Titus solo (26 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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—¿Han huido del Subrío?

—Sí.

—¿Y me han estado buscando?

—Sí.

—¿Por qué motivo?

—Porque nos necesita. Veréis… nosotros creemos que es usted quien dice ser.

—¿Y quién digo que soy?

Los tres dieron un paso al frente a la vez, alzaron sus rostros ajados hacia las hojas de los árboles y luego dijeron al unísono:

—Sois Titus, septuagésimo séptimo conde de Groan y señor de Gormenghast. Dios nos ampare.

—Somos vuestros guardaespaldas —dijo Tirachina, con una voz tan débil y fatua que por sí solo el tono desmentía cualquier seguridad que las palabras quisieran transmitir.

—No necesito guardaespaldas —dijo Titus—. Pero gracias de todos modos.

—Yo solía decir lo mismo cuando era joven —dijo Tirachina—. Pensaba igual que vos… que estar solo era lo más importante. Eso fue antes de que me enviaran a las minas de sal… desde entonces yo…

—Discúlpenme, pero no puedo quedarme más tiempo. Aprecio la actitud desinteresada que han demostrado al buscarme y su deseo de protegerme… pero no. Soy o me estoy convirtiendo en uno de esos reprobables egoístas que siempre muerden la mano que les da de comer.

—Aun así, os seguiremos —dijo Grieta-Campana—. Si lo preferís, estaremos fuera de la vista. No albergamos ninguna pretensión. Y no es fácil disuadirnos.

—Y habrá otros —añadió Tirachina—. Hombres de natural melancólico y jóvenes románticos. Con el tiempo, tendréis un ejército, milord. Un ejército invisible. Siempre atento a la señal.

—¿Qué señal?

—Ésta, por supuesto —exclamó Grieta-Campana, frunciendo los labios y emitiendo una llamada estridente como la del zarapito—. La señal de alarma. Ja ja ja ja! Oh, no. No debéis temer nada. Vuestro ejército invisible estará con vos, por todas partes, pero fuera de vuestra vista.

—¡Déjenme en paz! —exclamó Titus—. ¡Márchense! Se están ustedes excediendo. Sólo hay una cosa que pueden hacer por mí.

Durante un rato los tres miraron a Titus con expresión taciturna. Luego Congrejo dijo:

—¿Qué podemos hacer?

—Recorrer el mundo en busca de Trampamorro. Traerme noticias de él, o traerlo a él en persona. Pero, por favor, ahora ¡MÁRCHENSE, MÁRCHENSE, MÁRCHENSE!

OCHENTA Y TRES

Los tres huidos del Subrío se fundieron con los bosques y Titus quedó solo, o eso creía. Rompió en pedazos cada vez más pequeños una pequeña rama que llevaba en las manos y luego se dio la vuelta y redirigió sus pasos hacia la hija del científico. Fue entonces cuando la vio.

Unos minutos antes, Gueparda se había apeado del coche, tras lo cual su padre había dado la vuelta y se había alejado silenciosamente. De modo que Titus y Gueparda se acercaban el uno al otro con cada paso que daban.

Cualquiera que estuviera a medio camino entre las dos figuras, al volver la cabeza a un lado y a otro hubiera visto lo parecido que era el trasfondo que los dos tenían a la espalda; porque la avenida flanqueada de árboles estaba salpicada de oro y verde, así como Gueparda y Titus, y parecía que ambos flotaran bajo los rayos oblicuos del sol.

Su pasado, que les hacía ser quienes eran y no otra cosa, avanzaba junto con ellos, añadiendo a cada pisada un nuevo afloramiento. Dos figuras. Dos criaturas. Dos humanos. Dos mundos de soledad. Hasta ese momento sus vidas contrastaban, y lo que aún era amorfo se convirtió en una pesada roca en sus pechos.

Y sin embargo, mientras avanzaba por la avenida, en Gueparda no parecía haber apasionamiento, ni se veía el hielo de su corazón, y Titus no pudo por menos de maravillarse por la forma en que se movía, inevitable, suave, cual fantasma.

No era más que un jirón, esbelta como una pestaña, tiesa como un soldado. Pero, ¡oh cuánto peligro! Llenar el barro que la formaba con algo que salta más alto y arroja su sombra salvaje y vacilante más lejos de lo que permite la sabiduría innata de la sangre. ¡Cuán peligroso, cuán desesperado y explosivo para tan pequeño recipiente!

En cuanto a Titus, ella no le quitaba ojo de encima. Estaba todo allí: los andares arrogantes y algo desgarbados, su forma de apartarse el pelo indescriptible de los ojos; su mal carácter, implícito en la inclinación de sus hombros, y ese aire de distanciamiento que había hecho tropezar a tantas jóvenes en el pasado, jóvenes a quienes no gustaba el hecho de que se abstrajera en los momentos más extraños. Aquello era lo más irritante. No podía obligarse a sentir nada o a amar. Su amor siempre estaba en otro sitio. Su pensamiento era caprichoso. Sólo su cuerpo era indiscriminado.

Detrás de él, dondequiera que estuviera o durmiera, estaban las legiones de Gormenghast… fila a encapotada fila, con los búhos ululando bajo la lluvia, y el tañido de campanas herrumbrosas.

OCHENTA Y CUATRO

Cuando Gueparda y Titus estuvieron frente a frente, se detuvieron en seco, pues la idea de pasar de largo hubiera sido ridículamente dramática. En cualquier caso, por lo que se refería a ella, nunca se le pasó por la imaginación dejar que él pasara como una nube para no volver. No había terminado con él. En realidad no había hecho más que empezar. En aquellos momentos reconoció algo que distinguía aquel día de los demás. Era un día febril que no podría negarse; un día de percepciones y aprensión exacerbada, tal vez.

Y sin embargo, al mismo tiempo, a pesar de la tensión, ambos tenían la sensación de que no había nada nuevo en lo que estaba sucediendo; de que, en años pasados, habían compartido una situación idéntica y no podrían escapar al destino que pesaba sobre ellos.

—Gracias por detenerte —dijo Gueparda a su manera lenta e indiferente.

Cuando hablaba, a Titus siempre le recordaba el susurro de hojas secas.

—¿Qué podía hacer? —dijo Titus—. Después de todo, nos conocemos…

—¿Eso crees? Quizá ésa sería una buena razón para evitarnos.

—Quizá. —La avenida hormigueaba en el silencio.

—¿Quiénes eran ésos? —dijo Gueparda al fin.

Las tres escuetas palabras se desvanecieron una a una.

—¿A quién te refieres? No estoy de humor para acertijos.

—Los tres mendigos.

—¡Ah, ellos! Son viejos amigos.

—¿Amigos? —susurró Gueparda como si hablara consigo misma—. ¿Qué hacen en las tierras de mi padre?

—Han venido a salvarme.

—¿De qué?

—Supongo que de mí mismo. Y de las mujeres. Son sabios. Los mendigos son hombres sabios. Creen que eres demasiado exquisita para mí. ¡Ja ja ja! Pero les he dicho que no se preocupen. Les he dicho que tenías heladas hasta las raíces. Que tu sexo estaba cerrado por dentro; que eres tan recatada como una mantis, que se come la cabeza de sus admiradores. El amor es repugnante, ¿verdad?

De no haber estado Titus hablando con la cabeza echada atrás, por un instante habría visto en los ojos cada vez más entornados de la hija del científico un destello terrible.

Pero no lo vio. Lo único que pudo ver cuando volvió a mirarla fue algo raro e inmaculado, como una rosa o un ave. Los ojos que habían destellado por un instante se veían ahora tan llenos de amor como los de un águila comiéndose un mono.

—Y sin embargo dijiste que me amabas. Ahí está lo bueno.

—Por supuesto que te amo —repuso Gueparda, escupiendo las palabras como pétalos muertos—. Por supuesto, y siempre te amaré. Por eso debes irte. —Sus cejas perfiladas se unieron y al punto se transformó en otra criatura, una tan única y extraordinaria en todos los sentidos como la anterior. Apartó la mirada y allí estaba otra vez, ¿o era otra persona?—. Porque te quiero, Titus; tanto que casi no puedo soportarlo.

—Dime una cosa —dijo él con una voz tan indiferente que Gueparda hubo de controlarse para no dar rienda suelta a la ira, porque eso hubiera arruinado por completo sus planes. Por encima de todo, no debía permitir que Titus partiera aquella misma noche como pretendía.

—¿Qué es lo que quieres preguntarme? —Gueparda se acercó más a él.

—Tu padre…

—¿Qué le pasa?

—¿Por qué viste como un mudo? ¿Por qué es tan insípido? ¿Qué hay en su fábrica? ¿Por qué tiene la frente como un melón? ¿Estás segura de que es tu padre? ¿De quiénes son las caras que vi? Había miles, y todas eran la misma y miraban como figuras de cera. ¿Qué era ese hedor que llegaba de la otra orilla del lago? ¿Qué es lo que producen allí? Porque, por Dios, el aspecto de ese sitio me da grima. ¿Por qué está rodeado de guardias?

—Nunca se lo he preguntado. ¿Por qué iba a hacerlo? —dijo Gueparda.

—¿Y él no te ha dicho nada? ¿Dónde está tu madre?

—Ella… ¿Qué ha sido eso?

Se oyó un tenue sonido de pasos y los dos jóvenes se ocultaron entre los árboles justo a tiempo, porque, cuando ellos desaparecieron, dos figuras alzaron sus cabezas en perfecta y natural sincronía y se deslizaron por la suave hierba. Los yelmos que cubrían sus testas relucieron bajo los rayos oblicuos del sol.

Al pasar ante ellos, aparte del susurro de sus pies sobre la hierba, se percibió algo más. Por primera vez, Titus —cuyo corazón latía con violencia, porque reconoció a aquel enigmático par— fue capaz de oír otro sonido. Era un siseo bajo y espantoso. Como si una ira muy profunda hubiera encontrado una salida entre los dientes de aquellas dos figuras idénticas. Sus rostros no delataban la más mínima señal de exaltación. Sus cuerpos se veían tan poco acelerados como siempre. Controlaban cada músculo. Pero no podían hacer nada para evitar aquel revelador siseo que tan palpablemente hablaba de la ira, el fermento y el dolor que llevaban dentro.

Pasaron de largo, el siseo se apagó y lo único que podía verse ya de ellos eran los rayos solares reflejados en los yelmos tachonados.

Cuando estuvieron lo bastante lejos, la fauna de los bosques salió de sus escondrijos en los troncos de los árboles, o entre las raíces y los montículos, y se reunió en el camino moteado, olvidando sus diferencias mientras veían alejarse a las dos figuras.

—¿Quiénes eran?

—¿Eran? —dijo Titus—. Son, en presente. Dios me ampare.

—Bueno, pues ¿quiénes son?

—Me buscan. Debo irme.

Gueparda se volvió para mirarlo.

—Todavía no —dijo.

—Debo partir en seguida.

—Imposible —dijo ella—. Todo está preparado.

La sombra de una hoja tembló sobre su mejilla. Sus ojos estaban muy abiertos, como si estuvieran empeñados en un único propósito: ahogar al incauto, arrastrarlo hasta un lugar donde los helechos mojados gotean… en otro mundo; abajo, muy abajo, y muy frío. Lo odiaba porque no podía amarlo. Era inalcanzable. Su amor estaba en algún otro sitio, un mundo cubierto de polvo.

Gueparda se mordió los hermosos labios. En su cabeza había maldad, como una excrecencia. En su corazón palpitaba una especie de ansia, porque la pasión no formaba parte de su vida. Incluso en aquel momento, al mirarlo, Gueparda pudo ver la lujuria en sus ojos, esa estúpida lujuria de los hombres que todo lo embrutece.

De pronto Titus se inclinó hacia adelante y rozó el labio inferior de la chica con los suyos.

—Casi no tienes sustancia —dijo—, salvo por esos pedacitos que llamas tu cuerpo. Me voy. —Al levantar la cabeza, le pasó la lengua por el cuello y posó su mano izquierda sobre el seno pequeño y perfecto—. Me voy —susurró—. Para siempre.

—Pero no puedes irte —protestó ella—. Todo está preparado… para ti.

—¿Para mí? ¿Qué quieres decir? ¿Todo está preparado para qué?

—Quita la mano. —Gueparda se dio la vuelta al oír sus propias palabras para que Titus no viera la expresión de su rostro. Era letal—. Estarán todos —dijo.

—¿Quiénes, en nombre de Dios?

—Tus amigos. Amigos tuyos.

—¿Quién, quién, qué amigos?

—No te lo puedo decir.

Había algo enfermizo en el tono cansino con que pronunció aquella frase infantil y estúpida.

—Pero es todo para ti.

—¿El qué es para mí? ¡Oh, demonios!

—Te lo diré —dijo Gueparda— y entonces no tendrás elección. Sólo será una noche, y no deberás esperar mucho. Una velada en tu honor. Una fiesta de despedida. Un festín. Algo que puedas recordar mientras vivas.

—No quiero ninguna fiesta —dijo Titus—. Yo quiero…

—Lo sé —lo interrumpió ella—. De verdad que lo sé. Estás deseando olvidarme. Olvidar que te encontré enfermo y te cuidé hasta que te recuperaste. Te has olvidado de todo. ¿Y tú qué has hecho por mí, excepto mostrarte abominable con mis amigos? Ahora que estás recuperado, quieres marcharte. Pero hay algo que no debes olvidar, y es que te adoro.

—Ahórrate los detalles, por favor —dijo Titus.

—Sí, te adoro, querido mío.

—Me pones enfermo.

—¿Y por qué no? Yo también estoy enferma, hasta las raíces. Pero ¿acaso puedo evitarlo? ¿Eh? ¿Puedo evitarlo, queriéndote como te quiero sin esperanza?

Mezclado con el desprecio que Gueparda sentía por sí misma por lo que estaba diciendo, había un jirón de verdad que, a pesar de lo pequeño que era, se reveló lo suficiente para que las manos le temblaran como las alas de un colibrí.

—No puedes dejarme, Titus. Ahora no, cuando todo está preparado. Reiremos y cantaremos, beberemos y bailaremos y nos dejaremos llevar por todo lo que esa noche nos ofrezca.

—¿Por qué?

—Porque se habrá cerrado un capítulo. Dejemos que termine bien. No con un punto final, como la muerte, sino con un signo de exclamación…, algo impetuoso.

—¿Y por qué no un signo de interrogación?

—No. Todos los interrogantes estarán superados. Sólo habrá hechos. Los hechos desnudos, quebradizos, acerados, como trocitos de hueso, y nosotros, los dos, cabalgando en la tormenta. Sé que no puedes aguantar más. Esta casa, mi padre. Esta forma de vida. Pero déjame disfrutar de una noche más contigo, Titus; no en algún oscuro cenador donde el ritual del amor se sucede durante horas y no ofrece nada nuevo; sino en la noche brillante e inventiva, con nuestros egos desnudos y el ingenio encendido.

Titus, que jamás la había oído decir tanto en tan poco tiempo, se volvió hacia ella.

—Hemos tenido mala estrella —dijo Gueparda—. Estábamos condenados desde el principio. Hemos nacido en mundos diferentes. Tú, con tus sueños…

—¿Mis sueños? —exclamó Titus—. ¡Yo no tengo sueños! ¡Oh, Dios! Eres tú la irreal. Tú y tu padre y vuestra fábrica.

—Seré real para ti, Titus. Seré real esa noche, cuando el mundo se desborde por los salones. Apurémosla de un trago y démonos la espalda para siempre, Titus, oh, Titus, ven. Dime que vendrás. Aunque sólo sea porque sería capaz de seguir esa cabeza desgreñada que tienes hasta los confines del mundo.

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