo aislado que estaba aquel ruedo del ancho mundo, con su luminosa circunferencia de edificios de cristal; su carácter abigarrado e ingenioso; su ausencia de relación con las montañas desoladas, de color hueso, surcadas de cuevas, con los pantanos insalubres y las selvas del sur, las tierras sedientas, las ciudades hambrientas y los senderos que hay más allá del territorio del lobo y el proscrito.
Cuando Titus estaba a cien metros del palacio verde oliva, mientras los responsables de mantenimiento se volvían o hacían un alto en sus tareas para mirar al joven harapiento, se oyó un cañonazo, y durante unos minutos el silencio fue total, pues todos dejaron de hablar y los motores de todos los aparatos se apagaron.
La detonación fue providencial porque, de haberse demorado un instante, sin duda hubieran apresado e interrogado a Titus. Dos hombres, que habían quedado paralizados al oír la detonación, enseñaron los dientes y fruncieron el entrecejo llenos de frustración, con las manos congeladas en el aire.
A ambos lados, Titus veía caras, rostros que en su mayor parte le miraban a él. Caras malignas, especulativas, vacías, ingeniosas… caras de todo tipo. Era evidente que no podría pasar inadvertido. De ser una persona perdida y oscura, había pasado a ser el centro de atención. Ahora, mientras aquella gente posaba en todos los ángulos imaginables, rígidos como espantapájaros, congelados a mitad de algún gesto… ahora era el momento de escapar.
Titus ignoraba el significado que podía tener el cañonazo. Y lo cierto es que su ignorancia le benefició, pues corrió como un ciervo, con el corazón desbocado, pasando entre la gente, hasta que se encontró ante el más majestuoso de los palacios. Allí corrió sobre los suelos de cristal, adentrándose en la penumbra extraña y translúcida de los grandes salones, y no tardó en dejar atrás a los hierofantes atrapados en la costumbre.
Cierto que en el edificio había gran número de personas dispersas que miraban a Titus cuando entraba en su campo de visión. No podían volver la cabeza para seguirlo con la vista, ni siquiera los ojos, porque el cañón había disparado, pero cuando pasaba por su campo de visión todos sabían nada más verlo que no era uno de ellos y que no tenía derecho a estar en el palacio verde oliva. Mientras Titus corría sin pausa, el cañón volvió a retumbar, y él supo que el mundo le perseguía, porque el aire se llenó de gritos y gritos que respondían a esos gritos, y de pronto cuatro hombres aparecieron por una esquina del largo pasillo de cristal; en el suelo cristalino sus reflejos eran tan definidos y vivos como ellos mismos.
—Ahí está —gritó uno de ellos—. Ahí está el vagabundo.
Pero cuando llegaron al lugar donde Titus se había detenido un momento, vieron que se había esfumado y tuvieron que conformarse con mirar las puertas cerradas de un ascensor.
Titus, al verse acorralado, se había vuelto hacia el inmenso ascensor tachonado con topacios que zumbaba, sin saber qué era exactamente. Su salvación fue que sus elegantes mandíbulas estuvieran abiertas. Así que saltó al interior y las puertas se cerraron como si estuvieran deslizándose sobre mantequilla.
El interior del ascensor era como una gruta submarina, lleno de luces amortiguadas. Algo brumoso y voluptuoso parecía estar suspendido en el aire. Pero Titus no estaba de humor para sutilezas. Era un fugitivo. Y entonces vio que, oscilando en aquel más allá, había hileras de botones de marfil, cada uno con una flor, un rostro o un cráneo grabados.
Titus oyó el sonido de pasos apresurados, de voces furiosas del otro lado de la puerta, y se puso a apretar botones indiscriminadamente. Al instante, el ascensor subió vertiginosamente en un remolino de acero, se detuvo de pronto y las puertas se abrieron solas.
Qué callado estaba aquel lugar, y qué fresco. No había mobiliario, tan sólo una palmera solitaria que brotaba del suelo. Un periquito pequeño y rojo estaba posado en una de las ramas más altas, picoteándose el plumaje. Cuando vio a Titus, ladeó la cabeza y, con gran rapidez, se puso a repetir: «El maldito sabelotodo me lo dijo». Y repitió la frase al menos una docena de veces antes de continuar acicalándose el ala.
En aquella sala alta había cuatro puertas. Tres se abrían a distintos pasillos, pero al abrir la cuarta, Titus vio que daba al cielo. Ante él, un poquito más abajo, se hallaba el tejado.
Nadie pudo encontrarlo aquella tórrida tarde y, cuando el crepúsculo cayó y las sombras palidecieron, Titus pudo moverse a escondidas sobre el amplio tejado de cristal y ver lo que sucedía en las habitaciones de debajo.
Normalmente el cristal era demasiado grueso para que viera poco más que un borrón de figuras coloridas y sombras, pero al cabo encontró una claraboya abierta desde donde pudo observar sin obstáculos una escena de gran diversidad y esplendor.
Decir que se estaba celebrando una fiesta sería una pobre descripción. La larga sala o salón, a no más de cuatro o cinco metros por debajo de él, se encontraba en plena efervescencia. La vida, una especie de vida, estaba crecida como un río.
Mientras Titus, tumbado sobre el estómago en el tibio tejado de cristal, conjeturaba, con los ojos muy abiertos, la música saltaba por la larga sala y salía por la claraboya. El sol partido había dejado tras de sí una atmósfera rojiza y apagada. Las estrellas brillaban más fieras a cada momento y entonces, de pronto, la música terminó en una secuencia de acordes como burbujas de colores y, tratando de ocupar su lugar, un centenar de lenguas se pusieron a parlotear a la vez.
Titus entornó los ojos ante el resplandor de un bosque de velas, los destellos del cristal y los espejos, y los reflejos saltarines de la luz sobre la madera y la plata abrillantadas. Estaba tan cerca que, de haber carraspeado, a pesar del ruido de la sala, al momento una docena de rostros se hubieran vuelto hacia la claraboya y lo habrían descubierto. Titus nunca había visto nada igual, e incluso a primera vista le pareció que había allí tantas criaturas, pájaros, bestias y flores, como humanos.
Estaban todos. Los hombres jirafa, los hombres hipopótamo, las damas serpiente y las damas garza. Álamos y robles. Espinos y helechos, escarabajos y mariposas nocturnas, cocodrilos y periquitos, tigres y corderos, buitres con collares de perlas y bisontes con frac.
Pero esto fue sólo como un relámpago, porque, cuando Titus respiró hondo y volvió a mirar, las distorsiones, los extremos, parecieron desmoronarse, escabullirse entre el remolino de cabezas de allá abajo, y volvía a estar entre los de su especie.
Titus notaba el calor que subía de la larga sala deslumbrante, tan cercana… y al mismo tiempo tan distante como un arco iris. El aire caliente subía impregnado de olores. Una docena de los más caros perfumes luchaban por sobrevivir. Todo luchaba por sobrevivir… con pulmones y credulidad.
Había extremidades, cabezas y cuerpos por todas partes. ¡Y rostros! Semblantes que estaban en primer término, rostros a media distancia o más alejados. Y en los espacios irregulares entre las caras, había partes de caras, y mitades y cuartos en todos los ángulos e inclinaciones imaginables.
Este panorama en su conjunto estaba en movimiento: cabezas enteras se volvían aquí y allá, y mientras, algo estaba pasando, un contrapunto de prontitud de renacuajo, algo que estaba en la naturaleza de la agitación general, porque, por cada cabeza o cuerpo que cambiaba de posición en el espacio, había cien párpados que aleteaban, cien labios que se agitaban, un arabesco fluctuante de manos. Era como el follaje, como cuando una brisa verde se mueve entre los álamos.
Pero, por más imponente que fuera la imagen del mar humano que Titus contemplaba, por más que lo intentaba, no conseguía descubrir quiénes eran los invitados. Presumiblemente, una o dos horas antes, cuando uno podía respirar hondo sin molestar a algún hombro o pecho adyacente, el acicalado lacayo —apostado ahora contra una estatua de mármol— había ido anunciando los nombres de los invitados conforme llegaban; pero todo eso ya había pasado. El lacayo, cuya cabeza, para su vergüenza, estaba encajada entre los amplios pechos de la estatua de mármol, no podía ver la puerta por la que llegaban los invitados, y menos aún reunir el suficiente aliento para anunciarlos.
Titus observaba desde arriba, maravillándose ante el espectáculo, y aún tumbado en el tejado, con la luz fría y verdosa de la media luna por encima y el cálido resplandor de la fiesta por debajo, no sólo pudo apreciar la diversidad de los invitados, también oía las conversaciones de los que estaban justo debajo.
—Gracias a Dios, todo ha terminado.
—¿El qué?
—Mi juventud. Ha durado demasiado, y se interponía en mi camino.
—¿En su camino, señor Afán? ¿En qué sentido?
—Ha durado demasiado —insistió Afán—. Unos treinta años. Ya sabe usted a lo que me refiero. Experimentar, experimentar, experimentar. Y ahora…
—¡Ah! —susurró alguien.
—Yo antes escribía poesía —confesó el tal Afán, un hombre pálido. Pareció que fuera a apoyar las manos en el hombro de su confidente pero la aglomeración se lo impidiese—. Me ayudaba a matar el tiempo.
—Pues la poesía —dijo una voz pontificia justo a su espalda— sirve justamente para detener el tiempo.
El hombre pálido, que se había sobresaltado ligeramente, se limitó a musitar:
—La mía no. —Y dicho esto, se volvió a mirar al caballero que lo había interrumpido. El rostro del desconocido era bastante inexpresivo; resultaba difícil creer que hubiera dicho nada. Pero ahora había otra lengua suelta.
—Hablando de poesía… —dijo esa lengua, que pertenecía a un hombre oscuro, cadavérico, excesivamente distinguido y con las narices hinchadas, con una larga mandíbula azulada y vista cansada—, esto me ha recordado un poema.
—Pues no entiendo por qué —dijo Afán con irritación, porque le habían interrumpido cuando estaba a punto de explayarse.
El hombre de la vista cansada ignoró el comentario.
—El poema que he recordado es uno que escribí yo mismo.
Un hombre calvo frunció el entrecejo; el individuo pontificio se encendió un cigarro, con el rostro tan inexpresivo como siempre; y una dama, con los lóbulos de las orejas destrozados por el peso de dos zafiros gigantes, entreabrió la boca en una mueca burlona y estúpida de expectación.
El hombre oscuro de la vista cansada cruzó las manos.
—No acabó de cuajar —dijo—… aunque tenía un algo… —Sus labios se crisparon—. Sesenta y cuatro estrofas. —Levantó la mirada—. Sí, sí… era muy, muy largo y ambicioso… pero no acabó de cuajar. ¿Y por qué…?
Hizo una pausa, no porque esperara sugerencias, sino para dar un suspiro largo y meditabundo.
—Yo les diré por qué, amigos míos. No acabó de cuajar porque en realidad era verso libre.
—¿Verso libre? —preguntó la dama, con la cabeza inclinada hacia delante por el peso de los zafiros. Estaba deseando ser útil—. ¿Era verso libre?
—Decía así —dijo el hombre oscuro descruzando las manos y volviéndolas a cruzar a la espalda al tiempo que ponía el talón de su pie izquierdo justo delante del dedo gordo de su pie derecho, de modo que formaran una línea continua de cuero—. Decía así. —Alzó la cabeza—. Pero no olviden que no es poesía… salvo quizá los tres versos cantados del final.
—Bueno, por el amor de Parnaso… Oigámoslo —terció la petulante voz del señor Afán, quien, habiendo sido despojado de su trueno, ya no tenía interés por guardar las formas.
—Aunque —dijo pensativo el hombre de la larga mandíbula azulada, que parecía pensar que el tiempo y la paciencia de los demás eran bienes inagotables, como el agua o el aire—, aunque —y se demoró en la palabra como una enfermera con un niño enfermo—, algunos dijeron que en su conjunto era como un canto, y lo elogiaron como la más pura poesía de nuestro tiempo…, de «materia incandescente», la calificó un caballero… Pero, ahí está la cuestión, ahí está la cuestión… ¿cómo puede uno saberlo?
—Ah —susurró una voz de cuajada y suero. Y un hombre con dientes de oro volvió los ojos a la dama de los zafiros e intercambiaron la mirada de inteligencia de quienes, por muy indignos que sean, se convierten en testigos de un momento histórico.
—Silencio, por favor —dijo el poeta—. Y escuchen con atención.
¡Una mula que reza! No le hagas caso;
ven a mí hasta que nuestro dorado artilugio de amor
sacuda sus siete latas y el mar
retire sus largas olas del bosquecillo de ruibarbos.
¡No es éste lugar para que hadas sensibleras
se sonrían tímidamente entre las setas!
Es tierra para demonios de bocas abiertas.
Es el lugar que largamente he ansiado, amor.
Aquí, donde el bosquecillo de ruibarbos
arroja su desdichado reflejo a las olas,
echaremos a volar las cometas de nuestro amor
sobre la tumba arenosa de quienes se perdieron en la ambigüedad.
Pues el amor madura en un bosquecillo de ruibarbos
en el que el alba arranca extraños destellos.
¡Oh, vivida esencia vegetal
tejida con colores que mueren en el instante en que nacen!
Perdidos en el venal silencio,
nuestros sueños se desinflan poco a poco en la verde atmósfera
y el vibrante globo de la imaginación, cual ballena azul,
no llega a tiempo con su preciosa carga de aire.
De las ciruelas silvestres del pensamiento,
nadie sabe cuál se arrugará y encogerá
para convertirse en una dulce pasa de sabiduría…