Viendo que los demás se habían quedado pegados al suelo, Gueparda trató de llegar a ellos para luchar con las únicas armas que poseía, dos hileras de dientes pequeños y afilados y diez uñas. Juno había pasado a ocupar el primer lugar en su lista de objetivos, por delante de Titus, pero, al igual que ellos, su cabeza se había vuelto hacia el lugar de donde provenía el sonido y no podía controlarla.
Que su padre, el más grande de los científicos, estuviera colgando por el pescuezo del brazo estirado de una especie de bandido no la inflamó ni encendió sus pasiones, porque en su cuerpo menudo y trémulo no quedaba sitio para una emoción semejante. No podía sentir nada por él. Estaba completamente consumida.
El primero en hablar fue el Ancla.
—¿Qué ha sido eso? —y, mientras lo decía, un resplandor apareció en el horizonte en la dirección de donde provenía el sonido.
—Debe de ser la muerte de muchos hombres —dijo Trampamorro—. Debe de ser el último rugido de la fauna dorada: el rojo de la sangre del mundo; el juicio final está un paso más cerca. Ha sido la espoleta. La espoleta azul. Mi querido amigo —dijo, volviéndose hacia el Ancla—, sólo tienes que mirar al cielo.
Sí; el cielo parecía estar cobrando vida. Feas como una llaga infectada, una tras otra las gasas transparentes de tejido ondeaban por el cielo de la noche, desprendiéndose una a una para revelar otros tejidos más repugnantes en un empíreo más repulsivo.
Y entonces la multitud en pleno alzó la voz y exigió que terminara aquella macabra payasada.
Pero cuando Trampamorro se adelantó, ellos retrocedieron, porque había algo inconmensurable en su sonrisa que había que evitar.
Retrocedieron uno o dos pasos, salvo los hombres de los yelmos. Aquel par, defendiendo su territorio, se inclinaron hacia adelante. Ahora que estaban tan cerca, se pudo ver que sus cabezas eran como calaveras, hermosas como si estuvieran cinceladas. Si alguna piel tenían, estaba tensa como la seda. Había una especie de brillo sobre sus cabezas, casi luminosidad. Y no hablaban con sus minúsculas bocas. No podían. Sólo la muchedumbre lo hacía, mientras sus ropas se mojaban, la noche estropeaba sus exquisitos trajes y el rocío ennegrecía los bajos de sus vestidos. Igual que la pechera de los mudos escoltas.
—Se lo vuelvo a preguntar, señor. ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Ha sido un trueno? —dijo el Ancla, aunque sabía perfectamente que no era eso. Y habló mirando al hombre feroz, pero también a Titus; y a Gueparda. Así como a los hombres de los yelmos que amenazaban a Trampamorro. Lo miraba todo. Sus ojos, en contraste con la llamarada de sus cabellos cobrizos, eran grises como charcas.
Pero sobre todo, observaba a Juno. Todos los ojos se habían apartado ya de la dirección de donde provenía el sonido y del cielo enfermo, y entre todos formaron un dibujo en la oscuridad justo cuando la primera pincelada del amanecer apareció por el este boscoso.
Juno, con los ojos bañados en lágrimas, aferró a Titus del brazo en un momento en que él hubiera querido desde el fondo de su alma marcharse, huir para siempre. Pero no se puso rígido ni retiró el brazo, ni hizo nada que pudiera herirla. Y sin embargo Juno lo soltó, y dejó que su mano cayera como un peso muerto contra su cuerpo.
Titus la miró, casi como si perteneciera a otro mundo, y sus labios, aunque esbozaron una sonrisa, parecían sin vida. Allí estaban aquellos dos, lado a lado, con la parte más adorable de sus respectivos pasados en común. Y sin embargo parecían perdidos. Todo esto fue en un destello, y el Ancla reparó en ello.
También reparó en algo de naturaleza muy distinta. Las ascuas impersonales de los ojos de Trampamorro parecían haber cobrado vida. Aquella luz pequeña y apagada había empezado a oscilar en el interior de las pupilas.
Pero este fenómeno amedrentador contrastaba con el control que parecía ejercer sobre su voz. Se oía perfectamente, aunque era poco más que un susurro. Viniendo del hombre grande con nariz de timón era un arma de doble filo.
—No ha sido un trueno —dijo—. Los truenos no tienen propósito. Y esto ha sido la misma esencia del propósito. No ha habido una explosión porque sí.
Aprovechando que Trampamorro estaba ocupado en su oratoria, Ancla lo rodeó, sin ser visto, hasta situarse algo por detrás de Titus, pues desde esa posición podía ver a Juno y a Gueparda a la vez.
El aire estaba erizado, porque se habían visto la una a la otra. Sin saberlo, Juno tenía ventaja, porque la ferocidad de Gueparda se dividía casi a partes iguales entre ella y Titus.
Toda aquella parodia se había preparado para humillarlo. Gueparda había llegado a donde hizo falta para asegurarse el éxito; y sin embargo ahora todo había terminado y ella estaba en medio de aquel naufragio, con su cuerpo menudo vibrando como la cuerda de un arco.
—¡Desmanteladlos! —gritó, porque, sobresaliendo por encima de la multitud, vio las máscaras estropeadas, las madejas de pelo; a la condesa partiéndose en dos, polvorienta y grotesca; el serrín; la pintura.
—¡Bajad esas cosas! —gritó poniéndose de puntillas, porque, por el rabillo del ojo, vio una gran mole semi humana que se tambaleaba y se partía por la mitad y, al desplomarse, se giraba y dejaba a la vista las largas y sucias madejas de pelo, la máscara con su terrible palidez, iluminados por la marea del amanecer. Y la siguieron los demás, que hacía tan poco habían sido símbolos de burla y mofa. Algunos con el maquillaje goteando; los restos polvorientos de serrín manchado.
De pronto, una mujer gritó y, como si aquello fuera una señal, estalló una cacofonía general y varias señoras se pusieron histéricas y empezaron a golpear a sus maridos o sus novios.
Trampamorro, cuya perorata se había visto interrumpida, se limitó a echar una mirada a la multitud y luego, durante un buen rato, estuvo mirando fijamente la cosa que aún tenía colgando del extremo del brazo, Al final, recordó lo que era.
—Pensaba matarte —dijo— como a un conejo. Asestándote un golpe en la nuca con el canto de la mano. Hasta había pensado estrangularte, pero eso sería demasiado bueno para ü. Luego se me ocurrió ahogarte en un cubo, aunque todas estas cosas me parecen demasiado buenas. No sabrías apreciarlas. Pero, algo tendré que hacer contigo, ¿no crees? ¿Crees que tu hija te quiere? Se acerca su cumpleaños, ¿no? Entonces me arriesgaré, pequeña cucaracha. Mírala. Despeinada y perversa. Mira cómo suspira por él, y eso que parece que está como una chota. Después de todo, tengo que mostrarme rudo, mi dulce colgajo, porque tú mataste a mis animales. ¡Cómo se deslizaban en su momento, cómo deambulaban; con qué abandono resbalaban o saltaban! Señor, ¡cómo ladeaban sus cabezas! ¡Dios! ¡Cómo ladeaban sus cabezas! En otro tiempo había islas cubiertas de palmeras, arrecifes de coral y arenas blancas como la leche. ¿Qué hay ahora salvo una gran confusión del corazón? Suciedad, miseria, y un mundo de hombres pequeños.
En el instante en que Trampamorro hacía una pausa para coger aliento, pudo verse a Gueparda cubrir con rapidez los últimos escalones que la separaban de Titus, como un ser vil impulsado por un viento maligno.
De no ser porque, con una agilidad inesperada, Juno se interpuso, es muy probable que la chica le hubiera arañado el rostro con sus uñas largas y verdes.
Viendo que no podía dejar su marca en el rostro de Titus, Gueparda aulló en un acceso de maldad mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas formando churretones de maquillaje.
Porque, en menos de lo que tarda en decirse, el Ancla había apartado a Juno y a Titus del alcance del dardo maligno. Temblando, Gueparda esperaba el siguiente movimiento, levantándose y bajando sobre sus pies menudos.
El amanecer empezaba a resaltar algunas hojas en los árboles cercanos y resplandecía débilmente sobre los yelmos de los dos agentes casi idénticos.
Pero Titus no quería esconderse detrás del voluntarioso Ancla. Estaba agradecido, pero también enfureció al ver que lo apartaban. En cuanto a Juno, que antes ya había desobedecido al Ancla… volvió a hacerlo. Pues tampoco ella tenía deseo alguno de permanecer a la sombra de su amigo. Estaban demasiado inquietos, demasiado nerviosos para permanecer inactivos. Al ver lo que pasaba, el Ancla se limitó a encogerse de hombros.
—Ha llegado el momento de hacer lo que está escrito que hagamos —anunció Trampamorro—. Es hora de huir, de que los bastardos como yo pongan fin a todo esto. ¿Y qué si mis ojos están hinchados y enrojecidos? ¿Y qué si me queman en sus cuencas? Me he bañado en los estrechos de Actapón con fósforo en el agua y mis extremidades como peces. ¿A quién le importa eso ahora? ¿A ti te importa? —dijo, pasándose el bulto del padre de Gueparda de una enorme mano a la otra—. ¿Te importa? Sé sincero. —Trampamorro se inclinó y aplicó la oreja al bulto—. Es bestial —dijo—, y está viva. —Y dicho esto arrojó el pequeño científico contra su hija, que no tuvo más remedio que cogerlo al ver que lo tenía encima.
El hombre gimoteó ligeramente cuando su hija lo dejó caer al suelo. Se puso en pie, y su cara era la viva imagen del terror.
—Debo volver al trabajo —dijo con un hilo de voz que hizo que a todos los trabajadores les subiera un escalofrío por la espalda.
—Yo de ti no lo haría —le dijo Trampamorro—. La fábrica ha explotado. ¿Es que no oyes la reverberación? ¿No ves lo horrible que es este amanecer? Hay ceniza flotando en el aire.
—¿Explotar? ¡No!… ¡No!… Era todo lo que tenía. Mi ciencia. ¡Todo lo que tenía!
—Me han dicho que era una moza adorable —le soltó Trampamorro.
El padre de Gueparda, demasiado asustado para contestar, se volvió hacia la espantosa luz que seguía rugiendo furiosa en el cielo.
—Deja que me vaya —exclamó, aunque nadie le había tocado—. ¡Oh, Dios! ¡Mis fórmulas! —Y echó a correr.
Corrió y corrió, saltando las paredes, y se perdió en las sombras del amanecer. Siguiendo a sus palabras pudo oírse una risa pastosa y extraña. Era Trampamorro. Sus ojos eran como dos peniques al rojo. Mientras aún resonaban los ecos de su risa, Gueparda había maniobrado para volver a tener a tiro a Titus. Éste, algo apartado del Ancla, se había dado la vuelta un momento para mirar a la chusma boquiabierta que los rodeaba.
Fue en ese momento, cuando miraba hacia otro lado, cuando Gueparda atacó, rompiéndose las uñas como se rompen las conchas marinas. La sangre caliente manó profusamente por el cuello de Titus. Juno se lanzó sobre la chica al instante.
Resulta difícil saber cómo pudo moverse con tanta rapidez. Pero cuando Juno saltó hacia delante y levantó el brazo para golpear, se contuvo para no tocar a aquella febril criatura, porque había algo terrible en la discrepancia de tamaño entre las dos, algo lastimoso en el rostro menudo y deshecho de Gueparda, manchado de sangre, por muy perverso que fuera.
Pero ahí se acabaron sus escrúpulos y, temblando tanto como su antagonista, Juno estaba a punto de ser sujetada por el Ancla cuando el chillido más estridente desgarró el amanecer como desgarra un cuchillo un tejido; tras esta manifestación de sus pulmones, Gueparda se volvió hacia todos ellos y escupió. Allí estaba la que fuera la exquisita Gueparda, la reina del hielo; la orquídea; brillante en cuerpo y mente. Despojada ahora de su dignidad, enseñó los dientes.
¿Qué pretendía? Sus ojos recorrieron con rapidez el semicírculo. Vio que Juno curaba las heridas de Titus como podía. Entre aquel par y ella se interponía el Ancla. Gueparda miró a su alrededor con desespero y vio que la luz de los ojos de Trampamorro iba dirigida a ella, que no había amor en ellos, y que se encontraba irremediablemente sola. Sus ojos volvieron a Titus. —¡Te odio! —exclamó—. Odio todo lo que crees que eres.
Odio tu Gormenghast Siempre lo odiaré. Y si existiera de verdad lo odiaría aún más. Me alegro de que el cuello te sangre, ¡bestia inmunda!
Se dio la vuelta y huyó de aquel arrebato que ninguno de ellos podía comprender… corrió como un sudario de oscuridad; corrió y corrió; hasta que sólo los que tenían la vista más aguda pudieron verla adentrarse en las profundas sombras del más oriental de los bosques. Pero aunque no tardó en estar demasiado lejos incluso para los ojos más agudos, su voz seguía llegando a ellos, hasta que finalmente sólo pudieron oír un grito lejano y tenue, después nada.
Trampamorro alzó su rostro grande y tallado al cielo.
—Ven, Tifus. Me parece que ya te recuerdo. ¿Qué ocurre? ¿Es que siempre vas por ahí rodeado de sangre, como un carnicero?
—Déjale en paz, Trampamorro querido. Está muy enfermo —dijo Juno.
Pero no podían bajar la guardia. Gueparda se había ido, es cierto, y su padre también, pero el peligro acechaba por otro lado. La multitud empezaba a encenderse. Se oían gritos furiosos, porque estaban muy asustados. Todo había salido mal. Tenían frío. Estaban perdidos. Tenían hambre. Y Gueparda, el centro de todo, los había abandonado. ¿A quién podían volverse ahora? En su situación, poco podían hacer salvo insultar a aquellas figuras sombrías. Justo después de una andanada particularmente fea, una voz espesa gritó:
—¡Miradlos! —dijo la voz—. Mirad a ese loco con la venda. ¡Septuagésimo séptimo conde! ¡Ja ja! Ahí tienes tu Gormenghast. ¿Por qué no vienes y nos demuestras lo que vales, mi señor?
¿Por qué este comentario en particular irritó tanto a Trampamorro? Es difícil saberlo pero así fue, de modo que se acercó a la multitud con intención de aniquilar al que lo había hecho. Para llegar hasta él, pavoneándose con sus harapos, tuvo que pasar entre los dos inescrutables hombres de los yelmos. Hubo una especie de suspiro cuando los dos se apartaron para dejarlo pasar. Luego, como si estuviera todo preparado, se dieron la vuelta y, sacando sus cuchillos, los clavaron en la espalda de Trampamorro.
No murió en seguida, aunque las hojas que lo hirieron eran largas. No emitió ningún sonido, sólo contuvo un momento la respiración. El rojo había desaparecido de sus ojos y, en su lugar, había una prodigiosa cordura.
—¿Dónde está Titus? —dijo—. Traed al joven rufián a mi lado.
No fue necesario decirle a Titus lo que tenía que hacer. Corrió junto a Trampamorro al punto, lleno de ternura a pesar de su apasionamiento, y abrazó a su viejo amigo.
—¡Eh! ¡Eh! No estrujes lo poco que queda de mí, amigo.
—Mi querido Trampamorro, mí querido amigo.
—No exageres —susurró éste, a quien le empezaron a flaquear las rodillas—. No te pongas ñoño… ¿eh? ¿Eh? ¿Dónde está tu mano, muchacho?