Todos juntos y muertos (18 page)

Read Todos juntos y muertos Online

Authors: Charlaine Harris

BOOK: Todos juntos y muertos
12.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, señor, pero dijo que estaba aquí porque acompañaba al grupo que descubrió los cuerpos.

—Entonces, ella no debería marcharse.

—Cierto, señor.

—¿Estaba intentando marcharse?

—No, señor.

—Pero las has esposado.

—Eh…

—Quítale las putas esposas, Landry.

—Sí, señor. —Landry se había reducido a la nada para entonces. No tenía dónde agarrarse.

Sentí con alivio cómo me quitaba las esposas y pude darme la vuelta. Estaba tan enfadada que podría haberla golpeado, pero como eso habría implicado volver a esposarme, me contuve. Sophie-Anne y Andre se abrieron paso entre el gentío a empujones; lo cierto es que la gente parecía salir repelida a su alrededor. Vampiros y humanos por igual parecían muy dispuestos a quitarse de en medio al paso de la reina de Luisiana y su guardaespaldas.

Sophie-Anne contempló mis muñecas y comprobó que no estaban dañadas, asumiendo que la peor herida la había recibido en el orgullo.

—Ella es mi empleada —dijo Sophie-Anne con tranquilidad, dirigiéndose supuestamente a Landry, pero asegurándose de que todo el mundo la oía—. Un insulto o herida hacia ella es un insulto o herida hacia mi persona.

Landry no sabía quién demonios era Sophie-Anne, pero era capaz de reconocer el poder cuando lo tenía delante, y Andre ayudaba con el efecto aterrador. Creo que eran los dos adolescentes más aterradores del mundo.

—Sí, señora. Landry se disculpará por escrito. Ahora, ¿me puede decir qué ha pasado aquí? —preguntó Todd Donati con voz más que razonable.

La gente aguardaba en silencio. Busqué a Batanya y a Clovache y vi que no estaban. De repente, Andre dijo en voz bastante alta:

—¿Es usted el jefe de seguridad? —Sophie-Anne aprovechó el momento para acercarse a mí y decirme en un susurro:

—No menciones a las Britlingen.

—Sí, señor. —El ex policía se atusó el bigote con una mano—. Me llamo Todd Donati, y éste es mi jefe, el señor Christian Baruch.

—Yo soy Andre Paul, y ésta es mi reina, Sophie-Anne Leclerq. Esta joven humana es Sookie Stackhouse, y trabaja para nosotros. —Andre aguardó para dar el siguiente paso.

Christian Baruch me ignoró, pero le dedicó a Sophie-Anne la misma mirada que le daría yo a un asado que pensara comerme cualquier domingo.

—Su presencia supone un gran honor para mi hotel —murmuró, con un inglés de fuerte acento, y pude ver las puntas de sus colmillos. Era bastante alto, con una amplia mandíbula y pelo moreno. Pero sus pequeños ojos eran de un gris ártico.

Sophie-Anne asumió el cumplido con prisas, aunque frunció el ceño durante un segundo. Exponer los colmillos no era precisamente una forma sutil de decir «me encantas». Nadie dijo nada. Al menos no durante un largo y extraño instante. Entonces decidí romper el silencio:

—¿Alguien va a llamar a la policía, o qué?

—Creo que deberíamos pensar qué les vamos a decir —dijo Baruch, con una voz tan suave y sofisticada que parecía burlarse de mi sureña tosquedad—. Señor Donati, ¿le importaría entrar en la suite a ver qué hay?

Todd Donati se abrió paso entre la multitud sin miramiento alguno. Sigebert, que había estado custodiando la puerta abierta (a falta de algo mejor que hacer), se apartó a un lado para dejar pasar al humano. El enorme guardaespaldas se acercó como pudo a la reina, al parecer más feliz en proximidad de su señora.

Mientras Donati examinaba lo que quiera que quedara en la suite de Arkansas, Christian Baruch se volvió para dirigirse hacia la gente.

—¿Cuántos de ustedes bajaron aquí tras oír que había pasado algo?

Puede que unas quince personas alzaran la mano o asintieran con la cabeza.

—Por favor, bajen al bar de la planta baja, donde nuestros camareros les dispondrán algo especial. —Los quince se marcharon bastante deprisa ante esa promesa. Vampiros…—. ¿Cuántos de ustedes no estaban aquí cuando se hallaron los cadáveres? —siguió Baruch cuando se marchó el primer grupo. Todo el mundo alzó la mano, salvo nosotros cuatro: La reina, Andre, Sigebert y yo—. Todos ustedes son libres de marcharse —dijo Baruch, tan cívicamente que parecía que estaba extendiendo una invitación. Y todos se fueron. Landry dudó, pero recibió una mirada que la impulsó a correr escaleras abajo.

La zona que rodeaba al ascensor central ahora parecía espaciosa, de lo desierta que se encontraba.

Donati volvió a salir. No parecía especialmente perturbado o asqueado, pero sí algo menos sereno.

—Sólo quedan trozos de ellos. El suelo está lleno de desperdicios; supongo que podría llamárselos residuos. Creo que había tres, pero uno está tan troceado que podrían haber sido dos.

—¿Quién figuraba registrado?

Donati consultó su agenda electrónica.

—Jennifer Cater, de Arkansas. La habitación estaba a nombre de la delegación vampírica de Arkansas. Los vampiros de Arkansas que quedaban.

El término «que quedaban» quizá hubiera sido pronunciado con excesivo énfasis. Estaba claro que Donati conocía la historia de la reina.

Christian Baruch arqueó una densa ceja negra.

—Conozco a mi propia gente, Donati.

—Sí, señor.

Puede que la nariz de Sophie-Anne se arrugara levemente de asco. «Su propia gente, y una mierda», parecía decir esa nariz. Baruch apenas había cumplido cuatro años como vampiro.

—¿Quién vio los cuerpos? —preguntó.

—Ninguno de nosotros —se apresuró a decir Andre—. No hemos puesto el pie en la suite.

—¿Quién, entonces?

—La puerta estaba abierta, y olimos a muerte. Dada la situación entre mi reina y los vampiros de Arkansas, pensamos que no sería muy juicioso entrar —explicó Andre—. Enviamos a Sigebert, el guardaespaldas de la reina.

Andre omitió directamente el registro de Clovache. Así que Andre y yo teníamos algo en común: podíamos retorcer la verdad con algo que no fuese precisamente una mentira. Había hecho un trabajo magistral.

Mientras las preguntas seguían (la mayoría sin contestación o imposibles de contestar), me sorprendí interrogándome si la reina aún tendría que someterse a un juicio, ahora que su principal acusadora había muerto. Me preguntaba a quién pertenecería el Estado de Arkansas; era razonable asumir que el contrato de boda le había otorgado a Sophie-Anne algunos derechos sobre el patrimonio de Peter Threadgill, y yo sabía que Sophie-Anne necesitaba cada pizca de dinero que pudiese reclamar desde lo del Katrina. ¿Gozaría aún de esos derechos, después de que Andre liquidara a Peter? Hasta ese momento, no me había parado a pensar en la cantidad de problemas que rondaban la cabeza de la reina en esa cumbre.

Pero, tras hacerme todas esas preguntas, me di cuenta de que había un tema inmediato que resolver. ¿Quién había matado a Jennifer Cater y sus compañeros? ¿Cuántos vampiros de Arkansas quedarían después de la batalla de Nueva Orleans y la matanza de esa noche? Arkansas no era un Estado tan grande, y contaba con muy pocos centros de población.

Volví a la realidad cuando crucé la mirada con Christian Baruch.

—Usted es la humana que puede leer las mentes —espetó tan de repente que di un respingo.

—Sí—dije, ya harta de que todo el mundo me señalara con el dedo.

—¿Mató usted a Jennifer Cater?

No tuve que fingir asombro alguno.

—Creo que me sobrevalora —respondí— si cree que he podido acabar con tres vampiros. No, no la he matado. Se dirigió a mí en el vestíbulo esta noche, lanzándome improperios, pero es la única vez que la he visto.

Pareció achicarse un poco, como si hubiera esperado otra respuesta y una actitud más humilde.

La reina dio un paso para ponerse a mi lado, y Andre la imitó, de forma que los dos antiguos vampiros me flanquearon. Qué sensación más cálida y acogedora. Pero sabía que le estaban recordando al hostelero que yo era su humana especial y que no podía molestarme.

En ese oportuno momento, un vampiro apareció por la puerta de las escaleras y se dirigió rápidamente hacia la suite de la muerte. Sin embargo, con la misma rapidez, Baruch corrió para bloquearle el paso, de modo que el nuevo vampiro chocó contra él y cayó al suelo. El pequeño vampiro se incorporó inmediatamente, tan deprisa que mis ojos apenas pudieron registrarlo. Se esforzaba sobremanera para apartar a Baruch del umbral.

Pero fue inútil. Finalmente, dio un paso atrás. Si el pequeño vampiro hubiese sido un humano, ahora estaría jadeando, pero tal como estaba la situación, su cuerpo se agitaba con temblores de acción retardada. Tenía el pelo castaño y una barba recortada, y lucía un traje de JCPenney. Parecía un tipo normal, hasta que le veías los ojos y te dabas cuenta de que era un lunático.

—¿Es eso cierto? —preguntó, con voz baja e intencionada.

—Jennifer Cater y sus compañeros están muertos —dijo Christian Baruch, no sin cierta compasión.

El pequeño hombre aulló, aulló literalmente, y se me erizó el vello de los brazos. Cayó de rodillas, agitando el cuerpo hacia delante y hacia atrás en un trance de sufrimiento.

—¿He de deducir que formabas parte de su comitiva? —interrogó la reina.

—¡Sí, sí!

—Entonces, ahora yo soy tu reina, y te ofrezco un sitio a mi lado.

Los aullidos cesaron, como si los hubiesen extirpado con un par de tijeras.

—Pero tú mataste a nuestro rey —dijo el vampiro.

—Era la esposa del rey, y como tal, tengo el derecho de heredar su Estado en el caso de su muerte —afirmó Sophie-Anne, mostrando sus ojos negros casi benevolentes, casi luminosos—. Y sin duda está muerto.

—Eso pone sobre el papel —me murmuró el señor Cataliades al oído, por lo que tuve que reprimir un respingo de sorpresa. Siempre había pensado que eso que se dice del movimiento ligero de los hombres orondos era pura estupidez. La gente oronda se mueve pesadamente. Pero el señor Cataliades era tan ligero como una mariposa, y no tuve la menor idea de que andaba cerca hasta que me habló.

—¿En el contrato de matrimonio de la reina? —logré decir.

—Sí—contestó—. Y sin duda fue repasado exhaustivamente por el abogado de Peter. Lo mismo podía aplicarse en el caso de la muerte de Sophie-Anne.

—Supongo que habría un buen número de cláusulas, ¿no?

—Oh, unas cuantas. La muerte tenía que contar con testigos.

—Oh, Dios, ésa era yo.

—Sin duda. La reina la quiere cerca por una buena razón.

—¿Y otras condiciones?

—No podía haber un segundo al mando vivo para quedarse con el Estado. En otras palabras, tenía que producirse una gran catástrofe.

—Y ahora ha ocurrido.

—Sí, eso parece. —El señor Cataliades parecía bastante satisfecho con eso.

Mi mente vibraba en todas direcciones, como uno de esos alambres en los que van ensartando los números del bingo.

—Me llamo Henrik Feith —dijo el pequeño vampiro—, y sólo quedan cinco vampiros en Arkansas. Soy el único que hay en Rhodes, y sólo estoy vivo porque bajé a quejarme por las toallas del baño.

Tuve que echarme una mano a la boca para no reírme, lo que habría sido inapropiado, por así llamarlo. La mirada de Andre permaneció fija sobre el hombre que estaba arrodillado ante nosotros, pero, de alguna manera, su mano se movió para darme un pellizco. Después de aquello, me resultó muy fácil no caer en la carcajada. De hecho, me costó no gritar.

—¿Qué problema había con las toallas? —quiso saber Baruch, desviando el tema por completo ante una queja hacia su hotel.

—Jennifer sola llegaba a usar tres —empezó a explicar Henrik, pero el fascinante tema por el que nos había desviado quedó cortado cuando intervino Sophie-Anne.

—Es suficiente. Henrik, te vienes con nosotros a mi suite. Señor Baruch, espero que nos mantenga informados sobre la evolución del caso. Señor Donati, ¿tiene intención de llamar a la policía de Rhodes?

Era muy atento por parte de ella dirigirse a Donati como si tuviese poder de decisión al respecto.

—No, señora —respondió éste—. A mí me parece que es un asunto de vampiros. Ya no hay cuerpos que examinar; no hay imágenes porque no hay cámaras de seguridad en la suite, y si mira hacia arriba —todos lo hicimos, por supuesto, hacia el rincón del pasillo—, se dará cuenta de que alguien ha lanzado con precisión un trozo de chicle en la lente de la cámara del pasillo. O, si era un vampiro, puede que saltara para pegarlo. Por supuesto, revisaré las cintas, pero dada la velocidad a la que pueden saltar los vampiros, puede que sea imposible identificar al autor. En este momento, no hay vampiros en el departamento de homicidios de la policía de Rhodes, así que no sé si hay alguien a quien podamos llamar. La mayoría de los policías humanos no estarán dispuestos a investigar un crimen vampírico, a menos que cuenten con un compañero vampiro para cubrirles las espaldas.

—No se me ocurre nada más que podamos hacer aquí —dijo Sophie-Anne, exactamente como si no pudiera importarle menos—. Si no nos necesitan más, acudiremos a la ceremonia de inauguración. —Había mirado su reloj unas cuantas veces durante la conversación—. Maese Henrik, si te apetece, puede acompañarnos. Si no, lo cual es muy comprensible, Sigebert te guiará a nuestra suite, donde puedes quedarte.

—Me gustaría quedarme en un lugar tranquilo —pidió Henrik Feith. Parecía un cachorro maltratado.

Sophie-Anne le hizo un gesto a Sigebert, quien no parecía muy contento con la orden recibida. Pero tenía que obedecerla, claro estaba, así que emprendió marcha con el pequeño vampiro, que suponía una quinta parte de todos los que quedaban en Arkansas.

Tenía tantas cosas en las que pensar, que mi cerebro se embotó. Justo cuando pensaba que no podía pasar nada más, el ascensor sonó y sus puertas se abrieron para dar paso a Bill. Su llegada no fue tan espectacular como la de Henrik, pero sin duda fue efectista. Se paró en seco y analizó la situación. Al ver que todos estábamos allí de pie, tranquilos, recuperó la compostura y dijo:

—He oído que ha habido problemas. —Se dirigió al aire, así que cualquiera de nosotros podía responder.

Estaba cansada de considerarlo el innombrable. Demonios, era Bill. Odio cada molécula de su cuerpo, pero lo tenía innegablemente delante. Me preguntaba si los licántropos podían mantener verdaderamente a raya a sus desterrados, y cómo se las arreglarían para ello. Yo no lo llevaba muy bien.

—Hay problemas —le informó la reina—, aunque no alcanzo a comprender qué puede resolver tu presencia.

Nunca había visto a Bill avergonzado, y ésa fue la primera vez.

Other books

Broken Chord by Margaret Moore
Euuuugh! Eyeball Stew! by Alan MacDonald
G-Man and Handcuffs by Abby Wood
Chocolate Dipped Death by CARTER, SAMMI
Alone by Francine Pascal
The Calling by Inger Ash Wolfe
Coming Home by Mariah Stewart