—No se preocupe —lo atajó Titus—. Nunca le daré las gracias.
—Entonces, vete.
La sangre afluyó al rostro de Titus; sus ojos centellearon.
—¿Con quién se cree que está hablando? —inquirió en un susurro.
Trampamorro alzó la vista con gesto brusco.
—Bueno, ¿con quién estoy hablando? Tus ojos centellean como los de un mendigo o… un señor.
—¿Por qué no? —Dijo Titus—. Es lo que soy.
Titus volvió por la arcada, cruzó el patio salió al exterior, avanzó hasta que se encontró en una telaraña de senderos tortuosos y, después de mucho caminar, al cabo fue a parar a una amplia calzada empedrada.
Desde allí veía el río, mucho más abajo, y el humo que subía en penachos rosados desde un sinfín de chimeneas.
Pero Titus dio la espalda a la vista y, mientras caminaba, dos largos vehículos que iban en paralelo pasaron velozmente a su lado sin hacer el menor ruido. No habría entre ellos más de tres centímetros de separación.
En la parte posterior de cada uno de los coches, muy tiesas, iban sentadas dos mujeres oscuras, enjoyadas, de grandes pechos, y no tenían ojos para el paisaje que pasaba veloz ante ellas, sino que se miraban sonriendo con una determinación malsana.
Muy por detrás de los coches, cada vez más lejos, un perro pequeño, negro y feo, con las patas demasiado cortas para el cuerpo que tenía, corría con una actitud ridícula por el medio del camino tortuoso.
Mientras Titus seguía adelante y los árboles se cerraban a ambos lados, se maravilló ante el cambio que le había sobrevenido. El remordimiento que lo embargaba como una negra nube se había consumido, y sentía un burbujeo en la sangre, una ligereza en el paso. Él sabía que era un desertor, un traidor a su estirpe, la «vergüenza» de Gormenghast. Sabía el daño que había causado al castillo, a las mismas piedras de su hogar, a su madre… todo esto lo sabía en su mente, pero no le afectaba.
Ahora sólo era capaz de ver que era una realidad… que jamás podría volver atrás.
Era lord Titus, septuagésimo séptimo conde de Gormenghast, pero también era parte de la vida, una ramita, un aventurero, preparado para amar u odiar; para utilizar su audacia en un mundo desconocido; para lo que fuera.
Eso es lo que había más allá de los lejanos horizontes. El meollo de todo. Nuevas ciudades y nuevas montañas; nuevos ríos y criaturas. Nuevos hombres y mujeres.
Pero entonces una sombra cayó sobre su semblante. ¿Cómo es posible que fueran tan autosuficientes aquellas mujeres de los coches, o Trampamorro con su zoo, sin tener conocimiento de la existencia de Gormenghast, que, por supuesto, era el centro de todo?
Titus siguió avanzando, y su sombra avanzaba tras él por la hermosa piedra blanca del camino, hasta que llegó prácticamente a una intersección: a la izquierda, un remanso de grandes robles; a la derecha… Pero Titus no pudo poner su atención en los árboles, ni en ninguna otra cosa, porque, moviéndose con una espeluznante tranquilidad, dos altas figuras salieron de las sombras, idénticas en todo, con la densa sombra de los yelmos proyectándose sobre sus ojos y unos cuerpos que se desplazaban con suavidad sobre el suelo.
Sin esperar órdenes de su cerebro, un demonio impulsó los pies de Titus hacia la densa maraña de árboles de las márgenes, y le hizo echar a correr por aquel gran bosque que parecía un parque, girando hacia aquí y hacia allá, hasta que se hubiera podido decir que estaba irremediablemente perdido, de no ser porque siempre lo estaba.
Pero cuando se dejó caer de rodillas por el agotamiento y apartó unas ramas, se encontró mirando al mismo camino del que había huido. No había nadie. Al cabo de un rato, Titus salió de su escondrijo y se plantó en medio de la calzada, como diciendo: «Que sea lo que Dios quiera». Pero no pasó nada, salvo que lo que había tomado por un viejo espino se levantó y se dirigió hacia él arrastrando los pies, seguido por una sombra como un cangrejo sobre el camino de piedra blanca. Cuando estuvo tan cerca de Titus que éste podría haberlo tocado estirando el pie, el arbusto habló.
—Soy un mendigo —dijo, y el suave rechinar de su espantosa voz hizo que a Titus le diera un vuelco el corazón—. Por eso extiendo mi brazo ajado. ¿Lo ves? ¿Tú dirías que es bonito, con esa garra en el extremo?…, ¿lo ves?
El mendigo miró a Titus a través de los círculos rojos de sus párpados, agitando su nudoso puño y abriéndolo con la palma hacia arriba, que era como el delta de un río seco y maloliente. Su parte central era una especie de callo, un círculo endurecido que hablaba del paso de muchas monedas por ella.
—¿Qué quieres? —Dijo Titus—. No tengo dinero para ti. Pensaba que eras un simple espino.
—¡Te clavaré mis espinas! —Amenazó el mendigo—. ¿Cómo te atreves a rechazarme? A mí, un emperador. Perro, sinvergüenza, mestizo. Vacía tu oro en mi garganta sagrada.
«¡Garganta sagrada! ¿Qué habrá querido decir con eso?», pensó Titus, pero sólo un momento, porque de pronto el mendigo ya no estaba allí, sino a seis metros de distancia, mirando al camino blanco, con más aspecto de arbusto que nunca. Uno de sus brazos estaba doblado, como una rama, y la zarpa del extremo estaba ahuecada detrás de la oreja.
Y entonces Titus lo oyó… el zumbido distante de una máquina veloz. Unos instantes después, un coche amarillo con forma de tiburón se materializó a toda velocidad por el sur.
Pareció como si el arisco y anciano mendigo estuviera a punto de ser atropellado, porque estaba en medio del camino con los brazos extendidos como un espantapájaros, pero el tiburón amarillo pasó rodeándolo a toda velocidad y el conductor, o lo que parecía el conductor, porque al volante sólo había algo cubierto por una sábana, lanzó una moneda al aire.
Y desapareció tan silenciosamente como había llegado. Titus volvió el rostro hacia el mendigo, que había recogido la moneda. Viendo que lo observaba, miró al joven harapiento de soslayo y le sacó una lengua que parecía la lengüeta mohosa de una bota. Y luego, para asombro de Titus, el sucio anciano echó la cabeza hacia atrás, dejó caer la moneda en su boca y se la tragó.
—Dime, sucio anciano —dijo Titus en voz baja, pues lo embargaba una intensa ira, y el deseo de aplastar a aquella criatura bajo sus pies—, ¿por qué te comes el dinero? —Y dicho esto, cogió una piedra del lado del camino.
—Mocoso —le soltó el mendigo al cabo—. ¿Crees que gastaría mi riqueza? Perro sarnoso, las monedas son demasiado grandes para atravesarme. Demasiado pequeñas para matarme. Demasiado pesadas para perderse. Soy un mendigo.
—Eres una parodia —dijo Titus—. Y cuando mueras, la tierra volverá a respirar tranquila.
Titus dejó caer la pesada piedra que había cogido por la ira y, sin mirar ni una vez atrás, siguió el camino de la derecha, donde, con un suspiro prodigioso, una avenida de cedros lo inhaló como si fuera un mosquito.
Uno tras otro, los árboles iban pasando al compás de sus pasos. Bajo la sombra de los cedros su corazón era feliz. Envuelto en el frescor de aquel túnel. En medio de todo aquel peligro. Era feliz al recordar su niñez y la forma en que se había defendido en aquel tramo de hiedra. Feliz, a pesar de los espías con yelmos, aunque despertaban en él una sombría sensación de alarma.
Llevaba ya tanto viviendo gracias a su ingenio que era una persona muy distinta del joven que huyó de Gormenghast.
Le había parecido que la avenida era interminable, pero de pronto, inesperadamente, los últimos cedros quedaron atrás, como si unas grandes manos los hubieran empujado, y vio un vasto cielo que se alzaba sobre su cabeza. Y ante él, la primera de las «estructuras».
Había oído hablar de ellas, pero no esperaba algo tan distinto de los edificios que conocía, y menos aún de la arquitectura de Gormenghast.
Lo primero que llamó su atención fue un edificio verde claro, muy elegante, pero tan sencillo en su diseño que Titus no pudo hallar ningún lugar donde posar su mirada en aquella superficie resbaladiza.
Junto a este edificio había una cúpula de cobre con forma de iglú, de treinta metros de altura, con un mástil afilado y frágil como una araña reluciendo al sol. Un horrible cuervo estaba posado en el travesaño, y de vez en cuando manchaba con sus excrementos la brillante cúpula de debajo.
Titus se sentó a un lado del camino y frunció el ceño. Había nacido y le habían educado en la presunción de que los edificios eran antiguos por naturaleza y estaban y siempre habían estado en proceso de desmoronamiento. El polvo blanco que se colaba entre ladrillos que boqueaban; la carcoma de la madera. Las malas hierbas que desmembraban la piedra; la corrosión y el moho; la pintura desconchada; los colores desvaídos; la belleza de la decadencia.
No podía aguantar más tiempo sentado, pues su curiosidad era más fuerte que la necesidad de descansar, así que se puso en pie y, preguntándose por qué no habría nadie por allí, se dispuso a comprobar qué había más allá de la cúpula, porque el edificio se curvaba perdiéndose de vista como si quisiera ocultar algún gran círculo o una arena. Y, ciertamente, lo que vio ante sus ojos cuando empezó a rodear la cúpula se le parecía mucho, e hizo que se detuviera por puro asombro; era inmenso. Inmenso como un desierto gris, con una superficie de mármol que despedía una opaca luz apagada. Lo único que rompía aquel vacío era el reflejo de las estructuras que la rodeaban.
Los más alejados de aquellos edificios, es decir los que se extendían en un reluciente arco al otro lado del ruedo, no eran a ojos de Titus más grandes que sellos, espinas, caracoles, bellotas o minúsculos cristales, salvo por un gigantesco edificio que se elevaba por encima de todos los demás y que era como una caja de cerillas de color azul en su extremo superior.
Si se hubiera topado con un mundo de dragones, Titus no se habría sentido más maravillado que ante aquellas fantasías de cristal y metal; y en más de una ocasión se volvió como si pudiera echar una última mirada al arrabal tortuoso y azotado por la pobreza que había dejado atrás. Pero el distrito de Trampamorro quedaba oculto entre las colinas, y las ruinas de Gormenghast flotaban en una bruma de espacio y tiempo.
Y sin embargo, aunque sus ojos brillaban por la emoción del descubrimiento, notaba también un cierto resentimiento… sí, resentimiento ante la idea de que aquel extraño lugar existiera en un mundo que no parecía tener referencias de su hogar y que, de hecho, parecía soberanamente autosuficiente. Una región que jamás había oído hablar de Fucsia ni de su muerte, ni de su padre, el conde melancólico, ni de su madre, la condesa, con su extraño silbido líquido que hacía que las aves silvestres acudieran desde bosquecillos distantes.
¿Eran coetáneos? ¿Eran simultáneos? Esos mundos, esos reinos… ¿es posible que los dos fueran reales? ¿No había puentes o territorios comunes? ¿Era el mismo sol el que brillaba sobre ambos? ¿Tendrían en común las constelaciones de la noche?
Cuando la tempestad se abatía sobre aquellas estructuras de cristal y la lluvia ennegrecía el cielo, ¿qué pasaba en Gormenghast? ¿Estaba seco? Y cuando el trueno resonaba en su hogar ancestral, ¿no oían ningún eco por aquellos parajes?
¿Y los ríos? ¿Estaban separados? ¿No había ni siquiera un afluente que se adentrara en otro mundo?
¿Dónde estaban los extensos horizontes? ¿Dónde palpitaban las fronteras? ¡Oh, terrible división! Lo cercano y lo lejano. La noche y el día. El sí y el no.
UNA VOZ: Oh, Titus, ¿es que no recuerdas?
TITUS: Lo recuerdo todo, excepto…
VOZ: ¿Excepto…?
TITUS: Excepto el camino.
VOZ: ¿El camino Adónde?
TITUS: El camino a casa.
VOZ: ¿A casa?
TITUS: A casa, sí, donde el polvo se acumula y perviven las leyendas. Pero he perdido la orientación.
VOZ: Tienes el sol y la estrella del Norte.
TITUS: Pero ¿es el mismo sol? Y las estrellas, ¿son las mismas de Gormenghast?
Titus levantó la mirada y se sorprendió al ver que estaba solo. Tenía las manos cubiertas de un sudor frío, y el miedo a estar perdido y no tener ninguna prueba de su propia identidad le llenó de un súbito pavor.
Miró a su alrededor, a aquella tierra diáfana, desconocida, y entonces, con un suspiro, algo cruzó volando el cielo. No hizo ningún ruido, salvo el que haría una uña al rozar una pizarra, aunque pareció que pasaba tan cerca como una guadaña.
Y se posó, como una mota carmesí, en el extremo más alejado del desierto de mármol, donde refulgían las mansiones más apartadas. A Titus le había parecido que no tenía alas, aunque sí tanto una determinación como una belleza increíbles, a modo de un estilete o una aguja, y, cuando concentró su mirada en el edificio a cuya sombra se había posado, le pareció que veía no uno, sino un enjambre de aparatos.
Y así era. No sólo había allí toda una flota de artilugios con forma de pez, aguja, cuchillo, tiburón o astilla, sino también toda suerte de máquinas de superficie de curioso diseño.
Ante él se extendían unas quinientas hectáreas de mármol gris, con las márgenes cubiertas de reflejos de mansiones.
Atravesar solo aquella vastedad, a la vista de todas las ventanas, terrazas y jardines de los tejados, no sería más que una muestra de arrogancia pura y dura. Pero eso es lo que hizo. Y cuando ya llevaba un rato caminando, un pequeño dardo verde se separó de los aviones del extremo más alejado del ruedo y se dirigió a toda velocidad hacia él, rozando el mármol con su vientre verde cristal; en un instante lo tenía encima, pero en el último momento viró y se elevó en la estratosfera, y volvió a lanzarse en picado hacia él, girando alrededor de su cabeza en círculos cada vez más cerrados, hasta que, como un galgo aéreo, volvió a la mansión negra.
Aunque estaba desconcertado, sobresaltado, Titus se echó a reír, si bien su risa no estaba del todo exenta de histeria.
Y aquella exquisita bestia del aire, aquella golondrina sin alas, leopardo aéreo, pez del mar celeste, ensartador de rayos de luna, dandi del alba, playboy de metal, criatura errante de negros espacios, destello de la noche, bebedor de su propia velocidad, fruto divino de un cerebro enfermo… ¿qué hizo? ¿Qué, sino actuar como cualquier otro sucio merodeador, acechando a hombres y niños, succionando información como un murciélago que chupa la sangre, amoral, indiferente, enfrascado en misiones absurdas, actuando como lo haría su creador, su creador de miras estrechas?; de modo que su belleza existía por derecho propio, y si existía es porque su función le había dado esa forma; y, como no tenía corazón, se volvió un ser fatuo —el fatuo reflejo de un concepto fatuo— hasta resultar incongruente, o engullir la incongruencia hasta un extremo tan absurdo que la risa era la única salida.