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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (14 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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En realidad, la Iglesia prefirió apoyar a las monarquías locales. En 987, el duque de Francia, Hugo Capeto, fue elegido rey de Francia y señaló París como capital. Un siglo más tarde, en 1066, un señor vikingo afrancesado, Guillermo el Conquistador, se convirtió en rey de Inglaterra (éste es el origen del lema de la monarquía inglesa: «Dios y mi derecho», traducido al castellano). Los Estados nacionales emergían con sus lenguas «vulgares» (populares): francés, inglés, alemán, junto al latín. En el año 1000, Esteban I se convirtió en rey de Hungría por decisión del Papa, y en 1034, Casimiro I instaló en Cracovia el reino de Polonia.

Pero la Iglesia actuaba sobre todo «por abajo», a un nivel más local. Supo persuadir a los jefes germanos o eslavos de que enviaran a sus hijos a sus escuelas. Allí, los monjes les enseñaban a leer y a escribir en latín, y les proporcionaban una fuerte educación cívica: no matar a los eclesiásticos, ni a las mujeres ni a los niños. Los monjes consiguieron que estos jóvenes comprendieran que era más hábil cargar a los campesinos con impuestos que dilapidar su trigo, y más rentable imponer tasas a los comerciantes que cortarlos en trocitos. Los obispos no despreciaban la fuerza viril de aquellos jóvenes señores; les enseñaban a utilizar la fuerza al servicio del bien —«de la viuda y del huérfano»—. La transformación de estos bandoleros en «caballeros» fue el gran logro histórico de la Iglesia católica.

El caballero (que cabalga sobre un gran caballo de guerra, de ahí la expresión «montar sobre sus grandes caballos») protege (dentro de un ideal —de hecho, hubo mucha violencia—, pero el ideal acaba por formar a quienes lo comparten) al campesino en lugar de matarlo. Acorazado, apoyado en los estribos (un invento medieval), es invencible. Los caballeros rinden honores a las damas en lugar de violarlas. Tienen derechos (señoriales), pero también deberes: aplicar una buena justicia, hacer reinar la paz entre sus feudatarios. El feudo es el territorio en el que reina la ley, el hogar del feudatario. Los bucaneros, al igual que los bandidos o los proscritos, quedan excluidos del feudo.

En la fortaleza del señor se diferencia la
haute-cour
,
[7]
en donde se aplica la justicia, de la
basse-cour
, accesible a todo el mundo. El propio señor debe rendir homenaje al rey (de Francia, de Inglaterra, de Hungría, etcétera). A partir del mundo rural, el feudalismo restaura el derecho. Y como los comerciantes pueden de nuevo comerciar, renacen las ciudades. El Papa reside en Roma; los reyes en París, Londres, Cracovia... Por fin se diferencia el poder político del espiritual. La «querella entre el sacerdocio y el imperio», inconcebible para un musulmán, demuestra esa separación. El prestigio del papado era tan grande que un emperador germánico, Enrique IV, tuvo que acudir a Canosa en camisa (en enero de 1077) para implorar el perdón del Papa, lo que no le impidió seguir oponiéndose a la Iglesia.

Los papas de aquella época fueron gigantes: Gregorio VII (1073-1085), Inocencio III (1160-1216), y los reyes tremendamente laicos. Las órdenes religiosas dejaron sus monasterios para andar por los grandes caminos (había vuelto la seguridad). Dominicos y franciscanos contribuyeron con eficacia a la transformación de las costumbres. Francisco de Asís (1181-1226) recuperó de una manera reseñable un acento casi evangélico: «El' único discípulo que Cristo haya tenido jamás», dirá de él Nietzsche.

La hegemonía (no el imperio) pertenecía a la corona de Francia: Felipe Augusto (1165-1223) venció al emperador germánico en Bovinos, en 1214. San Luis (Luis IX, 1226-1270) encarnó el ideal del rey cristiano, impartiendo justicia y asegurando la paz; Felipe el Hermoso (1285-1314), el soberano laico y político, cuyos legisladores se valían del derecho romano.

De este modo, hacia el año 1000, los «tiempos bárbaros» llegaron a su fin. Entonces empezó la Edad Media, que, al contrario de lo que establecen los lugares comunes, puede rivalizar con la civilización de la Antigüedad. Pero, de la caída de Roma (410) a la coronación del primero de los Capetos (987) fueron necesarios cinco siglos para volver a poner en marcha la civilización.

El sistema feudal era, en ciertos aspectos, inferior al sistema romano: el concepto de Estado en el primero era menos fuerte, al verse sustituido por las cadenas de vasallos que iban desde los pequeños señores hasta los reyes. En otros, era comparable o incluso superior.

Por otra parte, la reconstrucción medieval se vio beneficiada por un largo período cálido y propicio para la siega del heno, como antes señalamos hablando de Groenlandia. El «óptimo climático» durará hasta finales del siglo XIII.

La agricultura se aprovechó de ello, al mismo tiempo que de la seguridad recuperada. Gracias a la paz, se reanudó el comercio internacional (las ferias de las aldeas). Las ciudades pudieron renacer y muchas «nuevas ciudades» vieron la luz. Las capitales reales o eclesiásticas (París, Londres, Viena, Roma) y las grandes ciudades comerciales (Génova o Venecia) superaron los cien mil habitantes. Se vuelve a las cifras de la Antigüedad; igualmente hay una explosión demográfica global. La Francia medieval cuenta con entre diez y quince millones de habitantes.

Una extraordinaria arquitectura, digna de la Antigüedad pero con una nueva concepción, nació entonces. Aunque en un principio era copia de la de Bizancio, y por este motivo conocida con el nombre de «románica» (romana), encuentra sus fórmulas originales. Fue la edad de las catedrales. Alrededor de Notre-Dame de París se pueden censar decenas (75 en Francia y 350 en Europa): Amiens, Sens, Chartres, Reims, Burgos, etcétera.

Mirando la nave de Notre-Dame, a orillas del Sena, se entiende que la construcción de semejantes monumentos exigía paz, mucho dinero e inmensos conocimientos técnicos. Al mismo tiempo, Europa se cubría «con una floración de miles y miles de blancas iglesias», dicen las crónicas, pero también de fortalezas, de mercados y palacios.

Los campesinos de la Europa actual continúan estando tremendamente marcados por la Edad Media. Y los monumentos medievales no están en ruinas (excepto las fortalezas desmanteladas por los reyes debido a motivos políticos), lo que demuestra que, desde entonces, la civilización no ha vuelto a derrumbarse.

Por ejemplo, en el centro de París, en la isla de la Cité, siguen en pie el palacio real (en la actualidad el Palacio de Justicia) y la catedral. Al norte del Sena, en una zona pantanosa seca (el Marais
[8]
), se conserva la ciudad de los comerciantes y el Ayuntamiento. En la orilla del Sena —la grève—, delante de la casa del pueblo, se reunían los artesanos y obreros descontentos, de ahí procede la expresión
faire greve
, hacer huelga. Al sur del río, en el Barrio Latino (llamado así porque los estudiantes hablaban latín), permanecen vastos conventos y la universidad. Efectivamente, los obispos abrían en las grandes ciudades escuelas eclesiásticas en donde de nuevo se estudiaban las artes y las ciencias. Los maestros allí eran famosos y sabios, y los estudiantes (los «escolares») numerosos y turbulentos. Como escribe Villon: «¡Oh!, Dios, si yo hubiese estudiado / en tiempos de mi loca juventud / y dedicado a las buenas costumbres / tendría casa y colchón mullido. / Pero, ¿qué quieres?, huía de la escuela / como hacen los niños malos. / Al escribir estas letras / estoy a poco de que mi corazón se rompa».

Gracias a las universidades, la Edad Media fue una época de grandes descubrimientos científicos y técnicos. Entonces se inventó el arado de tiro, que reemplazó, con grandes ventajas porque labraba el campo a mayor profundidad, al antiguo arado sin juego delantero. Se inventó la chimenea; por muy curioso que pueda parecer, los romanos no la conocían y ahumaban sus palacios con los braseros. De ese invento procede la costumbre de censar a la población por medio del número de chimeneas: los «fuegos». Se inventó la rotación de cultivos, que consistía en alternar los cultivos según la largura de las raíces.

La agricultura medieval se reveló muy productiva, mucho menos «frágil» que la antigua. El arnés permitió utilizar la fuerza de los caballos, que los antiguos enganchaban del cuello; por eso no podían tirar sin estrangular a los animales. El estribo transformó la caballería ligera de la Antigüedad en caballería pesada, permitiendo al jinete (caballero) cargar sin caer de la montura.

La Edad Media tomó de los chinos la brújula y la pólvora. Fundió los primeros cañones. Si existió un milagro griego, también se puede hablar del «milagro medieval».

La Edad Media fue superior a la Antigüedad en lo que se refiere a los derechos del hombre. Seguía existiendo la esclavitud, pero ya sólo era marginal. Contrariamente a las ideas que hemos recibido, los campesinos —los siervos— no eran esclavos: tenían muchas obligaciones, pero también derechos. La mayoría de los hombres de la Edad Media eran hombres libres.

Pero, fundamentalmente, la cristiandad medieval inventó a la mujer en el siglo XIII.

La idea de cortesana, de amor cortesano, procede de la corte de las fortalezas. Los caballeros habían aprendido a «hacer la corte» a las mujeres, a seducirlas, a obtener sus favores; la violación se había convertido en un acto despreciable. Las novelas de caballería están ilustradas con amores platónicos, desde
Lanzarote del lago
hasta
Don Quijote
.

Aquí tenemos la primera civilización en que la mujer realiza estudios. Ya no sirve la mesa de los hombres, la «preside». Incluso llega a designar a los vencedores de los «torneos». Todo caballero se siente obligado a «rendir honores» a la «dama de sus pensamientos». Por fin se escriben cartas de amor entre hombres y mujeres.

Además, la Iglesia pretende prohibir el matrimonio precoz. El griego antiguo, ya lo hemos dicho, se casaba con una cría de trece años sin cultura alguna. Un importante hombre medieval lo hacía con una chica de su edad, a menudo culta. Hemos subrayado que, fuera del mundo judeo-cristiano, la mujer estaba, y aún hoy lo está, oprimida. En el islam se la cubre con un velo (y el matrimonio en la pubertad es una norma), y en China se la mata siendo aún bebé.

El ejemplo que anuncia esta revolución (que lo es para la mitad femenina de la humanidad) fue el celebrado amor de Abelardo por Eloísa, aunque mejor habría que decir de Eloísa por Abelardo. Este último era el mejor profesor de su tiempo y enseñaba, principalmente en París, durante los primeros años del siglo XII. Tenía treinta y siete años cuando sedujo a una estudiante de diecisiete, Eloísa, en la casa de cuyo tío se alojaba. Eloísa era de buena familia e inmensamente culta: leía latín, griego y hebreo. Tuvieron un hijo, Astrolabio, pero Abelardo quiso que su matrimonio se mantuviera en secreto. Furioso, el tío y tutor pagó a unos capadores de cerdos para que castraran a Abelardo, crimen por el que se le condenó. El profesor continuó con sus enseñanzas y Eloísa se convirtió en abadesa de un convento. Continuaron escribiéndose. La siguiente carta es una magnífica misiva redactada por Eloísa, mucho tiempo atrás. La misiva es sublime, y el texto agradable:

A su señor, o mejor dicho a su padre —a su esposo, o mejor dicho a su hermano—, su servidora, o mejor dicho su hija —su esposa, o mejor dicho su hermana—. A Abelardo, Eloísa.

Tan augusto, el dueño del universo me había juzgado digna de ser su esposa, me habría parecido más precioso poder ser llamada tu puta que su emperatriz.

¿Qué rey, qué sabio podía igualar tu reputación? ¿Qué ciudad no entraba en efervescencia para verte? Todo el mundo se precipitaba y te seguía con la mirada, estirando el cuello, cuando te mostrabas en público. ¿Qué mujer casada, qué joven soltera no te desearía durante tu ausencia y no ardería en tu presencia? ¿Qué reina, qué gran dama no sentiría celos de mi alegría y de mi cama?

Tú poseías un don del que por lo general carecen completamente los filósofos: sabías componer versos y cantarlos. Tú dejaste numerosas canciones, más universalmente conocidas que los sabios tratados, para los propios iletrados. Gracias a ellas, el gran público conoce tu nombre. Como muchos de aquellos versos cantaban nuestro amor, esas canciones extendieron mi nombre al mismo tiempo que el tuyo y excitaron contra mí los celos de numerosas mujeres. Aquellas voluptuosidades, tan queridas para los amantes, que hemos saboreado fueron muy dulces para mí. Aún hoy, no puedo echarlas de mi memoria. Se imponen en mis recuerdos con los deseos que las acompañan. En plena liturgia, cuando más pura debe ser la oración, todavía me abandono a ellas. Suspiro por los placeres perdidos. Los revivo...

Hay que tener en cuenta que esta carta la escribió una abadesa. La religión medieval no era puritana en absoluto. Villon cantó a Eloísa en su
Balada de las damas de antaño
: «Dónde está la bondadosa Eloísa / por quien fue castrado y luego cenobio / Pedro Abelardo en Saint-Denis /[...] Pero ¿dónde están las nieves de antaño?».

En Italia, Dante exalta la figura femenina de Beatriz en su obra maestra metafísica,
La divina comedia
(1516).

Aquel siglo femenino fue también el de las cruzadas.

Los árabes se habían vuelto pacíficos (con los abasíes), pero, hacia el año 1000, unos nómadas asiáticos convertidos al islam, los turcos, tomaron el poder en Bagdad y volvieron a inculcar en los musulmanes el ardor conquistador de los primeros tiempos. Las peregrinaciones cristianas a Jerusalén se hicieron complicadas.

Principalmente en 1071, en Manzikert, los turcos aplastaron a los ejércitos bizantinos e invadieron Anatolia, hasta hacerse con ella. El Asia Menor griega se convirtió entonces en «Turquía».

El emperador de Oriente, Alexis Comnéne (1081-1118) —cuya hija relató su gloriosa vida en una magnífica biografía,
La Alexiada
— llamó en su ayuda a los cristianos de Occidente. El papa Urbano II accedió a su demanda y en 1095, en Clermont, exhortó a la cruzada. (Aquellos que partían portaban una cruz.) La cruzada de los caballeros, en la que los reyes se abstuvieron de participar (San Luis y Federico Barbarroja serán una excepción), se puso en marcha bajo el mando de Godofredo de Buillón y de los duques occitanos y normandos. Los cruzados reconquistaron Anatolia occidental por cuenta de los bizantinos, más tarde desembocaron en Siria y lograron ocupar Jerusalén el 15 de julio de 1099, masacrando allí a sus habitantes. Entonces se creó un reino latino en Jerusalén.

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