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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (28 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Prusia, al contrario, constituía una terrible amenaza.

En 1862, el rey de Prusia Guillermo I había nombrado canciller a un hombre de hierro: Bismarck (1815-1898). Aquel prusiano, perteneciente a una familia de junkers, quería de un modo apasionado llevar a cabo la unidad alemana alrededor de Prusia. Era algo así como un Garibaldi germano. Pero Garibaldi era tan romántico como cínico y frío Bismarck. Ante nada tenía escrúpulos que le retuvieran, pues la confianza del rey le había otorgado, en cierto modo, una especie de dictadura.

Además, al igual que Inglaterra y Francia, la Alemania de aquella época se estaba convirtiendo en una gran potencia industrial, así como en una enorme fuerza militar —la única en Europa—. Gran Bretaña descansaba sobre su flota. El ejército francés, un buen ejército profesional, era poco moderno, estaba mal dirigido y sobre todo comprometido en las aventuras de ultramar (Argelia y México). La guerra de Italia de 1859 fue una excepción. El ejército prusiano, al contrario, era un ejército de reclutamiento (idea tomada de la Revolución, abandonada luego en el Segundo Imperio), nacionalista y bien equipado con artillería moderna (los famosos cañones Krupp).

Para Bismarck, el primer obstáculo a superar era Austria. Desde hacía mucho tiempo, Viena y Berlín se disputaban el gobierno de los alemanes. Hay que señalar que, por otra parte, Viena había aportado al mundo germánico mucho esplendor y paz (Mozart, etcétera), mientras que Berlín le traerá guerra y desgracia.

Para construir la unidad alemana alrededor de Berlín, era necesario vencer a Viena. Algo que hizo Bismarck. En Sadowa, el 3 de julio de 1866, los prusianos, conducidos por el rey Guillermo y el general Moltke aplastaron con facilidad al anticuado ejército Habsburgo (convirtiendo, hasta 1918, a Austria en vasalla).

Esto habría resultado de otra manera si el ejército francés se hubiera mostrado en el Rin. Bismarck, despreciando a Francia, había concentrado sus fuerzas contra los austríacos. En aquel momento, una intervención francesa hubiera sido decisiva. Napoleón III prefirió no hacer nada y, de paso, reclamar algunas compensaciones (por ejemplo, la anexión de Luxemburgo), a las que Bismarck calificó despectivamente de «propinas» —propinas que él, por su parte, rechazó—. A partir de entonces, la suerte estaba echada.

El último obstáculo que impedía la unidad alemana alrededor de Prusia era, en efecto, Francia. Aquel país, con un pequeño ejército colonial, no suponía enemigo frente al poderoso ejército de reclutamiento alemán. Además, Napoleón III se dejó llevar y fue él quien, estúpidamente, declaró la guerra primero. Ese hombre, en ciertos aspectos un administrador genial, siempre fue un negado en materia militar —al contrario que su tío—. Su mando fue deplorable. En dos meses el ejército francés estaba aniquilado, y el 2 de septiembre de 1870, Napoleón III era hecho prisionero en Sedan. Con su jefe prisionero, el Segundo Imperio se derrumbó.

Bismarck pensaba, que una vez aniquilado el ejército regular, la guerra había terminado. Se equivocaba. Los franceses, ante la invasión, creyeron volver a 1793. El 4 de septiembre, un levantamiento en París condujo hasta el Ayuntamiento, el centro emblemático del poder revolucionario, a los diputados de la capital. Éstos se autoproclamaron «Gobierno de la Defensa Nacional» y restablecieron la República (de hecho, la tercera en cuanto a número, aunque no será votada hasta 1875). Entre ellos se encontraba un enérgico hombre, un italiano recientemente nacionalizado: Léon Gambetta. Los ejércitos alemanes, sorprendidos, cercaron París, pero se cuidaron mucho de atacar su inmensa trinchera. Bismarck contaba con el hambre. Fundamentalmente, pensaba que, a diferencia de la República de 1793, ésta no tenía ejército.

Se equivocaba. El 7 de octubre de 1870, Gambetta, ministro del Interior y de la Guerra, abandonó la ciudad, sitiada en todo su perímetro, para ir a organizar la resistencia en provincias. Se detuvo en Tours, compró fusiles en el extranjero y movilizó unos ejércitos improvisados («los móviles», palabra que procede de «movilización») que obligaron a los prusianos a adentrarse en el corazón del territorio nacional. Incluso los derrotaron el 9 de noviembre de 1870 en Coulmiers, donde el general Chanzy emprendió una gloriosa retirada por el Loira. Sin embargo, los móviles necesitaban tiempo para acostumbrarse a la guerra. Pero el tiempo faltaba. París, sitiada desde hacía meses, moría de hambre.

Aun después de la pérdida de París, Gambetta pensaba que la resistencia tenía posibilidades: los ejércitos prusianos, alejados de sus bases, en pleno invierno, se mostraban vulnerables. Pero para aprovecharlas hubiera sido necesario —restaurando la Convención— hacer una guerra salvaje. El Gobierno, compuesto por moderados y burgueses de provincias, no quiso aceptarlo por temor a los disturbios sociales.

El 28 de enero de 1871, el Gobierno pidió el armisticio. Bismarck lo concedió (tenía miedo), no sin aprovechar el momento para imponer a los príncipes alemanes, reunidos en Versalles, la aceptación del rey de Prusia como emperador de Alemania. Durante siglos, dejando al margen a Austria, Alemania, dividida en un puñado de pequeños estados, no había sido considerada. Ahora surgía armada de la cabeza a los pies, amenazante y con las chimeneas de sus fábricas echando humo. Sin embargo, Bismarck también cayó en la desmesura.

Exigió la anexión de Alsacia (francesa desde 1683) y de una parte de Lorena (francesa casi desde la Edad Media). Un error fatal y de pésimas consecuencias: si Bismarck se hubiera limitado a realizar la unidad alemana sin anexionar nada, seguro que Francia y Alemania se habrían reconciliado rápidamente. Pero Bismarck ya no era un hombre de la Ilustración; era un pangermano. Para los franceses, la nación se basaba en las leyes; para los pangermanos y Bismarck, se basaba en la raza. Evidentemente, Estrasburgo es una ciudad germana; pero, afrancesada, cohabitaba desde siglos atrás con la Marsella mediterránea o con la celta Quimper. El derecho al suelo fundó Francia, el derecho de sangre, Alemania (la República Federal Alemana no renunció a eso hasta muy recientemente). Esta idea étnica de la nación encontrará su apogeo con Hitler.

Mientras tanto, una cuarta parte de los habitantes de Alsacia abandonaron sus viñas y sus casas para conservar la nacionalidad francesa; muchos se instalaron en Argelia. Aquella anexión hizo imposible la reconciliación franco-alemana. Alsacia-Lorena fue una herida abierta en un costado de Francia, una obsesión, hasta cuando nadie se atrevía a hablar de ello por temor a Alemania: «Pensar en aquello siempre. Nunca hablar de ello». Aquel error pangermano desencadenó la guerra de 1914 y el horror del siglo XX.

Por otra parte, el armisticio de 1871 fue muy mal recibido en Francia por muchos patriotas, para empezar por los parisienses. Da testimonio de ello la carta de un oficial de carrera, Louis Rossel, a su ministro, desde el campo de Nevers:

Tengo el honor de informaros de que vuelvo a París para ponerme a disposición de las fuerzas que allí se puedan constituir. Me he informado por un despacho [...] de que hay dos partidos en lucha en el país, yo me alinearé sin dudarlo del lado de aquel que no haya firmado la paz y no formaré parte de las filas de los generales culpables de la capitulación. Al tomar una resolución tan grave y dolorosa, lamento tener que dejar suspendido el servicio al genio del campo de Nevers [...].

Tengo el honor de ser, mi general, vuestro obediente y devoto servidor.

L. Rossel

Tras el armisticio, las elecciones dieron la mayoría a la derecha, que se reunió en Asamblea en Versalles, y Adolphe Thiers se convirtió en el Jefe del Estado.

Pero París, invencible después de cuatro meses de asedio, aceptaba mal la derrota. Cuando el Gobierno de Versalles quiso recuperar los cañones colocados en la colina de Montmartre, hubo una insurrección en la capital, y el 18 de marzo de 1871 se declaró “Comuna libre”, independiente del gobierno del señor Thiers.

Karl Marx vivió en la Comuna la primera «dictadura del proletariado».

Durante dos meses, la bandera roja ondeó en el Ayuntamiento. Es cierto que la Comuna era una insurrección social, pero más aún una insurrección patriótica. Oficiales como Rossel se pusieron a su servicio. Oficiales franceses se enfrentaron a otros oficiales, compañeros de promoción, tal y como lo muestra la nota de Rossel, convertido en jefe militar de la Comuna, dirigida a un oficial de Versalles:

Querido camarada:

La próxima vez que os permitáis enviarme una intimidación tan insolente como vuestra carta autógrafa de ayer, le mandaré fusilar, señor parlamentario, conforme mandan los usos de la guerra...

Vuestro devoto camarada Rossel, delegado de la Comuna de París.

Las semanas perdidas habían permitido al Gobierno de Versalles hacer llegar de provincias tropas fieles. El 21 de mayo, éstas entraron en París y se hicieron con la ciudad después de ocho días de duros y realmente sangrientos combates —«La Semana Sangrienta», del 21 al 28 de mayo de 1871—. A las ejecuciones sumarias que Versalles perpetró, se respondió con la masacre de los rehenes (entre ellos el arzobispo de París, monseñor Darboy) y el incendio de las Tullerías y del Ayuntamiento. Los últimos comuneros, 147, fueron fusilados en el cementerio de Pére-Lachaise. La represión había provocado miles de muertos.

El Segundo Imperio terminaba no sólo en el desastre, sino también debido a una auténtica guerra civil en el «tiempo de las cerezas». El Gobierno legal de Adolphe Thiers había triunfado bajo la mirada de los prusianos.

Capítulo
23
Estados Unidos y la Secesión

L
OS
E
STADOS
U
NIDOS
DE
A
MÉRICA
, al margen de la Historia universal, aprovecharon no obstante los conflictos del viejo mundo para crecer. En 1800, construyeron una capital federal llamada Washington, siguiendo unos planos ideados por el arquitecto francés Pierre L'Enfant.

Las guerras de la Revolución, aunque los ingleses hubieran quemado Washington en 1814, sólo les afectaron de manera ocasional. Pero las aprovecharon sobre todo para, en 1803, comprar a Napoleón el inmenso territorio de Luisiana (el Medio Oeste y el Misisipí) y a España, la Florida. Después de violentas discusiones con los británicos, éstos les habían reconocido la posesión de Oregón, que controlaba el acceso al océano Pacífico. Ya hemos señalado que, como consecuencia de una serie de conflictos con México, desde el Álamo (1836) hasta la guerra abierta (1848), se habían apoderado de Arizona, Texas y California, cuya toponimia continúa siendo española (Los Ángeles, San Francisco, San Antonio).

Estados Unidos se benefició durante todo el siglo de una emigración masiva: a lo largo de sesenta años, veinte millones de europeos cruzaron el Atlántico para establecerse allí. Los desplazamientos masivos de la población ya eran posibles. A la navegación a vela del siglo XVIII le había sucedido la navegación a vapor de la primera Revolución industrial, que desembarcaba en las costas americanas a miles de emigrantes decididos a rehacer allí sus vidas.

Muchos de los que llegaban procedían de la antigua patria inglesa (en plena explosión demográfica), pero también de Irlanda (depauperada por el dominio protestante y asolada por la hambruna), de Alemania (durante mucho tiempo se habló alemán en el Medio Oeste) y de Escandinavia. Igualmente se veían llegar centenares de miles de europeos del sur (españoles, italianos, portugueses) y del este (polacos, rusos y griegos).

Nació entonces un «mito americano» que ilustra la estatua de la Libertad, esculpida por Bartholdi, un regalo de Francia que se instaló delante de Manhattan en 1886. La inmigración cambió la naturaleza de la población, hasta entonces constituida principalmente por ingleses protestantes y esclavos negros. En particular, la Iglesia católica se hizo muy poderosa (la primera denominación americana).

En aquel momento estalló la mayor crisis de la joven historia de Estados Unidos. Los estados del sur, poco afectados por la inmigración, seguían en manos de los terratenientes, que se asemejaban a lo que había podido ser Washington; en sus explotaciones de algodón hacían trabajar a una mano de obra servil, descendiente de la trata de esclavos. Los del norte estaban poblados por campesinos libres, obreros y comerciantes, y contaban con grandes ciudades: Nueva York, Boston. Los intereses de los del norte y de los del sur eran opuestos: los terratenientes querían exportar su algodón; los industriales deseaban proteger sus fábricas de la competencia europea. Las mentalidades divergían por completo. Los aristócratas del sur despreciaban a los inmigrantes del norte, y a la inversa.

La elección como presidente del antiesclavista Abraham Lincoln trajo consigo la ruptura. En 1860, los estados del sur llevaron a cabo la secesión y formaron una confederación de doce Estados sudistas bajo la presidencia de Jefferson Davis.

Al contrario de lo que dice la leyenda, el rechazo a la esclavitud no fue el principal motivo de la guerra. La cuestión central que plantearon los confederados era la del derecho de secesión, puesto que la Constitución americana no había previsto ese caso.

En la actual Unión Europea, un Estado puede secesionarse denunciando los tratados. La «Unión» americana de entonces, entendiendo, con razón, que estaba en juego la propia supervivencia de Estados Unidos, se negó a conceder a los confederados el derecho a separarse. Éste fue el principio de una larga y sangrienta guerra que duró del 18 de abril de 1861 al 14 de abril de 1865.

Aparentemente, la lucha era desproporcionada: veintitrés millones de nordistas contra nueve millones de sudistas (entre ellos muchos esclavos negros a los que no se movilizaba). El norte también contaba con el ferrocarril, industrias y los grandes puertos. Sin embargo, la victoria del sur no era imposible, pues los terratenientes estaban preparados y sus generales eran excelentes.

Los sudistas se hicieron, en efecto, con una serie de victorias; pero la marcha del general Lee sobre Washington fue abortada en la batalla de Gettysburg, del 1 al 3 de julio de 1863. Desde entonces quedó tan patente la superioridad del norte que sólo podía ganar aquella larga guerra. Sherman se apoderó de la mayor ciudad del sur, Atlanta, y la incendió en noviembre de 1864. Lee tuvo que capitular el 9 de abril de 1865, en Appomattox. Jefferson Davis dimitió. Abraham Lincoln fue asesinado por un fanático sudista, pero la Unión había triunfado. Nunca más volverá a ser cuestionada.

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