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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (15 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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Ella asintió.

—Sí, porque no puedo pasar sin mi café de la mañana —añadió—. Sencillamente no puedo arrancar sin tomármelo. Claro que, cuando sales con un vampiro, tu mañana empieza a las tres o las cuatro de la tarde —rió.

—Es verdad —dije. Terminé de deshacer el equipaje, así que me dirigí hacia la ventana de la habitación para mirar. El cristal estaba tan ahumado que era difícil ver el paisaje, pero aun así era visible. Nuestro lado no daba al lago Michigan. Era una pena, pero me dediqué a contemplar los edificios del lado oeste con curiosidad. No tenía la oportunidad de ver muchas ciudades, y nunca había estado en una del norte. El cielo se oscurecía rápidamente, así que, entre eso y los cristales tintados, no pude ver gran cosa al cabo de diez minutos. Los vampiros no tardarían en despertarse, momento en el que daría comienzo mi jornada laboral.

A pesar de mantener una conversación sólo esporádica, Carla no me preguntó por mi papel en esta cumbre. Dio por sentado que iba de complemento. Por el momento, eso no me importaba. Tarde o temprano, descubriría cuál era mi particular talento, y entonces se pondría nerviosa cada vez que estuviera cerca. Por otra parte, ahora estaba demasiado relajada.

Carla empezó a vestirse (gracias a Dios) con un conjunto que definiría como de «prostituta con clase». Se había puesto un vestido de cóctel de lentejuelas verdes que apenas le cubría la parte superior, unos zapatos que llevaban escrita la palabra «follame» y un tanga que se notaba a poco que se mirara. Bueno, ella se había puesto su ropa de trabajo, y yo la mía. No estaba muy orgullosa de mí misma por emitir tanto juicio ajeno, y puede que sintiera algo de envidia porque mi ropa de trabajo pareciese tan conservadora.

Para esa noche, había escogido un vestido de gasa marrón chocolate anudado. Me había puesto mis grandes pendientes dorados y mis zapatos bajos marrones, algo de pintura de labios y un buen cepillado del pelo. Puse la tarjeta de la habitación en mi pequeño bolso de noche y me dirigí hacia el mostrador de recepción para averiguar cuál era la suite de la reina, ya que el señor Cataliades me dijo que me presentara allí.

Albergué la esperanza de toparme con Quinn de camino, pero no le vi el pelo. Con la compañera de habitación que me había tocado y el hecho de que Quinn estuviese tan atareado, quizá la cumbre no acabara siendo tan divertida como me habría gustado.

El empleado del mostrador palideció al verme acercarme, y miró alrededor para ver si Diantha me acompañaba. Mientras garabateaba el número de la habitación de la reina con mano temblorosa, miré a mi alrededor con más atención.

Había cámaras de seguridad en los lugares obvios, dirigidas hacia el acceso principal y el mostrador de recepción. También creí ver una en los ascensores. Estaban los típicos guardias armados, típicos en un hotel para vampiros, quiero decir. El mayor atractivo de una de estas instalaciones es la seguridad y la garantía de privacidad para sus huéspedes. De no ser por eso, los vampiros podrían pasar el tiempo en las habitaciones especiales para vampiros de los hoteles generales, más baratas y céntricas (incluso Motel 6 tenía habitaciones para vampiros en la mayoría de sus sucursales). Cuando pensaba en los manifestantes de fuera, esperaba que la seguridad del Pyramid estuviese atenta.

Saludé con la cabeza a otra humana mientras cruzaba el vestíbulo hacia los ascensores. Las habitaciones eran más lujosas cuanto más ascendías, deduje, ya que había cada vez menos por planta. La reina tenía una de las suites de la cuarta, ya que había reservado con mucha antelación, antes del Katrina, y probablemente cuando su marido aún estaba vivo. En la planta sólo había ocho puertas, y no me hizo falta ver el número para saber cuál era la de Sophie-Anne. Sigebert estaba de pie justo delante. Sigebert era una mole. Al igual que Andre, llevaba siglos protegiendo a la reina. El antiguo vampiro parecía muy solitario sin su hermano Wybert. Por lo demás, era el mismo guerrero anglosajón de la primera vez que nos vimos: barba desgreñada, el físico de un jabalí y un par de dientes ausentes en puntos críticos.

Me sonrió, lo cual no dejaba de ser un panorama aterrador.

—Señorita Sookie —me saludó.

—Sigebert —dije, pronunciando con cuidado su nombre como era debido: «Si-ya-bairt»—. ¿Cómo estás? —Quería transmitir simpatía sin caer en sentimentalismos.

—Mi hermano ha muerto como héroe —contestó, orgulloso—. En combate.

Pensé en comentar su añoranza después de tantos siglos juntos, pero pensé que tenía el mismo mal gusto que los periodistas cuando preguntan a los padres de un niño desaparecido.

—¿Cómo te sientes?

—Era un gran luchador —respondió, siguiendo su línea de conversación, que era exactamente lo que quería escuchar. Me dio unas palmadas en el hombro, con las que casi me tira al suelo. Luego, su mirada se antojó algo ausente, como si estuviera escuchando un anuncio.

Yo sospechaba que la reina podía hablar con sus «vampiros convertidos» telepáticamente, y cuando Sigebert me abrió la puerta sin mediar palabra, supe que era verdad. Me alegraba de que la reina no pudiera comunicarse así conmigo. Hacerlo con Barry era más o menos divertido, pero si estuviésemos todo el tiempo juntos, estaba segura de que acabaría hecha polvo. Además, Sophie-Anne daba infinitamente más miedo.

La suite de la reina era de lo más ostentosa. Nunca había visto nada parecido. La moqueta era densa como el pelaje de un borrego. El mobiliario estaba tapizado con motivos dorados y azul oscuro. El bloque de cristal inclinado que daba al exterior era opaco. He de admitir que el enorme muro de oscuridad me puso un poco nerviosa.

En medio de todo ese esplendor, Sophie-Anne estaba acurrucada en un sofá. Pequeña y terriblemente pálida, con el pelo negro brillante recogido en un moño, la reina lucía un vestido de seda color frambuesa con ribetes negros y unos zapatos de tacón negros de piel de cocodrilo. Sus alhajas eran sencillas piezas de oro macizo.

Una ropa más apropiada para su edad aparente habría sido cualquier modelo L.A.M.B., de Gwen Stephani. Murió como humana a la edad de quince, o puede que dieciséis años. En su época, a esa edad se la habría considerado una mujer madura y madre. En la nuestra, con esos años no eres más que una insignificancia. A ojos modernos, su ropa parecía demasiado sobria, pero habría que estar loco de remate para decírselo. Sophie-Anne era la adolescente más peligrosa del mundo, y al segundo más peligroso lo tenía detrás de ella. Andre estaba de pie, tras ella, como siempre. Tras dedicarme una exhaustiva mirada y que la puerta se cerrara detrás de mí, decidió sentarse junto a Sophie-Anne, lo que venía a indicar que me consideraba miembro del club, supongo. Ambos estaban bebiendo TrueBlood, y su tez estaba sonrosada, casi como la de un humano vivo.

—¿Qué tal tus alojamientos? —preguntó Sophie-Anne, atentamente.

—Bien. Comparto habitación con… la novia de Gervaise —dije.

—¿Con Carla? ¿Por qué? —Sus cejas se arquearon como aves negras en un cielo pálido.

—El hotel está hasta arriba. No es para tanto. Supongo que, de todos modos, pasará la mayor parte del tiempo con Gervaise —expliqué.

—¿Qué te ha parecido Johan? —preguntó la reina.

Pude sentir cómo se me endurecía la expresión.

—Creo que debería estar en la cárcel.

—Pero será él quien me mantenga fuera de ella.

Traté de imaginar cómo sería una cárcel para vampiros. Desistí. No me sentía capaz de dar ninguna opinión positiva sobre Johan, así que me limité a asentir.

—Sigues sin decirme qué percibiste en él.

—Está muy tenso y tiene un conflicto.

—Explícate.

—Está nervioso. Asustado. Se debate entre lealtades diferentes. Sólo quiere salir bien parado. Sólo se preocupa por sí mismo.

—¿Y eso en qué lo diferencia de cualquier humano? —comentó Andre.

Sophie-Anne respondió con una mueca de los labios. Ese Andre, menudo comediante.

—La mayoría de los humanos no suele apuñalar a las mujeres —dije con toda la tranquilidad que pude—. A la mayoría de los humanos eso no les aporta placer.

Sophie-Anne no era completamente inmune a la violencia que había ejercido Johan Glassport, pero, como era natural, le preocupaba más su propia defensa legal. Al menos eso era lo que yo interpretaba, a pesar de que con los vampiros tenía que limitarme al lenguaje corporal, al no poder leer sus pensamientos.

—Él me defenderá, le pagaré y podrá hacer lo que quiera —afirmó—. A partir de entonces, cualquier cosa podría pasarle. —Me clavó una mirada muy intencionada.

Vale, Sophie-Anne, pillo la indirecta.

—¿Te interrogó exhaustivamente? ¿Tuviste la sensación de que sabía lo que se hacía? —preguntó, volviendo al tema importante.

—Sí, señora —dije de inmediato—. Parecía muy competente.

—Entonces, merecerá la pena.

Ni siquiera me permití un parpadeo.

—¿Te comentó Cataliades qué debes esperar de esto?

—Sí, señora, lo hizo.

—Bien. Aparte de tu testimonio en el juicio, necesito que acudas conmigo a todas las reuniones de la cumbre que admitan humanos.

Por eso me pagaba tanto dinero.

—Eh, ¿hay alguna agenda de las reuniones? —pregunté—. Lo digo porque sería más fácil para mí estar preparada si tuviese una idea de cuándo va a necesitarme.

Antes de que pudiera responder, alguien llamó a la puerta. Andre se levantó y fue a abrir con tanta agilidad y fluidez que habría podido pasar por un gato. Llevaba su espada en la mano, a pesar de que no la había visto un instante antes. La puerta se abrió un poco justo cuando Andre llegó a su altura, y oí la grave voz de Sigebert.

Tras intercambiar unas cuantas palabras, la puerta se abrió del todo y Andre dijo:

—El rey de Texas, mi señora. —Apenas había un eco de agradable sorpresa en su voz, aunque eso fuera el equivalente de que Andre se pusiera a hacer volteretas por la moqueta. Esa visita era una demostración de apoyo a Sophie-Anne, y los demás vampiros así lo percibirían.

Stan Davis entró en la habitación, seguido de tan séquito de vampiros y humanos.

Stan era el friqui por excelencia. Era de esos que se ponen protectores en los bolsillos. Las marcas del peinado eran evidentes en su pelo arenoso, y sus gafas eran densas y pesadas. También eran bastante innecesarias. Nunca había conocido a un vampiro que no tuviese una vista y un oído excelentes. Stan llevaba puesta una camisa blanca que no requería planchado con el logotipo de Sears, junto con unos Dockers y unos mocasines de cuero marrón. La madre del cordero. Era sheriff cuando lo conocí, y ahora que era rey mantenía su bajo perfil estético.

Detrás del rey entró Joseph Velasquez, su jefe de seguridad. Joseph era un hispano bajo y corpulento con el pelo de punta y una tendencia a no sonreír nunca. Al lado tenía a una vampira pelirroja que se llamaba Rachel; a ella también la recordaba de mi viaje a Dallas. Rachel era salvaje, y no le gustaba lo más mínimo colaborar con humanos. Cerraba el séquito Barry el botones, luciendo un buen aspecto con unos vaqueros de diseño, una camiseta de seda gris y una discreta cadena de oro alrededor del cuello. Barry había madurado de una forma casi escalofriante desde la última vez que lo vi. Era un muchacho de unos diecinueve años, guapo pero desgarbado cuando lo conocí trabajando como botones del hotel Silent Shore, en Dallas. Ahora, Barry se había hecho la manicura, un buen corte de pelo y los ojos de preocupación de alguien que hubiera estado nadando en una piscina llena de tiburones.

Intercambiamos sonrisas, y Barry dijo:

«Me alegro de verte. Estás muy guapa, Sookie.»

«Gracias. Lo mismo digo, Barry.»

Andre estaba realizando los correspondientes saludos vampíricos, lo que no incluía estrechamientos de mano.

—Nos alegra verte, Stan. ¿A quién has traído contigo?

Stan se inclinó galantemente para besar la mano de Sophie-Anne.

—La reina más bella —dijo—. Éste es mi segundo, Joseph Velasquez. Y esta vampira es mi hermana de redil, Rachel. Este humano es el telépata Barry el botones. He de darte las gracias por tenerlo, indirectamente.

Sophie-Anne sonrió.

—Ya sabes que siempre estoy encantada de poder hacerte cualquier favor que obre en mi poder, Stan. —Le indicó con un gesto que se sentara frente a ella. Joseph y Rachel se situaron a los flancos—. Me encanta verte en mi suite. Me preocupaba no tener ninguna visita. —«Ya que se me acusa del asesinato de mi marido y mi situación económica ha sufrido un fuerte revés», podría haberse subtitulado.

—Tienes todas mis simpatías —contestó Stan con voz totalmente desafectada—. Las pérdidas de tu dominio han sido extremas. Si podemos ayudar… Sé que los humanos de mi Estado han ayudado a los tuyos. Lo mínimo es que los vampiros hagamos lo mismo.

—Agradezco tu amabilidad —dijo Sophie-Anne. El orgullo le escocía como nunca. Tuvo que esforzarse por devolver la sonrisa a su cara—. Supongo que conoces a Andre —prosiguió—. Andre, ahora conoces a Joseph. Doy por sentado que todos los presentes conocéis a Sookie.

Sonó el teléfono. Como yo era la que estaba más cerca, lo cogí.

—¿Hablo con un miembro de la comitiva de la reina de Luisiana? —preguntó una voz áspera.

—Así es.

—Uno de ustedes tiene que bajar a la zona de carga para recoger una maleta que pertenece a su comitiva. No podemos leer la etiqueta.

—Oh…, vale.

—Cuanto antes, mejor.

—Está bien.

Colgó. Vale, había sido un poco brusco.

Como la reina parecía esperar que le dijera quién había llamado, se lo conté y, durante una milésima de segundo, pareció tan extrañada como yo.

—Más tarde —dijo, despectivamente.

Los ojos del rey de Texas habían estado enfocados hacia mí todo ese momento como dos rayos láser. Le hice un gesto con la cabeza, esperando que fuese la respuesta adecuada. Me hubiera gustado tener tiempo para que Andre me pusiera al tanto del protocolo antes de que la reina empezara a recibir invitados, aunque lo cierto era que no esperaba que hubiese ninguno, y mucho menos alguien tan poderoso como Stan Davis. Aquello debía de suponer una buena señal para la reina, o puede que fuese un sutil insulto vampírico. Estaba segura de que acabaría descubriéndolo.

Sentí el cosquilleo de Barry en mi mente.

«¿Se trabaja bien para ella?», preguntó.

«Sólo le echo una mano de vez en cuando», dije. «Sigo con mi trabajo cotidiano.»

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