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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (32 page)

BOOK: Titus solo
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En ese momento, sin saber siquiera qué hacía, Titus cogió el trono endeble con ambas manos y lo arrojó contra el suelo. El silencio se podía cortar.

Finalmente se oyó una voz. No era de Gueparda.

—Vino a nosotros cuando estaba perdido, pobre criatura. Perdido, o eso pensaba él. Pero no estaba perdido. Busca su hogar, pero en realidad nunca ha salido de él. Porque esto es Gormenghast, lo tiene a su alrededor.

—¡No! —exclamó Titus—. ¡No!

—Mira cómo grita. Está preocupado, pobrecillo. No se da cuenta de lo mucho que le queremos.

Como en un encantamiento, un centenar de voces repiten las palabras…

—…lo mucho que le queremos.

—Piensa que desplazarse significa cambiar de lugar. No se da cuenta de que camina siempre en el mismo sitio.

Y las voces repitieron. —…el mismo sitio. Luego, la voz de Gueparda.

—Y sin embargo, ésta es nuestra despedida. Una despedida de su antiguo a su nuevo yo. ¡Qué espléndido! Arrancar el propio trono de la raíz y arrojarlo al suelo. Después de todo, ¿qué era sino un símbolo? Tenemos demasiados. Nos movemos entre símbolos. Estamos hartos de ellos. Es una pena lo de tu cabeza.

Titus se volvió hacia ella.

—Mi cabeza —exclamó—. ¿Qué le pasa a mi cabeza?

—Está cambiando —dijo Gueparda.

—Sí, sí —repitió el coro saliendo de las sombras—. Eso es lo que ha pasado. ¡Su cabeza está cambiando!

Y entonces, aquella voz autoritaria llegó de nuevo desde más allá de la hoguera de enebro.

—Su cabeza ya no es más que un emblema. Su corazón es una cifra. No es más que un símbolo. Pero le queremos, ¿no es verdad?

—Oh, sí, le queremos, ¿no es verdad? —hizo el coro.

—Pero él está confundido. Piensa que ha perdido su hogar.

—… y a su hermana Fucsia.

—…y al doctor.

—…y a su madre.

En ese momento, al oír la palabra «madre», Titus saltó de entre los escombros, blanco como la muerte.

CIENTO TRES

Podía haber sido Gueparda, pero no lo era. Ella hizo la señal y, después, retrocedió un poco para tener una panorámica perfecta de la entrada a la habitación olvidada. Jamás sabremos quién era la persona que recibió la agónica puñalada en el corazón; pero el caballero se desplomó sobre las piedras del corredor porque, como un chivo expiatorio, recibió la furia que Titus hubiera querido hacer extensiva a todos los presentes.

Jadeando, con el sudor bañándole el rostro, de pronto notó que lo cogían del codo. Dos hombres le sujetaban. Mientras trataba de soltarse, entre la bruma de su ira, vio que se trataba de las dos figuras altas, sigilosas y ubicuas que le seguían desde hacía tanto tiempo.

Le obligaron a subir por los escalones hasta donde había estado el trono y de pronto, mientras se debatía sacudiendo la cabeza, vio por el rabillo del ojo algo que hizo que su corazón dejara de latir. Las figuras de los yelmos aflojaron la presa.

CIENTO CUATRO

Algo estaba saliendo de la habitación olvidada. Algo de gran envergadura y cubierto de mantos. Se movía con exagerada grandeza, arrastrando una cola polvorienta de fustán comida de polillas y, salpicado por todas partes, las ubicuas constelaciones de lima para los pájaros Los hombros de la que fuera su capa negra eran como montecillos blancos, y sobre estos montecillos llevaba posadas toda suerte de aves. En cuanto a los cabellos del fantasma, de un rojo antinatural, incluso éstos eran una buena percha para los pajarillos.

Mientras la dama se desplazaba con una prodigiosa autoridad, uno de los pájaros cayó de su hombro y se rompió contra el suelo.

De nuevo la risa. La horrible risa. Sonaba como la risa del infierno, caliente y burlona.

Si realmente existía Gormenghast, sin duda aquella mofa de su madre sería una humillación y le torturaría, recordándole que había abdicado, recordándole el ritual que tanto amaba y despreciaba. Si, por el contrario, aquel lugar no existía y no era más que una invención de su mente, poner al descubierto aquel amor secreto sin duda quebrantaría su ánimo.

—¿Dónde está? ¿Dónde está mi hijo? —dijo la voz de la voluminosa impostora. Era lenta y pastosa como unas gachas—. ¿Dónde está mi único hijo?

La criatura se ajustó el chal con un movimiento.

—Ven aquí y recibe tu castigo. Soy yo, tu madre. Gertrude de Gormenghast.

En un destello, Titus pudo ver que el monstruo acompañaba a otra parodia. En aquel momento crucial, Gueparda oyó lo mismo que Titus; un silbido agudo. Y no fue el sonido en sí lo que la desconcertó, sino el hecho de que hubiera alguien del otro lado de la pared. Aquello no formaba parte de su plan.

Aunque en un primer momento Titus no recordaba el significado del silbido, sintió una especie de afinidad remota con quien había silbado. Entretanto, había muchas otras cosas que ver.

¿Qué hay del insulto monstruoso a su madre? En cuanto a eso, el deseo de venganza ardía con fuerza en el interior de Titus.

Los invitados, iluminados ahora por la luz de las antorchas, empezaron a formar un gran círculo siguiendo instrucciones. Allí estaban, sobre el suelo irregular y cubierto de hierba, estirando el cuello como gallinas para ver qué sucedía después de aquel suceso maligno y sobrenatural.

CIENTO CINCO

Titus no podía ver el interior de la habitación olvidada, donde una docena de monstruosidades con mal genio habían sido recluidas. Pero ahora se produjo un movimiento en aquella prisión: la entrada quedó despejada cuando se alejó el primer personaje y, detrás de él, muy cerca, caminando como un pato, apareció una perversa caricatura de la hermana de Titus. Llevaba un vestido hecho jirones de un diabólico carmesí. Los cabellos oscuros y revueltos le llegaban a las rodillas y, al volver el rostro a la asamblea, pocos hubo que no contuvieran la respiración, pues estaba manchado de lágrimas negras y pegajosas, y las mejillas se veían descarnadas y cubiertas de rojeces. Caminaba arrastrando los pies tras la enorme figura de su madre, pero cuando estaban a punto de entrar en el círculo de antorchas se detuvo, miró con patetismo a un lado y a otro, y luego se puso grotescamente de puntillas, como si estuviera buscando a alguien. Tras unos momentos, echó la cabeza atrás y sus mechones negros prácticamente tocaron el suelo. Y así, con la cabeza levantaba de forma lastimera al cielo, abrió la boca en una «O» vacía y redonda y se puso a aullar a la luna. Aquello era absurdo. Ahí tenía algo de lo que vengarse. Y ese algo tomó a Titus y lo zarandeó, haciendo que se debatiera con más empeño a fin de soltarse.

Tan extraño y terrible era lo que veía que se quedó helado en manos de sus captores. Algo empezó a ceder en su mente. Algo perdió la fe en sí mismo.

—¿Dónde está mi hijo? —dijo la meliflua, y esta vez su madre volvió el rostro hacia él para que la viera.

En contraste con el rostro descarnado, enfermo y surcado de lágrimas de Fucsia, el rostro de su madre, era una losa de mármol sobre la que caía una cascada de falsos cabellos de color zanahoria. Aquel monstruo hablaba, aunque poco había en su rostro que pudiera considerarse una boca. Era como una enorme piedra plana que mil mareas hubieran erosionado.

Mientras la losa vacía lo miraba, Titus dejó escapar un grito de desolación.

—Ese es mi hijo —dijo la voz como gachas—. ¿No le habéis oído? Ese era el acento de los Groan. Pesaroso y sin embargo, qué extraño que haya muerto. ¿Como es estar muerto, mi hijo vagabundo?

—¿Muerto? —susurró Titus—. ¿Muerto? ¡No! ¡No!

Entonces, Fucsia atravesó con paso torpe el círculo, cuyo perímetro estaba saturado de rostros.

—Querido hermano —dijo al llegar al trono destrozado—. Hermano querido, confías en mí ¿verdad?

Levantó el rostro hacia él.

—No sirve de nada fingir. No estás solo. Yo me ahogué, ya lo sabes. Tenemos la muerte en común. ¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado cómo me ahogué en las aguas del foso? ¿No te parece glorioso que estemos muertos los dos? Yo, a mi manera, y tú, a la tuya.

Fucsia se estremeció, despidiendo unas nubes de polvo. Entretanto, Gueparda apareció junto a Titus.

—Soltad a su majestad —ordenó a sus captores—. Dejad que juegue. Dejad que juegue.

—Dejad que juegue —hizo el coro.

—Dejad que juegue —susurró Gueparda—. Dejad que finja que está vivo otra vez.

CIENTO SEIS

Las figuras tocadas con yelmo soltaron los brazos de Titus.

—Te hemos traído a tu madre y a tu hermana. ¿A quién más te gustaría ver?

Titus volvió la cabeza hacia ella y en sus ojos vio la magnitud de su amargura. ¿Por qué lo había elegido a él? ¿Qué había hecho? ¿Tan terrible era que jamás la hubiera amado por sí misma sino con lujuria?

La oscuridad pareció concentrarse. La luz de las antorchas ardía de forma irregular y una leve llovizna salió de la noche.

—Estamos reuniendo a tu familia —susurró Gueparda—. Llevan demasiado tiempo en Gormenghast. Debes salir a recibirlos y entrar con ellos en el círculo. Mira, te están esperando. Te necesitan. Porque ¿acaso no les abandonaste? ¿Acaso no abdicaste? Por eso están aquí. Por una sola razón. Para perdonarte. Para perdonar tu traición. Mira cómo les brillan los ojos de amor.

Mientras hablaba, sucedieron tres cosas importantes. La primera —a instigación de Gueparda— fue que inmediatamente se abrió un corredor entre los escalones del trono y el círculo, para que Titus pudiera ir hasta allí sin obstáculos.

La segunda fue la repetición del silbido chillón y reminiscente que Titus y Gueparda habían oído un rato antes. Esta vez sonó más cerca.

La tercera fue que nuevos monstruos empezaron a llegar al centro del círculo.

La habitación olvidada los iba escupiendo, uno a uno. Primero las tías, las mellizas, cuyos rostros estaban iluminados de tal forma que parecían suspendidos en el aire. La longitud de sus cuellos; sus narices horriblemente respingonas; el vacío de sus miradas… todo esto por sí solo ya era malo, sin las palabras que pronunciaban una y otra vez en un tono uniforme y monótono.

—Arde… arde… arde…

Después salió Sepulcravo, moviéndose como si estuviera en trance, con su alma fatigada en la mirada y los libros bajo el brazo. A su alrededor los collares de mando, de acero y oro.

En la cabeza llevaba la corona de color herrumbre de los Groan. Cada paso iba acompañado de profundos suspiros, como si cada uno fuera el último. Inclinado como si la pena le pesara, se lamentaba con cada gesto. Llegó al centro del círculo arrastrando una larga cola de plumas, imitando con su trágica boca el ulular de un búho.

Aquello cada vez se parecía más a una espantosa pantomima. Todo cuanto Gueparda había oído durante los accesos de fiebre de Titus, todo su pasado, había quedado almacenado en su espaciosa memoria.

Cada uno de aquellos personajes surgía amenazante, cauteloso; se pavoneaba o avanzaba con pesar, lloraba, aullaba o guardaba silencio.

Una criatura flaca con hombros altos y deformes y un rostro en dos colores saltaba a un lado y a otro como si tratara de liberar su energía.

Al verla Titus retrocedió, no por miedo, sino debido a la sorpresa; porque mucho tiempo atrás él y Pirañavelo habían luchado a muerte. El hecho de saber que todo aquello era una especie de cruel payasada no parecía ayudarlo, pues en los rincones más remotos de su imaginación el impacto era tremendo.

¿Quién más había en el tosco círculo hacia el que Titus se dirigía ahora involuntariamente? Estaba el delgado doctor con su risita estridente. Al mirarlo, Titus no vio al extremado payaso que tenía ante él con andares y voz afectada, sino al verdadero doctor. El doctor al que tanto amaba.

Cuando llegó al círculo, a punto de entrar en él, cerró los ojos en un intento por liberarse de todos aquellos monstruos, porque le recordaban cruelmente los días lejanos en que sus modelos eran reales. Pero, justo cuando los cerró se oyó un tercer silbido. Esta vez aquella nota aguda parecía mucho más cercana. Tan cercana que no sólo hizo que Titus volviera a abrir los ojos, sino que mirara a su alrededor. Y, al hacerlo oyó una vez más aquella nota aguda.

CIENTO SIETE

Cuando Titus los vio, a Tirachina, Congrejo y Grieta-Campana, el corazón le dio un vuelco. Sus rostros extravagantes y extraños estaban allí para luchar por su cordura como un doctor lucha por salvar la vida de su paciente. Pero ni con un simple parpadeo traicionaron el hecho de que eran amigos suyos.

Y sin embargo, ahora tenía aliados, aunque ignoraba cómo podrían ayudarlo. Sus tres cabezas permanecían muy quietas en medio de la conmoción general. No le miraban a él, sino
a través
de él, como si fueran perros de caza y trataran de indicarle a Titus que volviera la vista a una pared cubierta de helechos en la que se había apoyado la tosca figura de Trampamorro.

En cuanto a Gueparda, sentada escrutando a su presa, esperaba el momento del colapso; saboreando la parte dulce y la parte amarga de todo aquello. Pero entonces Titus apartó la cabeza con un acceso de náuseas. Ella siguió su mirada y vio una figura que no tenía que estar allí.

En cuanto Titus lo vio, empezó a avanzar tambaleándose hacia él, aunque sabía que no podría atravesar el muro humano que lo circundaba.

Con los ojos de Titus y de Gueparda sobre él, a cada instante eran más los invitados que reparaban en la presencia de Trampamorro, que seguía apoyado con indiferencia en la pared cubierta de helechos.

CIENTO OCHO

Cada vez era menor la atención que se prestaba a los actores del centro del círculo, y Gueparda, viendo que su plan se venía abajo, volvió su rostro de ira concentrada hacia aquel intruso alto y enigmático.

De acuerdo con su plan, a esas alturas Titus, la causa de su quemazón y su odio, hubiera debido estar a punto de someterse.

Prácticamente todas las cabezas miraban hacia el legendario Trampamorro, y un extraño silencio cayó sobre aquel insólito escenario. Incluso el murmullo de las hojas de los árboles cercanos se había apagado.

Cuando Titus vio a su viejo amigo, no pudo contener un grito…

—¡Ayúdeme, por favor!

Trampamorro no pareció oírlo. No, él estaba examinando las apariciones, hasta que sus ojos se detuvieron en una en particular. Aquella figura indefinida se arrastraba dentro y fuera del círculo como si buscara algo importante. Pero, fuera lo que fuese, el ojo centellante de Trampamorro la seguía a todas partes. Al final la figura se detuvo, la cabeza calva y reluciente, y a Trampamorro no le quedó ninguna duda sobre la identidad de aquel hombre. Era una criatura tan repulsiva e indescriptible que al verla la sangre se le helaba a uno.

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