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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (19 page)

BOOK: Titus solo
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La sujetó como una tea. El agua le llegaba a los tobillos y hasta el más mínimo detalle de su figura se reflejaba en ella.

Ahora que Sudario estaba tan cerca de Titus que no los separarían más de tres metros, se hubiera podido pensar que alguien de entre aquella gran concurrencia acudiría en ayuda del joven. Pero nadie movió un dedo. Bribones y pusilánimes contemplaban la escena con el mismo arrobo, como en trance, incapaces de moverse.

El hombre mantis se acercó y Titus retrocedió un paso. Temblaba de miedo. El rostro de Sudario se manifestaba ante él tan repugnante como una llaga: oscilaba ante sus ojos como el cieno gris de un pozo. Era indecente. Pero no debido a su fealdad, o incluso a la crueldad que revelaba, sino porque era un permanente recordatorio de la muerte.

Por un momento, un destello de comprensión pasó por la mente de Titus. Por un momento perdió su odio. No abominó de nada. El hombre había nacido con sus huesos y sus intestinos. No podía evitarlo. Había nacido con un cráneo que por su forma sólo podía dar cabida al mal.

Pero el pensamiento destelló en su mente y desapareció, pues Titus no tenía tiempo para otra cosa que no fuera seguir con vida.

SESENTA Y UNO

¿Qué es lo que se desliza por el inflamado cerebro del antiguo asesino? ¿Miedo? No, ni siquiera el que cabría en la cuenca del ojo de una mosca. ¿Remordimiento? Jamás ha oído esa palabra. Lo que siente cuando alza su largo brazo derecho es lealtad. Lealtad hacia el niño con las piernas llenas de costras que arrancaba las alas a los gorriones tanto tiempo atrás. Lealtad hacia su soledad. Lealtad hacia su maldad, porque solamente gracias a ésta ha podido subir las espantosas escaleras que conducen a los pisos más altos del infierno. Si lo hubiera deseado, no hubiera podido retirarse de la contienda, porque eso hubiera sido como negar a Satán su soberanía sobre el dolor.

Titus había levantado su espada muy alto y en ese momento su enemigo arrojó su hoja contra él. El arma voló por los aires tan veloz como una piedra arrojada con una honda y golpeó la espada de Titus justo bajo el mango, haciendo que se soltara de su mano.

La fuerza del impacto hizo que Titus cayera de espaldas. Como si él mismo hubiera recibido el golpe. Sus brazos y sus manos vacías se sacudían y hormigueaban por el golpe.

Mientras yacía en el suelo, Titus vio dos cosas. Lo primero, que Sudario había cogido un par de cuchillos del suelo mojado y se dirigía hacia él, con el cuello y la cabeza inclinados hacia delante, como una gallina cuando corre buscando comida, con los puños armados levantados a la altura de las orejas. Por un instante, mientras Titus lo observaba hechizado, la boca mezquina se abrió y la lengua rojiza pasó con rapidez de un extremo al otro. Titus se lo quedó mirando privado de toda iniciativa, sin fuerza, pero incluso caído e indefenso como estaba, por el rabillo del ojo vio también algo que se movía por encima de su cabeza, y, durante un involuntario segundo, se descubrió mirando con los ojos muy abiertos una viga larga y resbaladiza que parecía suspendida en la penumbra.

Pero lo que Titus vio, lo que hizo que el pulso se le acelerara, no fue la viga en sí, sino algo que se arrastraba por ella; algo compacto y sin embargo totalmente silencioso; algo que avanzaba inexorablemente centímetro a centímetro. No podía ver exactamente de qué se trataba. Lo único que sabía es que era pesado y ágil, y que estaba vivo.

El señor Sudario, el quebrantavidas, viendo que durante una fracción de segundo Titus había levantado la vista para escrutar las sombras, detuvo por un instante su avance y volvió el rostro hacia las vigas. Lo que vio arrancó de las mismísimas entrañas de la inmensa audiencia una exclamación aterrada, pues la figura, aunque parecía inmensa bajo la luz vacilante, se levantó sobre la viga y saltó.

Era imposible calcular el peso y la velocidad de Trampamorro cuando derribó a la mantis sobre el suelo resbaladizo. El rostro de la víctima estaba alzado en el momento del impacto, así que la mandíbula, la clavícula, los omóplatos y cinco costillas fueron los primeros en ceder como ramitas muertas en una tormenta.

Sin embargo, este demonio, esta mantis, este tal señor Sudario no emitió el menor sonido. Incluso derribado y postrado, se levantó de nuevo y, para su horror, Titus vio que las facciones de su rostro parecían haber cambiado de sitio.

También las extremidades habían resultado dañadas. Al tratar de apartarse, tuvo que arrastrar una pierna rota, que le siguió como un trozo muerto de madera sujeto a la cadera. Lo único que podía hacer era huir de Trampamorro dando saltitos, con el surtido de facciones amontonadas sobre su cuello como un espantoso nido.

Pero no fue muy lejos. De pronto, Titus, Trampamorro y la enorme audiencia impresionada comprendieron que aún tenía los cuchillos en las manos, y que sólo las manos y los brazos habían escapado a la destrucción. Y allí estaban, refulgiendo en sus manos.

Sudario ya no podía ver a sus enemigos. Su cabeza estaba destrozada. Pero su mente seguía intacta.

—¡Rosa Negra! —gritó en el temible silencio—. Mírame bien, porque será la última vez. —Y con esto se clavó los cuchillos entre las costillas, en la zona del corazón. Y los dejó allí, retirando las manos de las empuñaduras.

En el silencio, el terrible sonido de su risa brotaba cada vez con más fuerza, y cuanto más fuerte se oía, más de prisa brotaba la sangre, hasta que llegó un momento en que, con una convulsión final, cayó sobre su rostro dislocado y absurdo, crispado por última vez, y murió.

SESENTA Y DOS

Titus se puso en pie y se volvió a Trampamorro. Por la mirada distante de su amigo, comprendió en seguida que no estaba de humor para charlas. Parecía haber olvidado al alto hombre deshecho que tenía a sus pies, y cavilaba sobre alguna otra cuestión. Cuando la Rosa Negra se acercó tambaleándose, con las manos cruzadas, no reparó en ella. La mujer se giró hacia Titus, que reculó, no porque le repeliera, pues incluso en su estado de agotamiento y consunción seguía siendo hermosa, sino porque ahora sólo podía despertar compasión: no estaba en sus manos evitarlo. Su belleza asustaba. Los enormes ojos, que tan a menudo expresaban miedo, ahora estaban muy abiertos por la esperanza… y Titus supo que debía huir. Se dio cuenta de inmediato de que era predadora. Ella no lo sabía pero lo era.

«Está pasando por un infierno —musitó Titus para sí—. Avanza entre sus aguas, y cuanto más profundas y densas son, mayor es mi deseo de huir. El pesar puede ser aburrido.»

Titus sintió asco de sus propias palabras. Tenían un sabor nauseabundo en su boca.

Se volvió a mirarla y una vez más quedó atrapado por la tragedia de sus ojos boqueantes. Dijera lo que dijese, no sería más que una corroboración. Sólo sería una repetición o un bordado de la realidad de sus elocuentes ojos. El temblor de sus manos, la humedad de sus pómulos. Estas y otras señales eran superfluas. Titus sabía que si dejaba caer la más mínima semilla de amabilidad, ésta se convertiría inevitablemente en una extraña relación. Una sonrisa podía desatar la avalancha.

«No puedo, no puedo —pensó—. No puedo ayudarla. No puedo consolarla. No puedo amarla. Su sufrimiento es demasiado evidente. No hay ningún velo que lo oculte, no hay misterio, ni romanticismo. Nada, salvo una pena palpable, como un dolor de muelas.»

De nuevo volvió la vista hacia ella como si quisiera verificar lo que estaba pensando, y al punto se sintió avergonzado.

Se había quedado vacía. El dolor la había exprimido. Ya no quedaba nada. ¿Qué debía hacer?

Se volvió a Trampamorro. Había algo en él que lo desconcertaba. Por primera vez parecía que su amigo tenía un punto débil, que era vulnerable. Algo o alguien lo había hecho salir a la luz. Mientras Titus observaba a Trampamorro, la Rosa Negra lo observaba a él y Trampamorro dirigía su atención a la multitud.

Sin saberlo, había oído el primer murmullo, y en aquel momento percibió el movimiento, porque poco a poco la multitud empezó a desprenderse, grano a grano, y a dirigirse al círculo central, como si una gran montaña de azúcar se hubiera puesto en movimiento.

Pero, lo más importante, aquella población incrédula parecía desplazarse en dirección a ellos. Si se quedaban allí, en un minuto, los tres quedarían atrapados en una avalancha insufrible.

La marea avanzaba hacia ellos inexorablemente. La marea de los indeseados, los desposeídos; la escoria del Subrío, entre la que se contaban Congrejo y el hombre con cabeza de pájaro que alimentaba a los sabuesos; el anciano y su ardillita; Grieta-Campana y Sobrio-Carter.

No había tiempo que perder.

—Por aquí —urgió Trampamorro, y Titus corrió tras aquel hombre feroz, con la Rosa Negra agarrada del brazo, para adentrarse tras él en un manto de oscuridad. No había ninguna linterna, ni tan siquiera una vela. Sólo por el sonido de sus pasos podía Titus seguir a su amigo.

Tras lo que pareció una hora o más, giraron en dirección sur. El silencioso Trampamorro parecía tener ojos de gato, porque, a pesar de la oscuridad, no vaciló en ningún momento.

Luego, después de caminar durante otra hora o más, ahora con la Rosa Negra cargada a su espalda, finalmente Trampamorro llegó a un largo tramo de escaleras. Mientras subían, por un instante repararon en una tenue filtración de luz y entonces, de pronto, vieron una abertura pequeña y blanca en la oscuridad, del tamaño de una moneda. Cuando por fin la alcanzaron, descubrieron que era una entrada, para ellos salida. Habían encontrado uno de los accesos secretos al mundo del Subrío y, cuando consiguieron salir, Titus vio con asombro que estaban en medio de un bosque.

SESENTA Y TRES

Tuvieron que esperar al anochecer antes de aventurarse a ir a casa de Juno. ¿Qué podían hacer con la Rosa Negra aparte de llevarla allí? Mientras esperaban, la tensión se hizo casi insoportable. Ninguno hablaba. Los ojos de Trampamorro tenían una mirada muy distante que Titus no le había visto nunca.

Estaban en un lugar rocoso y los árboles extendían sus ramas sobre las piedras. Al cabo, Titus se acercó a Trampamorro, que estaba tumbado sobre una gran roca gris. La Rosa Negra lo siguió con la mirada.

—No puedo soportar esto más —dijo—. ¿Qué demonios pasa? ¿Por qué está tan cambiado? ¿Es porque…?

—Chico —dijo Trampamorro—, te lo diré. Así callarás. —Y durante un buen rato guardó silencio, para al fin decir—: Mis animales están muertos.

Tras el silencio forestal que siguió, Titus se arrodilló junto a su amigo. Lo único que pudo decir fue:

—¿Qué ha pasado?

—Esos hombres entregados, conocidos a veces como científicos, vinieron a por mí. Siempre hay alguien persiguiéndome. Yo huí, como siempre. Conozco muchas formas de desaparecer. Pero ¿de qué me sirven ahora, mi querido amigo? Mis animales están muertos.

—Pero…

—Frustrados porque no habían podido encontrarme… no, ni siquiera con ayuda de su última invención, que no es mayor que un alfiler y se cuela por una cerradura a la velocidad de la luz… Frustrados, digo, dejaron de buscarme y mataron a mis animales.

—¿Cómo?

Trampamorro se puso en pie sobre la roca y, levantando el brazo, aferró una gruesa rama que colgaba por encima y la partió. En su mandíbula un músculo no dejaba de hacer tic tic tic, como un reloj.

—Fue una especie de rayo —dijo al fin—. Una especie de rayo. Una bonita idea, bellamente ejecutada.

—Y sin embargo, ha tenido la presencia de ánimo de venir a salvarme del hombre delgado.

—¿Lo he hecho? —musitó—. Estaba en un sueño. No le des más vueltas. No me quedaba más remedio que ocultarme en el Subrío. Los científicos estaban congregándose. Iban a por ti, chico. A por los dos.

—Pero se acordó de mí —dijo Titus—. Se arrastró sobre la larga viga.

—¿Ah, sí? Oh, Dios. ¿Y lo aplasté? Estaba muy lejos… entre mis criaturas. Las vi morir… Las vi caer rodando. Oí la respiración debilitarse en sus costillas. Vi cómo mi zoo se convertía en un matadero. ¡Mis criaturas! Vitales como el fuego. Sensuales y temibles. Allí yacen. Allí yacen… por siempre más.

Volvió el rostro hacia Titus. La mirada perdida había desaparecido y en su lugar había algo frío y despiadado como el hielo.

SESENTA Y CUATRO

Maldiciendo a la luna llena, Titus y sus dos compañeros se vieron obligados a dar un largo rodeo y a limitarse en la medida de lo posible a las sombras que rodeaban el bosque o que corrían pegadas a los muros de la ciudad. Haber tomado el camino más corto por los bosques a la luz de la luna hubiera sido demasiado arriesgado.

Mientras avanzaban limitados por los pasos fatigados de la Rosa Negra, quizá por causa de la deuda suprema que había contraído con Trampamorro, Titus sintió el deseo incontrolable de sacudirse aquello de encima como si fuera una pesada carga. Anhelaba el aislamiento y, en su ansia reconocía el mismo cáncer egoísta que se había manifestado en su actitud ante el dolor de la Rosa Negra.

¿Qué clase de bestia era? ¿Estaba destinado a destruir siempre el amor y la amistad? ¿Y Juno? ¿Es que nunca tendría el valor o la lealtad suficientes para ayudar a sus amigos? ¿O para hablar? Quizá no. Después de todo, había abandonado su hogar.

Obligándose a dar forma a las palabras, volvió la cabeza hacia Trampamorro.

—Quiero alejarme de usted —dijo—. De usted y de todo el mundo. Quiero volver a empezar, cuando, de no ser por usted, estaría muerto. ¿Es una ruindad por mi parte? No lo puedo evitar. Es usted tan excesivo y escarpado. Sus facciones son como los montes de la luna. Su cerebro está lleno de tigres y leones que se están desangrando. La venganza anida en su vientre. Es demasiado vasto y remoto. Su situación me quema.

Me hace desear liberarme. Estoy demasiado cerca de usted y necesito estar solo. ¿Qué debo hacer?

—Haz lo que quieras, chico —dijo Trampamorro—, por mí como si te quieres ir al polo, o quemarte el trasero en el rojo ecuador. Y ¿en cuanto a esta dama? Está enferma. ¡
Enferma
, pedazo de burro! Tan enferma como es posible estarlo en el mundo de los vivos.

La Rosa Negra se volvió a Trampamorro y sus pupilas boquearon como fuentes.

—También quiere huir de mí —dijo—. Le desagrada mi pobreza. Ojalá me hubieras conocido hace años, cuando era joven y hermosa.

—Sigues siendo hermosa —le aseguró Titus.

—Eso ya no importa —repuso la Rosa Negra—. Ya no importa. Lo único que quiero es poder tumbarme en silencio para siempre, sobre unas sábanas de lino. Oh, Dios, lino blanco, antes de morir.

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