Titus solo (33 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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Titus volvió a llamar a gritos a Trampamorro, y de nuevo no obtuvo respuesta. Y sin embargo allí estaba, apoyado contra una pared a la media luz, donde podía oírle. ¿Qué le pasaba a su viejo amigo? ¿Por qué, después de tanto rato, no le hacía caso? Titus hizo chocar sus puños. Sin duda, aquel reencuentro hubiera debido suscitar alguna emoción… Pero no. Hasta donde alcanzaba a ver, Trampamorro no respondía. Apostado a la sombra de un pilar cubierto de helechos, se lo hubiera podido tomar fácilmente por un mendigo, de no ser porque ningún mendigo podía parecer tan harapiento y al mismo tiempo tener un aire tan regio.

De haberse acercado a él Titus o cualquier otro, hubiera visto una luz mortífera en los ojos de aquel hombre feroz. No era más que un destello, una chispa de fuego. Y sin embargo, esa chispa, ese peligro, no iba dirigido a nadie en particular; y tampoco fluctuaba. Era algo constante. Algo que se había convertido en parte de él, como un brazo o una pierna. Por su aire de apatía, se hubiera dicho que pensaba quedarse allí para siempre. Pero esta ilusión duró poco, aunque parecía que la concurrencia llevaba horas observándolo. Jamás habían visto nada parecido: un gigante vestido con harapos.

Y entonces, poco a poco —porque hizo falta un buen rato para que todos desplazaran su mirada de este intruso magnético al objeto de su escrutinio—, poco a poco no quedó una sola persona en toda la concurrencia que no estuviera mirando la cabeza pulida del padre de Gueparda.

Tan visible era el cráneo bajo la piel tensa que era inevitable pensar en la muerte. Sólo había una par de ojos que no estaban clavados en aquella cabeza; y eran los del hombre en cuestión.

Luego, muy despacio, Trampamorro bostezó, estirando los brazos al máximo como si quisiera tocar el cielo. Dio un paso al frente y entonces, finalmente, habló, pero no con su voz, sino con algo mucho más elocuente, doblando su dedo índice lleno de cicatrices.

CIENTO NUEVE

El padre de Gueparda, viendo que no tenía más remedio que obedecer —pues había algo terrible e imperioso en Trampamorro, con aquellas migajas de fuego en la mirada—, se dirigió a regañadientes hacia el gran vagabundo. Seguía sin oírse ni un sonido en el mundo.

Titus volvió a hacer chocar sus puños, como un hombre que golpea una puerta para poder liberar su alma. Ni una sola cabeza se volvió a mirarlo, y el silencio regresó y llenó la carcasa de la Casa Negra. Pero aunque no hubo ningún movimiento físico salvo el del hombre calvo, un escalofrío se extendió por el suelo, como el aliento en un húmedo fresco lleno de figuras que se estuviese pudriendo; así de silencioso era aquel despliegue nocturno; y de pronto, el círculo de cabezas se cerró en torno a los protagonistas y éstos empezaron a acercarse.

Trampamorro había bajado el dedo y se acercaba al científico a un paso deliberadamente lento. Dos mundos se acercaban.

Pero ¿qué hay de Gueparda? ¿Dónde podía estar ella en ese bosque de piernas, con su bello y menudo rostro crispado y empalidecido? Todo había salido mal. Lo que fuera un plan organizado se había convertido en un caos humillante. La habían olvidado. Se había perdido en un mundo de extremidades. Aún así, más por instinto que obedeciendo a su razón, se dirigió hacia el lugar donde había visto por última vez a Titus, pues perderlo hubiera sido como perder su venganza.

Aunque, a decir verdad, no era ella la única descontenta. A su manera, Titus estaba tan indignado como ella. Aquella espantosa payasada le había llenado de odio. Y no sólo eso. También estaba Trampamorro, su viejo amigo. ¿Por qué estaba tan callado y tan sordo a sus gritos?

En un arrebato de frustración, se abrió paso a codazos hasta el exterior del círculo y entonces, por fin libre, corrió hacia Trampamorro como si pretendiera atacarlo.

Ahora bien, cuando estuvo lo bastante cerca para golpear a la gran figura, se paró en seco, porque vio lo que había subyugado al hombre calvo. Eran las brasas en los ojos de su amigo.

Aquél no era el Trampamorro que él conocía, sino alguien muy distinto. Un solitario que no tenía amigos, ni los necesitaba, porque estaba obsesionado.

Titus vio todo esto cuando se plantó ante él en la penumbra. Vio las ascuas y su ira se desvaneció. Se percató con una sola mirada de que Trampamorro buscaba muerte, de que estaba enajenado. ¿Qué lo empujó entonces, a pesar de ese horror, hacia él? Porque Trampamorro seguía sin reparar en su presencia. ¿Qué fue lo hizo avanzar hasta interponerse entre él y el padre de Gueparda? Era una especie de amor.

—Viejo amigo —dijo Titus con suavidad—. Mírame, mírame. ¿Lo has olvidado?

Finalmente, Trampamorro volvió sus ojos hacia Titus.

—¿Quién eres? Deja que mis lémures se vayan, muchacho.

Su rostro parecía tallado en madera gris.

—Escucha —dijo el vagabundo—. Me recuerdas a un amigo que tuve. Se llamaba Titus. Él siempre decía que vivía en un castillo. Tenía una cicatriz en los pómulos. Oh, sí, Titus Groan, señor de los Caminos.

—Ése soy yo —exclamó Titus desesperado.

—¡Bum! —hizo Trampamorro con una voz abstracta como el aire de la noche—. No tardará. ¡Bum!

Titus se lo quedó mirando; y Gueparda también, a través de un hueco entre la gente. Trampamorro se estremecía con violencia.

—Dame una pista, por el amor de Dios. ¿Qué es ese «bum» que dices? ¿Qué es lo que no tardará? —preguntó Titus.

Para entonces el científico estaba a sólo unos pasos de Trampamorro, como si una fuerza invisible lo empujara hacia él.

Pero no era sólo el científico quien se movía inexorablemente. La multitud, centímetro a centímetro, empezó a desplazarse con pasos minúsculos; sus cabezas se cerraban cada vez más en torno a los protagonistas de aquella escena.

De no ser porque todos los ojos miraban traspuestos a aquellos tres, alguien se hubiera apercibido de la presencia de Juno y el Ancla.

CIENTO DIEZ

Nadie había reparado en su llegada. Una gran campana repicaba en el pecho de Juno. Sus ojos estaban clavados en Titus. Temblaba. Un torbellino de recuerdos la asaltó. Deseaba correr hasta él y abrazarlo. Pero el Ancla la frenó, sujetándola por el codo tembloroso.

A diferencia de ella, aquel hombre, con su mata de pelo rojo y oscuro, permaneció a su lado con toda la sangre fría del mundo. Parecía poseer un perfecto dominio sobre sí mismo.

Observaba cada movimiento, y entonces dejó ajuno en un rincón en sombras. No debía moverse de allí hasta que él se lo dijera. Ancla regresó al centro de la violencia que parecía a punto de desencadenarse. Vio salir a una criatura de un muro de piernas. Era delgada como una vara. Una gran piedra de color rojo sangre parpadeaba sobre su pecho, como si estuviera transmitiendo en algún código secreto. Pero fue su rostro lo que le dejó helado. Era terrible, porque había renunciado a seguir fingiendo. Ya no importaba Toda la feminidad había desaparecido de él. Las facciones se habían convertido en simples añadidos físicos a la cabeza. El rostro había muerto bajo ellas. Era un lugar vacío por el que los vientos podían soplar, calientes o fríos, del cielo o del infierno.

En cuanto al flemático Ancla, se había fijado en la larga hilera de aeroplanos que brillaban en la semioscuridad. A falta de algo mejor, ahí tenían una vía de escape.

Ahora estaba preparado. Ahora, antes de que la noche se cerrara, debía golpear cuando llegara el momento. ¿Cuándo? No tuvo que esperar mucho para conocer la respuesta.

Gueparda ya había localizado a Titus y a su padre. Se había detenido de repente, igual que un pájaro en mitad de una huida; porque fue con gran asombro que se encontró muy cerca del enorme desconocido, que en aquel momento estaba cogiendo a su padre del pescuezo como cogería un perro a una rata.

CIENTO ONCE

Todo parecía estar sucediendo simultáneamente. Sobre aquel escenario la luz cambió como si hubieran echado encima una gasa, casi como si la luna hubiera decidido volver. Hubo un destello de algo metálico, pues no había ningún otro material que pudiera emitir un brillo tan intenso en la oscuridad de la noche.

Titus, distraído por un momento por aquellos destellos, apartó la mirada de Gueparda y su padre, suspendido en el aire, para descubrir por fin lo que estaba buscando. Y al verlo, una lengua de fuego desmedida se desprendió de la hoguera. Esta lengua, aunque lejana, fue lo bastante intensa para sacar de las sombras un rostro inexpresivo, y luego otro. Pero en seguida desaparecieron, aunque la luz seguía parpadeando sobre ellos. Ya no estaban, aunque los penachos de sus yelmos parecían vivos bajo aquella luz. Incluso sin los yelmos, esos dos hombres eran altos. Pero con ellos le sacaban más de una cabeza a de la multitud.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Titus. Vio que la multitud se apartaba para que los «yelmos» pudieran pasar. Oyó que la gente los urgía a ocuparse de Trampamorro.

—Lleváoslo —gritaban—. ¿Quién es ese hombre? ¿Qué quiere? Está asustando a las damas.

Pero entre la multitud, nadie salvo los «yelmos» y Gueparda, que temblaba presa de una ira diabólica, nadie se atrevió a dar un solo paso.

En cuanto a Trampamorro, seguía con el brazo estirado y el científico colgando de su extremo. Aquél era el hombre a quien quería asesinar. Pero ahora que tenía a aquella criatura calva a su alcance no podía odiarlo con la misma intensidad.

Titus estaba horrorizado ante la escena. Horrorizado por la bajeza de todo aquello. Horrorizado ante la idea de que a alguien se le pudiera haber ocurrido mofarse de su familia de aquella manera. Horrorizado y asustado. Volvió la cabeza y vio a Gueparda y la sangre se le heló en las venas.

La sed de venganza saturaba el organismo y se debatía en el pequeño pecho de la chica. Titus la había despreciado. Y ahora estaba aquel hombre harapiento, que pretendía humillar a su familia. Y Juno, a quien vio por el rabillo del ojo. El vello se le erizó en la nuca. Gueparda no olvidaba. Aquélla era la Juno que Titus conoció antes que a ella. Su antigua amante.

CIENTO DOCE

Habían añadido leña a la hoguera de ramas de enebro y de nuevo una lengua de fuego amarilla saltó por los aires. Su luz iluminó los árboles cercanos débilmente. El perfume del enebro impregnaba el ambiente. Era lo único agradable en aquella noche. Pero nadie se fijó.

Los animales y las aves, incapaces de irse a dormir, observaban desde cualquier lugar al que pudieran encaramarse. Entre ellos había una especie de acuerdo tácito, de modo que no se molestarían entre ellos hasta el amanecer. Y fue así que las aves de presa se sentaron junto a las palomas y los búhos y los zorros, junto a los ratones.

Desde donde estaba, Titus veía a los protagonistas como si estuvieran en un escenario. El tiempo parecía acabarse. El mundo había perdido interés por sí mismo y sus posiciones. Estaban entre el avance y el retroceso. Era excesivo. Pero no había alternativa, ni para el corazón ni para la mente. No podía abandonar a Trampamorro. Quería a aquel hombre. Sí, incluso en ese momento, aunque en sus ojos arrogantes veía aquellas ascuas rojas. Intuyendo que la locura se estaba adueñando de todos, Titus empezó a temer por su propia cordura. Y sin embargo hay lealtad en los sueños, y belleza en la locura, y no podía apartarse del harapiento lado de su amigo. Del mismo modo que los invitados no podían hacer nada. Estaban como hechizados.

En ese momento se oyó la voz de Trampamorro y al instante siguió una voz que no parecía la suya. Una voz amortiguada y mucho más amenazadora había ocupado su lugar.

—Sucedió hace mucho tiempo —dijo—, cuando yo llevaba otro tipo de vida. Deambulaba en el amanecer. Devoraba el mundo como una serpiente que se devora a sí misma, empezando por la cola. Ahora estoy al revés. Los leones rugían por mí. Rugían por mi sangre. Pero ahora están muertos y sus rugidos han quedado reducidos a nada, porque tú, cabeza de asno, hiciste que sus corazones dejaran de latir. Ha llegado el momento de que también tu corazón deje de hacerlo.

Trampamorro no miraba a aquel despojo que tenía sujeto del extremo del brazo. Miraba a través de él. Y entonces dejó caer la mano y arrastró al científico por el polvo.

—Así que di un paseo. ¡Y qué paseo! Me llevó a tu fábrica, donde conocí a tus amigos y tus máquinas, y todo cuanto acarreó la muerte de mis bestias. ¡Oh, Dios, mis bestias coloridas, mi fauna ardiente! Y una vez allí accioné la espoleta azul del centro. No creo que tarde. ¡Bum! —Trampamorro miró a su alrededor—. Bueno, bueno, bueno —dijo—. Bonito montón de gente tenemos aquí. ¡Cielos, Titus, chico, el aire parece contaminado! Míralos. ¿Los conoces? ¡Ja ja! ¡Por el hígado de Dios, si no son ésos los de los yelmos! Cómo nos pisan la cola.

—Señor —dijo el Ancla adelantándose—. Deje que le aguante yo al científico. Incluso un brazo como el suyo debe de cansarse.

—¿Y tú quién eres? —dijo Trampamorro dejando su brazo donde estaba, como un poste, porque había vuelto a levantarlo.

—¿Acaso importa? —repuso el Ancla.

—¡Importar! ¡Ja ja, ésa sí que es buena! —dijo Trampamorro—. Tanto como esa melena cobriza que tienes. ¿Cómo es que has decidido unirte a nosotros?

—Tenemos una dama en común.

—¿Y quién es esa dama? —preguntó Trampamorro—. ¿La reina de las sirenas?

—¿Eso es lo que parezco? —Era Juno quien, desoyendo las indicaciones del Ancla, había salido de las sombras para llegarse a su lado—. Oh, Titus, amor mío.

Al salir Juno de las sombras, el aire pareció electrificarse, y una figura se movió como el rayo, veloz como una comadreja. Era Gueparda.

CIENTO TRECE

Así que aquélla era Juno; aquélla, la puta impetuosa. Gueparda se mordió el labio hasta que la sangre le cayó por la barbilla.

Hacía tiempo que había desechado cualquier pensamiento relacionado con sus atractivos. Habían dejado de interesarle, porque algo mil veces más importante ocupaba su mente como un hoyo lleno de vapores. Pero cuando aquella enanita venenosa se dirigía con una terrible determinación hacia su rival, una explosión la obligó a detenerse.

Gueparda no fue la única en hacerlo al oír el estallido; a su manera cada una de las personas que había allí quedó clavada en el suelo de la Casa Negra: Juno, Ancla, Titus, Trampamorro, los hombres de los yelmos, los tres del Subrío y un centenar de invitados. Y más aún. Los pájaros y las bestias de los bosques se quedaron petrificados sobre las ramas, hasta que, levantando el vuelo simultáneamente, una gran masa de pájaros se elevó como niebla en la noche, espesando el aire y sofocando la luna. Las ramas y ramitas en las que habían estado posados se elevaron ligeramente en aquella oscuridad traída por las aves.

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