Tras librarse de su arnés y cortar las cuerdas, bajó rama a rama. Para cuando llegó al suelo, los primeros rayos de sol se abrían paso entre los árboles.
Ahora estaba realmente solo y, cuando decidió encaminarse hacia el sur, no encontró más razón para ello que el hecho de que era de allí de donde venían los rayos del sol.
Hambriento y cansado siguió su camino solitario, comiendo raíces y frutas del bosque, bebiendo de arroyos. Los meses se sucedían, hasta que un día, mientras deambulaba por el solitario vacío, sintió que el corazón le subía a la garganta.
¿Por qué se había detenido a contemplar la silueta de una roca, como si tuviera algo especial? Ahí estaba, completamente normal, un gran canto redondeado cubierto de liquen, picado de viruelas por el tiempo, con su cara norte ligeramente hinchada, como la vela de un barco. ¿Por qué la miraba como si la reconociera?
Mientras sus ojos recorrían la superficie triturada de aquella cosa muerta pero evocadora reculó un paso. Y tomó asiento en el suelo. Aquello era como una advertencia.
No tenía escapatoria. Había visto esa roca antes. Había estado en pie sobre ella, él, «señor de un castillo», en su infancia. Ahora recordaba la larga cicatriz, una fisura dentada por el flanco.
Sabía que si subía a ella, erigiéndose de nuevo en «señor del castillo», vería las mismísimas torres de Gormenghast.
Por eso temblaba. El largo y dentado perfil de su hogar quedaba oculto a su vista únicamente por esa roca. Aunque no entendía por qué, aquello era un desafío.
Una avalancha de recuerdos lo asaltó. Y, mientras se extendían y ahondaban en su ser, una parte de su mente fue plenamente consciente de otras manifestaciones más cercanas. La existencia reconocida, la
prueba
que constituía aquella piedra que tenía delante, apenas a seis metros, confirmaba la no menos real existencia de una cueva que bostezaba a su derecha. Una cueva donde, hacía una eternidad, había luchado con una ninfa.
Al principio no se atrevía a volver la cabeza, pero llegó un momento en que tuvo que hacerlo y, allí estaba, por fin, a su derecha, y supo con certeza que se encontraba de nuevo en sus dominios, que volvía a pisar la Montaña de Gormenghast.
Al ponerse de pie, un zorro salió corriendo de la cueva, un cuervo graznó en un bosquecillo cercano y se oyó un cañonazo. Luego otro. Sonaron siete disparos.
Allí estaba, del otro lado de aquella roca, el ritual inmemorial de su hogar. Era la salva del amanecer. Y sonaba por él, por el septuagésimo séptimo conde, Titus Groan, señor de Gormenghast, dondequiera que estuviese.
Allí estaba el ritual, todo aquello que había perdido, que andaba buscando. El hecho concreto. La prueba de su cordura y su amor.
—¡Oh, Dios! ¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡No estoy loco! ¡No estoy loco! —exclamó.
Gormenghast, su hogar. Podía sentirlo. Casi podía verlo. Sólo tenía que rodear la roca o trepar a ella para que sus ojos se llenaran de torres. En el aire se notaba el sabor del metal. Y una aceleración que parecía venir de las mismas piedras y los espacios infranqueables. ¿A qué estaba esperando?
De haberlo deseado, podría haber alcanzado la boca de la cueva sin mirar a su hogar. Y sí, dio uno o dos pasos hacia ella. Pero de nuevo una sensación de peligro inminente retuvo sus pies, y al instante oyó su propia voz que decía:
—No… no… ahora no. No es posible… ahora no.
Su corazón latía con violencia, porque algo estaba surgiendo… una especie de conocimiento. Una exaltación de la mente. Una síntesis. Porque, en un destello, Titus se dio cuenta de que había llegado a una nueva fase, de la que sólo era en parte consciente. Era una sensación de madurez, casi realización. Ya no necesitaba su hogar, porque siempre llevaba su Gormenghast consigo. Todo lo que buscaba lo llevaba en su interior. Había crecido. Lo que partió a buscar un joven lo había encontrado un hombre, lo había encontrado mediante el acto de vivir.
Allí estaba Titus Groan. Y así dio la espalda a la gran roca que jamás volvería a ver. Ni la cueva; ni el castillo que había del otro lado, porque Titus, como si se quitara de los hombros una pesada capa, echó a correr por la otra pendiente de la montaña, no por donde había subido, sino por un lugar que jamás había visto.
Y cada paso lo alejaba más de la Montaña de Gormenghast, y de todo cuanto formaba parte de su hogar.
FIN