Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
Muchos campesinos pobres abandonaron los campos para convertirse en obreros de las fábricas. Hasta Luis Felipe existían trabajadores de la construcción o artesanos; a partir de aquel momento surgió en Francia, Inglaterra, Alemania la «clase obrera». La vida de aquellos obreros de las fábricas, que los socialistas llamaban proletarios, era dura.
Pero el rey burgués y Guizot se mostraron completamente indiferentes a la cuestión social. Cuestión que les iba a borrar de un plumazo: el 24 de febrero de 1848 estalló una gran insurrección en París. Esta «réplica», la Revolución de 1848, alcanzó a Europa entera, casi a imagen de la gran sacudida de 1789.
En París, se osa proclamar la República (la segunda). Los republicanos de Budapest, con Kossuth, fundaron la República húngara. El Papa huyó de Roma cuando los revolucionarios tomaron el poder. Hubo revueltas hasta en Viena, donde el emperador Fernando abdicó.
En París, un Gobierno provisional se había instalado en el Ayuntamiento, un Gobierno autoproclamado del que formaba parte el poeta Lamartine. Esto es lo que dice Victor Hugo en
Las cosas vistas:
Lamartine me arrastró hasta el vano de una ventana. «Lo que me gustaría daros es un ministerio: Victor Hugo, ministro de Instrucción Pública, eso estaría bien».
Como le hacía notar a Lamartine que yo no había sido hostil a Luis Felipe, me dijo: «Las naciones están por encima de las dinastías».
Nos interrumpió el ruido de unos disparos de fusil... Una bala rompió el cristal por encima de nuestras cabezas. «¿Qué significa esto?», gritó con amargura Lamartine. La gente se precipitó hacia la plaza del Ayuntamiento para ver qué pasaba.
«¡Ay, amigo mío! —siguió Lamartine—, qué duro de soportar es el poder revolucionario. Son tantas y tan repentinas las responsabilidades que hay que asumir... Desde hace dos días ya no sé ni cómo vivo...» Al cabo de unos minutos, llegaron para decirle que era una escaramuza sin sentido, que un fusil se había descargado solo, pero que había muertos y heridos.
Un joven trajo un plato con una pata de pollo: aquél era el almuerzo de Lamartine.
En ese mismo momento, o casi, un tal Karl Marx publicó (con su amigo Friedrich Engels)
El Manifiesto del Par
tido Comunista,
con el fin de plantear no sólo los problemas políticos, sino también la cuestión social: En él se reclamaba no tanto las libertades públicas como la justicia social.
Por otra parte, en París, la revolución política se transformaba en una revuelta obrera: en junio, los obreros destrozaron todo para reclamar mejores salarios. La burguesía se asustó y mandó disparar al ejército contra el pueblo. El general Cavaignac acabó con los alborotadores. Los moderados se agrupaban frente al «peligro rojo». La bandera de 1848 era, en efecto, una bandera roja. A Lamartine le había costado mucho mantener los colores azul, blanco y rojo de la Revolución y del Imperio como emblema nacional.
El 10 de diciembre de 1848, los republicanos moderados, unidos en el Partido del Orden, aseguraron la elección por sufragio universal de un inesperado candidato frente a Cavaignac y Lamartine, un sobrino del gran Napoleón: Luis Napoleón Bonaparte. Volvió el orden.
En el resto de Europa, el ejército austríaco aprovechó para ahogar con sangre las insurrecciones, permitiendo solamente algunas concesiones al nacionalismo húngaro. El joven emperador Francisco José se sentó en el trono de los Habsburgo (y allí estará hasta su muerte, en 1916). El Papa volvió a Roma.
Aquella primera mitad del siglo XIX puso fin a los sobresaltos revolucionarios. Luis Napoleón era presidente de Francia. El orden estaba restablecido. Inglaterra dominaba el mar. Habían nacido los Estados de América latina, Brasil, Grecia y Bélgica, como hijos de la Revolución francesa.
E
L NUEVO PRESIDENTE
de la República, Luis Napoleón, era hijo de Luis, hermano del emperador, y de Hortensia de Beauharnais, hija de Josefina. Nacido en 1808, tenía cuarenta y tres años. Hasta aquel momento había llevado una vida de exilio y conspiración (con los
carbo
nari
italianos o contra la Restauración). Prisionero en el fuerte de Ham, se fugó. En definitiva, un personaje aventurero.
El 2 de diciembre de 1851, el presidente proclamó el Segundo Imperio. Se llamó a sí mismo Napoleón III (el número II quedaba reservado para el hijo del emperador, muerto en Viena).
Luis Napoleón ya ocupaba el poder, así que los hechos del 2 de diciembre fueron más un abuso de poder que un verdadero golpe de estado. Siguiendo los pasos de su tío, Luis acababa de transformar una República democrática, surgida de los acontecimientos de 1848, en una República totalitaria, de la que se consideraba el dictador «al estilo romano».
Hubo opositores. Fueron encarcelados o huyeron. Victor Hugo vivió durante todo el período del Segundo Imperio en Guernesey: terrible inconveniente para el nuevo emperador tener en su contra al genial poeta, cuando éste había sido gran admirador de su tío.
Napoleón III vale más de lo que deja entrever el despectivo retrato que el escritor traza de «Napoleón el Pequeño». Fue un hombre de Estado, al menos durante la primera parte de un reinado, que duró veinte años. Se puede decir que instauró un régimen social-capitalista.
La importancia del capital es evidente. Napoleón III se rodeó de banqueros, como los hermanos Pereire o Volinsky (a menudo de origen protestante o israelí). Creó entidades de crédito y bancos de negocios, como el Credit Lyonnais. Alentó la financiación de las obras públicas: la plantación del bosque de Las Landas, la mejora de Sologne, el ferrocarril. El emperador fue quien confió en Ferdinad Lesseps para perforar el canal de Suez, que inauguró su mujer: una vía de agua estratégica que redujo a la mitad el camino a la India.
Los sansimonistas que rodeaban al emperador eran muchos. Saint Simon (al que no hay que confundir con su antepasado de los tiempos de Luis XIV) tuvo una gran influencia: su
Catecismo de los industriales
proporcionó una optimista utopía a la revolución económica.
También en el Segundo Imperio nació la gran distribución: Le Printemps, la Samaritaine, le Bon Marché.
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E, igualmente, fue Napoleón quien inventó el marco jurídico del neocapitalismo: el de las sociedades anónimas. Hasta entonces, los empresarios poseían firmas familiares. Se confundía el dinero personal con el de la sociedad. La sociedad anónima permite al capitalista contar con accionistas. Este avance jurídico quedó codificado en 1867. El mismo año en que apareció
El capital,
donde Karl Marx se ensaña criticando los defectos inherentes a la economía de mercado.
No obstante, el emperador siempre tuvo miras sociales. En prisión, en el fuerte de Ham, había escrito una obra con un título sugerente:
La extinción de la pobreza.
Se preocupó por el nivel de los salarios y siempre pudo contar con el voto obrero y campesino, porque su régimen «populista» organizaba regularmente plebiscitos.
Había nacido el movimiento obrero y buscaba organizarse con líderes (Fourier, Proudhon, Marx), partidos socialistas y sindicatos (en Inglaterra los
trade-unions).
La primera Internacional vio la luz en Londres el 28 de septiembre de 1864. Y el emperador no le fue hostil. Respecto a este aspecto se habla de «césar-socialísmo».
Lo que mejor resume aquel reinado es la transformación de París, que el emperador confió a la poderosa mano del prefecto Haussmann. Con mucha personalidad, la obra de Haussmann dio a París su aspecto actual, el de la ciudad de los veinte distritos, después de haber incluido espacios públicos de las afueras situados entre la muralla de la ciudad, construida por Thiers, y el municipio.
Bonitos edificios de un estilo determinado, grandes avenidas (que facilitaban la circulación, y también la intervención del ejército en caso de revuelta): paradójicamente, la inmensa obra del barón Haussmann contribuyó, como consecuencia de la especulación inmobiliaria, a echar a los obreros extramuros y a convertir la ciudad de la luz (expresión de la época; Haussmann mandó instalar el alumbrado público de gas) en una ciudad burguesa. La magnífica ópera de Garnier es un ejemplo de esta transformación.
La política exterior del Segundo Imperio, al principio, fue muy inteligente. Desde Waterloo, Francia estaba aislada y se la consideraba sospechosa. Pues Napoleón III consiguió aliarse con Inglaterra. Bajo su reinado, Gran Bretaña pasó de ser la enemiga hereditaria a ser la mejor aliada de Francia.
El zar de Rusia quería intervenir en Constantinopla y en los Dardanelos. Inglaterra, la potencia marítima, se oponía. Este asunto desencadenó la guerra de Crimea en 1855. Napoleón III envió un cuerpo expedicionario que tomó la fortaleza rusa de Sebastopol.
El tratado de paz, un signo de aquellos tiempos, fue firmado en París en 1856. Rusia renunció a apoderarse del Bósforo. Para recompensarla, sustrajeron dos provincias al Imperio otomano: Rumania y Serbia, dos países ortodoxos, sometidos a la influencia rusa. La turbulenta Serbia hizo de este modo su entrada en la historia contemporánea.
La gran idea de Napoleón III era que cada pueblo tenía derecho a su unidad y a su independencia nacional. Italia fue un modelo ejemplar de aplicación de esta idea.
Napoleón III conocía Italia por haber frecuentado a militantes del
Risorgimento
que luchaban por la unidad italiana. En aquella época, la península todavía estaba dividida. Desde que Napoleón I había destruido la República de Venecia, Austria dominaba el norte, excepto el reino del Piamonte. El reino de Nápoles (o las Dos Sicilias) seguían con su indolente vida en el sur. El Papa permanecía como un soberano temporal.
El reino del Piamonte, en el que reinaba una dinastía saboyarda (de la casa de Saboya), se extendía a ambos lados de los Alpes, la capital había pasado de Chambery a Turín. El rey Víctor Manuel II había nombrado a un excelente Primer Ministro, Cavur (1810-1861), que había modernizado el país.
Napoleón III decidió llevar a cabo la unidad italiana alrededor de la monarquía de Saboya. En Plombiera prometió su ayuda a Cavur, quien declaró la guerra a Austria apoyado por los ejércitos franceses que Napoleón III dirigió en persona en Magenta y Solferino (junio de 1859). Con ocasión de aquellas batallas, el suizo Henri Dunant creó la Cruz Roja. Austria, vencida, se retiró de Italia. El Piamonte alentó entonces la expedición de los «Camisas rojas», encabezada por Garibaldi, que fue a echar a los Borbones de Nápoles.
La unidad de Italia casi estaba realizada. Como agradecimiento, el rey de Piamonte, convertido en rey de Italia, entregó a Francia Saboya y el condado de Niza. Varios plebiscitos ratificaron esa anexión. Saboya, situada en el lado francés de los Alpes y francófona, estaba destinada por naturaleza a inclinarse hacia París más que hacia la península. Sin embargo, Niza era una ciudad muy italiana, y allí se hablaba italiano. Garibaldi, héroe del
Risorgimento,
era originario de aquella ciudad. La rápida integración de Niza demuestra la fuerza de atracción de la Francia imperial.
Aquella operación, tal vez, hubiera podido ser la obra maestra del Segundo Imperio: anexión pacífica de interesantes provincias; creación en la frontera de una potencia amiga. Pero la estropeó la «cuestión romana». Roma era, en efecto, la capital natural de la nueva Italia. Napoleón III no se atrevió a entregarla porque pertenecía al Papa y el emperador no quería molestar a los católicos franceses. Por lo tanto negó Roma a los italianos e incluso mandó instalar allí una guarnición francesa. Hasta 1871, Italia no anexionará la ciudad (el Papa se encerrará en el Vaticano). De pronto, los italianos pasaron del reconocimiento al resentimiento contra Francia.
Esta manera de no llevar a término sus buenas ideas es una característica de Napoleón III, cuya indecisión no hará sino crecer con la edad. Por ejemplo, en Argelia, que Francia había conquistado en 1830 —de hecho desde la enérgica y en ocasiones sangrienta actuación militar del mariscal Bugeaud, bajo Luis Felipe (el emir Abd al Kader se rindió a los franceses en diciembre de 1847)—, el emperador, influido por los sansimonistas, ideó primero una política liberal de protectorado. Mandó liberar al emir (que se estableció en Damasco, ciudad en la que murió en 1883) y soñó con un «reino árabe» en el que indígenas y franceses tendrían los mismos derechos, pero no tuvo la capacidad de decisión necesaria para imponer aquella inteligente política a los europeos. Además, había caído en la desmesura.
La Beresina del sobrino no se desarrolló como la del tío en Rusia; tuvo lugar en México. Estados Unidos se había convertido en una poderosa nación, tan poblada como Francia (treinta y dos millones de habitantes). En 1848 había declarado la guerra al México independiente con el fin de poder anexionarse California, Arizona y Texas. Explotando el resentimiento antiyanqui de los mexicanos, Napoleón III quiso crear en México un imperio bajo la influencia francesa que se opusiera al avance anglosajón.
El ejército francés de Bazaine sentó en el trono de México a un pariente del emperador de Austria, Maximiliano. Pero, si a los mexicanos no les gustaban los yanquis, todavía les gustaba menos que les invadieran los franceses. Francia, impotente para dominar a las guerrillas, al cabo de unos cuantos años volvió a embarcar dejando atrás a Maximiliano, que acabó fusilado.
Los mexicanos olvidaron aquella aventura, pero probablemente es la causa original de la desconfianza que Estados Unidos siente por Francia, pues el único ejército europeo que fue a aposentarse a sus puertas fue el francés. Y, para terminar de arreglarlo, Napoleón III había apoyado a los sudistas.
No es una idiotez oponerse a la hegemonía americana, pero sí que lo era hacerlo tan lejos de Europa, a orillas de Río Grande.
Mientras los franceses se hundían en México, una hegemonía, de otro modo amenazante, se formaba más allá del Rin.
La ceguera que mostró Napoleón III hacia la amenaza alemana es sorprendente. El «principio de las nacionalidades» probablemente le impedía —a él, al artesano de la unidad italiana— oponerse a la unidad alemana. Además, Austria, desde hacía siglos, y también durante el mandato de su tío, había sido el principal enemigo de Francia en todo el continente. Pero, precisamente, ya no lo era. Napoleón III había sabido acercarse a Inglaterra en contra de Rusia. Pero no supo acercarse a Austria en contra de Prusia. Viena, un viejo imperio multiétnico y frágil, una vez realizada la unidad italiana, ya no representaba un peligro para París.