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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (12 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Tal vez hoy pasa algo semejante en algunas regiones de África. El antiguo Zaire es extremadamente rico. Allí hay de todo: agua dulce del río Congo, electricidad producida por inmensas presas, los más diversas cultivos (de llanura y montaña), multitud de minerales (oro, diamantes, cobre) y mucho petróleo. Pues este país está hundiéndose en la miseria. En la vecina Ruanda, los hutus y los tutsis se han masacrado sin armas modernas. En todas partes, cuando «se vuelve la tortilla», la anarquía trae hambre y la desaparición de las escuelas.

Así sucedió en Europa (a excepción del Imperio bizantino) en los tiempos merovingios. No obstante, es una época interesante de conocer.

Aunque las luchas de Brunequilda y de Fredegunda (siglo VI), como los baldíos reinos de Austrasia y Neustria, no tuvieron ninguna importancia, los bárbaros dejaron su impronta en el mundo actual.

Ellos, los hunos, los germanos y los eslavos, fueron quienes dieron los nombres a las naciones de la Europa actual.

Los francos, una tribu germánica, ocuparon la Galia, que hoy se llama Francia, aunque en el fondo la población sigue siendo celta y todavía habla una lengua latina. Los vándalos se desplegaron hasta el norte de África. Su nombre es un testimonio de la detestable fama que se labraron: destrucción y pillajes.

En la actualidad, resulta imposible leer un periódico sin encontrar en él una referencia a los «anglosajones». Pues bien, los anglos y los sajones fueron unos germánicos que desembarcaron en Gran Bretaña. Y entonces nació Inglaterra. El inglés es una lengua germánica —muy latinizada, por cierto—. Algunos «gran bretones», con el fin de huir de los sajones, fueron al oeste de la Galia para fundar una pequeña «Bretaña» y salvar allí el galés (el bretón). «Alemania» perpetúa el nombre de los alanos. Los burgundios dejarán el suyo a Borgoña y los lombardos a Lombardía.

Ya hemos mencionado Hungría y Bulgaria con gran influencia asiática. Los eslavos legaron su lengua a la Europa del Este hasta Bohemia.

Algunos bárbaros no eran ganaderos, sino marinos. Los vikingos merecen nuestra atención. Los normandos —«hombres del norte» (
northmen
)— eran tan saqueadores como los demás. «Cuídanos, Señor, del peligro normando», dice una oración de aquella época. Pero habían sabido perfeccionar la galera mediterránea. Sus drakars, galeras con proa en forma de serpiente, eran los navíos más avanzados de entonces. Entre los normandos están los suecos, noruegos y daneses.

Los suecos van a lograr remontar y luego descender los grandes ríos de los espacios que atravesaban. Y a estos espacios les pusieron nombre. A los suecos se les llamaba
«rous
[pelirrojos]», pues el país se convertirá en Rusia. El comercio entre el Báltico y el mar Negro fue durante mucho tiempo monopolio suyo. En Constantinopla, bajo el nombre de «varegos», formaron la guardia de élite del emperador bizantino.

Los daneses tuvieron una inmensa importancia histórica. Cada vez que un comentarista, al ocuparse del tema de la Unión Europea, califica a Dinamarca de «un pequeño país», demuestra que ignora toda la historia de Europa.

Los daneses bajaron de forma natural hacia el sur y se establecieron en la provincia que lleva su nombre, «Normandía», el país de los hombres del norte, el cual les fue concedido en 911 por un rey carolingio, mediante el tratado de Saint-Clair-sur-Epte. Por este motivo, toda la toponimia de Normandía es danesa, ya sea de un modo evidente —como el cabo de Hague (y Copenhague)—, ya sea de una manera más camuflada: la palabra
floor
latinizada quedó como «fleur», y así Honfloor se convirtió en Honfleur;
beck
quedó como bec, y de ahí Caudebec.

Años más tarde, una vez cristianizados y con Guillermo el Conquistador, los daneses ocuparon en 1066 Inglaterra, que estaba en manos de sus primos los anglosajones. La tapicería de Bayeux, un enorme bordado de aquella época, narra este episodio; allí se ve a los drakars a punto de partir. Habían aprendido el francés. Más tarde aún se establecieron en Sicilia y en el sur de Italia, donde fundaron sus reinos. Y por supuesto, cuando llegan las cruzadas, los violentos normandos se convertirán en la punta de lanza de la cristiandad, y aparecerán en Jerusalén.

Los noruegos tuvieron menos suerte. En las fronteras de su país no se extendía ni Rusia ni Europa, sino la inmensidad del Atlántico. Sin embargo, por el norte, navegando de isla en isla, consiguieron dominar el gran océano.

En el Ártico, el Atlántico se estrecha en multitud de riberas. Los noruegos, a través de las islas Feroe, a partir de 865, se instalaron en Islandia, una tierra que ya conocían los navegantes griegos y romanos (
Ultima Thule
), pero que estaba deshabitada —con la sola excepción de algunos ermitaños—. Allí siguen todavía, y los islandeses son sus descendientes. Los noruegos habían llevado consigo esclavos celtas y pequeños caballos.

En Islandia, un explorador, Eric el Rojo, descubrió en 982 una inmensa tierra a la que condujo a unos centenares de familias. La llamó
Groenlandia
, «Tierra verde» —algo que durante mucho tiempo se consideró humor negro, hasta que los historiadores comprendieron que en aquella época el clima era mucho más cálido que en la actualidad: lo que se conoce como el «óptimo climático medieval». De hecho, los vikingos pudieron criar vacas en Groenlandia y segar el heno, algo imposible en nuestros días a pesar del «calentamiento». Sin embargo, más tarde se produjo un «enfriamiento» y los vikingos no pudieron quedarse en Groenlandia, en donde los reemplazaron los esquimales.

Desde Groenlandia, los islandeses llegaron de modo natural al Labrador, al estuario de San Lorenzo y, quizá, al Caribe. En el siglo XVI, el emperador azteca Moctezuma relatará a Cortés que, en México, a los españoles les habían precedido, mucho tiempo antes, unos navegantes grandes, rubios, «con unos barcos que tenían cabezas de serpientes». ¿Cómo no pensar en los drakars? Así que, por lo tanto, los noruegos fueron quienes descubrieron América cinco siglos antes que Colón. Pero este descubrimiento se quedó en nada. Los vikingos, buenos navegantes pero unos negados en geografía universal, pensaron que aquellas costas sólo eran otro litoral. Europa, en plena anarquía, tampoco estaba preparada para seguirles. Pero los navegantes se transmitieron estos relatos a través de sus «cuadernos de bitácora» y parece que Colón tuvo conocimiento de ellos. Con esto se demuestra que un descubrimiento no significa nada si no va rodeado de una buena predisposición mental y económica.

Muy escasos en número, a los vikingos los absorbieron o mataron los indígenas. Expulsados de Groenlandia por el enfriamiento climático, los noruegos únicamente pudieron permanecer en Islandia —en donde rápidamente cayeron bajo el dominio danés, del que no se liberaron hasta 1941.

La destrucción de la civilización en el tiempo de los bárbaros no fue una destrucción definitiva. Ya lo veremos: a partir del siglo IX, la civilización renacerá en Europa occidental. Porque en Oriente subsistía el Imperio bizantino, que conservaba en Constantinopla el tesoro de la cultura grecorromana. También perduraba, incluso en Occidente, la Iglesia católica.

Planteémonos sólo una pregunta: Si en la actualidad el mundo cayera en declive, ¿quién lo reconstruiría? ¿En dónde está nuestro Imperio bizantino? ¿Dónde nuestras iglesias? ¿Quién conservaría, en un hipotético derrumbamiento, el saber? ¿Quién podría pasar el testigo a los nuevos mundos?

La civilización es un milagro; su reconstrucción, un milagro aún mayor.

Los tiempos bárbaros, aquellos siglos de anarquía y masacres, sin escuelas, sin comercio y casi sin ciudades (Roma sobrevivía, pero apenas contaba con más de diez mil habitantes, en lugar de un millón, y el Coliseo sólo servía para hacer carreras), fueron una época espantosa. Lo que no significa que los hombres hubieran sido todos desgraciados: la felicidad individual, la de los pequeños grupos (como los vikingos), se puede acomodar dentro de la desgracia colectiva. Pero esta última era grande.

Esta desgracia, muy bien podría no haber terminado jamás. Subrayemos, una vez más, que el progreso no es algo automático.

Del declive del Imperio romano se puede extraer una lección: cuando una civilización pierde su razón de existir, combatir, tener hijos, educarlos, transmitirles, a ellos y a los inmigrantes, sus convicciones y su cultura, puede derrumbarse como un árbol muerto, al que, aun conservando una bella apariencia, el más pequeño toque abate.

En la Edad Media hubo una última oleada de invasiones llegadas de las estepas: la del Gengis Khan (o Temujin) y la de los mongoles. Gengis, un nómada pagano, consiguió unir durante su reinado (1115-1227) a los rápidos y peligrosos jinetes de Siberia hasta Karakorum, en Mongolia. Su nieto se instaló en el trono de China (en donde el viajero veneciano Marco Polo lo conoció). Pero los mongoles fracasaron frente a Europa, que mucho tiempo atrás había salido de la anarquía.

Eran los portadores del último sueño de los bárbaros (antes de la invención de la pólvora de cañón). Al contrario que a sus predecesores —los jefes nómadas germanos o eslavos—, a Gengis no le fascinaba Roma. Quería convertir el mundo en un inmenso territorio destinado a la caza. Sólo fue un sueño fulgurante. Su nieto, Kubilay, convertido en Gran Khan, en el trono de Pekín, pasó a ser emperador chino. En cuanto al sueño del «Imperio de las estepas» se disipó por completo en el momento en que los cañones del zar de Rusia dispersaron a los jinetes de la «horda de oro»: con la artillería, los sedentarios habían vencido definitivamente a los nómadas.

Capítulo
11
La época del Islam

A
L NORTE DEL
Imperio romano vivían los germanos, los eslavos, los hunos y los mongoles; en la orilla sur del mundo mediterráneo sólo se encontraban tribus de beduinos, en particular, árabes de la península arábiga.

Todos estos nómadas, tanto los del sur como los del norte, estaban influidos por el Imperio. Los del norte controlaban la ruta de las caravanas hacia China; los del sur, la ruta comercial marítima de la India al Yemen y también la de las caravanas de Hadramaut hasta el
limes.

Pero sus invasiones fueron completamente diferentes. ¿Por qué?

Los bárbaros del norte sólo practicaban religiones «débiles». Aunque contribuyeron al suicidio del Imperio, su única aspiración era convertirse en romanos (o chinos en el este).

Por su parte, los árabes tenían una religión «fuerte». (Los términos «débil» y «fuerte» no implican juicios de valor; en física nuclear, por ejemplo, también se habla de atracciones «débiles» o «fuertes».) Éstos no quisieron convertirse en romanos, sino crear un nuevo mundo. Así pues, su acción fue mucho más duradera.

En el año 571 había nacido en La Meca, una ciudad de la ruta de las caravanas, un hombre que se hizo caravanero al servicio de una rica viuda, Jadiya.

Este hombre, Mahoma, andaba por los cuarenta años cuando tuvo una crisis mística. No podía soportar las idolatrías de la población de La Meca. Durante sus viajes había conocido a judíos y cristianos, y la religión de sus antepasados no le convencía en absoluto. Se había convertido al monoteísmo, e intentaba en vano convertir a los habitantes del oasis. Su opción fue mal recibida y tuvo que huir con una decena de compañeros a través del desierto, hacia Medina. Allí convirtió a los ciudadanos.

Aquella huida de la ciudad idólatra a través del desierto en nombre de un único Dios se llama hégira, y es el origen de la cronología musulmana, que, por lo tanto, empieza en el año 622. Mahoma es el autor, directo o indirecto, del libro santo del islam, escrito bajo el dictado de Dios: el Corán.

En 630, el profeta regresó victorioso a La Meca. Los idólatras habitantes de esta ciudad adoraban allí una piedra negra, objeto de productivos peregrinajes. Mahoma tuvo la suficiente inteligencia como para recuperar este culto pagano (exactamente igual que la Iglesia católica recuperó los templos de los ídolos). Así, en el sagrado corazón del monoteísmo más riguroso, se sigue venerando a un antiguo ídolo.

Mahoma murió en plena gloria en La Meca, en junio de 632.

El genio del profeta fue presentar una especie de «kit» del judeo-cristianismo.

Aunque llegado mil años después, Mahoma guarda un gran parecido con el profeta Abraham. Ambos vivían en los límites del mismo desierto —Ur, en Caldea; La Meca, en Hiyaz—, y la idea de un único Dios nace con más facilidad en el desierto que en la selva politeísta. Los dos abandonaron la ciudad idólatra por la llamada de Dios.
El
es un nombre semítico de Dios:
Alleluia,
judío;
Alia,
musulmán.

El islam es una especie de judaísmo en sus orígenes, pero universalizado, puesto que su ley no está destinada a un solo pueblo, sino a todo el universo. Del cristianismo, Mahoma retuvo la historia de Jesús, considerado un profeta, y de María, venerada. Así, el islam se presenta como el sucesor del judaísmo y del cristianismo. Sin embargo, Mahoma vivía en un tiempo mental muy anterior al de los profetas judíos,
a fortiori
el de las bienaventuranzas. Esta anexión del judeo-cristianismo fue su golpe genial.

Mahoma supo crear una religión sencilla. Es fácil hacerse musulmán. Basta con pronunciar ante un testigo la
chahada
(la profesión de fe): «Yo juro que no hay más que un Dios y que Mahoma es su profeta». Del judaísmo, el islam recuperó las prohibiciones alimenticias (el
hallal
sustituye a la
casherut
, dentro de la misma obsesión con la carne de cerdo), y añadió la prohibición del alcohol (palabra que, sin embargo, es árabe).

Mahoma ha sido el único fundador de una religión de la que, al mismo tiempo, fue jefe político y jefe militar, cuando lo normal es que las tres funciones —religión, política y guerra— estuvieran separadas. No sólo fundó una religión, sino también un Estado, al unir a las tribus árabes, divididas hasta entonces, y dirigió los ejércitos.

Ya hemos comprobado que la superioridad de los sedentarios sobre los nómadas reside únicamente en la organización. Así, además de una fuerte ideología, Mahoma dio a los árabes la organización. Por otra parte, en el islam, el emperador es al mismo tiempo el Papa. En esa religión se ignora la separación de los poderes civil y religioso. La «lucha entre el sacerdocio y el imperio» es inconcebible. Todavía en la actualidad, por ejemplo, el sultán de Marruecos es también el «jefe de los creyentes».

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