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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (20 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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Había más, incluida una de Extreme(ly Elegant) Events, que consistía en una gran mesa con carteles de precios y álbumes de fotos para tentar a los que pasaran por allí. Estuve a punto de acercarme cuando me di cuenta de que la caseta la llevaba Miss Altanera Pataslargas. No me apetecía volver a hablar con ella, así que seguí adelante, sin perder de vista en ningún momento a la reina. Uno de los camareros humanos estaba admirando el trasero de Sophie-Anne, pero pensé que aquello no era punible con la muerte, por lo que lo dejé pasar.

Para entonces, la reina y Andre se habían reunido con los sheriffs Gervaise y Cleo Babbitt. Gervaise, de cara ancha, era un hombre pequeño, puede que midiera 1,68. Aparentaba unos treinta y cinco años, aunque se podía añadir un siglo sin miedo para acercarse a su edad real. Gervaise había soportado el peso de mantener y entretener a Sophie-Anne durante las últimas semanas, y el desgaste empezaba a notarse. Había oído que era conocido por su ropa sofisticada y estilo alegre. La última vez que lo vi, tenía el pelo muy liso sobre su lustrosa cara redonda. Ahora estaba desgreñado. Su traje necesitaba una visita a la lavandería, y sus zapatos un buen pulido. Cleo era una mujer fornida, de amplios hombros y el pelo negro como el carbón, con una amplia cara gobernada por sus labios. Era lo suficientemente moderna como para querer emplear su apellido; sólo hacía cincuenta años que era vampira.

—¿Dónde está Eric? —les preguntó Andre a los otros sheriffs.

Cleo se rió, sotó una carcajada grave que hizo que los hombres se volvieran para mirar.

—Lo han reclutado —dijo—. El sacerdote no ha aparecido, ha tomado un cursillo y será él quien oficie.

Andre sonrió.

—No nos lo podemos perder. ¿Qué se celebra?

—Se anunciará dentro de nada —respondió Gervaise.

Me pregunté qué Iglesia querría a Eric como su sacerdote. ¿La Iglesia de los Pingües Beneficios? Volví a la caseta de Bill y llamé la atención de Pam.

—¿Eric es un sacerdote? —murmuré.

—De la Iglesia del Espíritu del Buen Amor —me dijo, embolsando tres CD y entregándoselos a un loco de los vampiros enviado por su señor—. Obtuvo su diploma gracias a un curso por Internet, con la ayuda de Bobby Burnham. Ahora puede oficiar matrimonios.

Un camarero se las arregló para sortear a todos los huéspedes que rodeaban a la reina para llevarle una bandeja llena de copas de vino rebosantes de sangre. En un abrir y cerrar de ojos, Andre se había colocado entre el camarero y la reina, y en el mismo tiempo, el camarero se dio la vuelta y partió en otra dirección.

Traté de escrutar la mente del camarero, pero estaba completamente en blanco. Andre se había hecho con el control del tipo y lo había mandado a otra parte. Ojalá estuviese bien. Seguí su progreso hasta una humilde puerta que había en un rincón, hasta quedar segura de que volvía a la cocina. Bien, incidente resuelto.

Sentí una oleada procedente de la sala de exposiciones y me volví para ver qué pasaba. Los reyes de Misisipi e Indiana habían aparecido juntos de la mano, lo cual parecía un aviso público de que habían concluido sus negociaciones de matrimonio. Russell Edgington era un vampiro delgado y atractivo que gustaba de otros hombres (exclusiva y extensamente). Podía ser un buen compañero y también era bueno peleando. Me caía bien. Estaba un poco nerviosa ante la expectativa de verle, ya que hacía unos meses había dejado un cadáver en su piscina. Traté de verlo por el lado bueno. El cadáver era de una vampira, así que cabía la posibilidad de que se hubiese desintegrado antes de que retiraran la cubierta en primavera.

Russell e Indiana se detuvieron delante de la caseta de Bill. Daba la casualidad de que Indiana era un tipo enorme, con el pelo ondulado y castaño con una cara que no estaba mal.

Me acerqué un poco, presintiendo problemas.

—Tienes buen aspecto, Bill —dijo Russell—. Mi gente me ha dicho que lo pasaste mal en mi casa. Veo que te has recuperado bien. No sé muy bien cómo saliste, pero me alegro. —Si la pausa de Russell pretendía aguardar alguna reacción, se quedó con las ganas. La expresión de Bill era tan impasible como si Russell le hubiese estado hablando del tiempo, en vez de su tortura—. Lorena era tu creadora y no podía interferir —añadió Russell, con una voz tan tranquila como su expresión—. Y aquí te encuentro, vendiendo tu pequeño invento informático que Lorena quería quitarte por las malas. Como dice el bardo: «Bien está lo que bien acaba».

Russell había sido demasiado prolijo, lo cual indicaba que ansiaba una reacción por parte de Bill. Pero la voz de Bill era como la fría seda deslizándose sobre un cristal. Y todo lo que dijo fue:

—Descuida, Russell. Supongo que debo darte la enhorabuena.

Russell dedicó una sonrisa a su novio.

—Sí, Misisipi y yo lo vamos a intentar —dijo el rey de Indiana. Su voz era profunda. Pasaría desapercibido tanto apaleando a un estafador en un callejón, como sentado en un bar con serrín en el suelo. Pero Russell no hizo sino ruborizarse.

Quizá sí que había un genuino amor.

Entonces, Russell reparó en mí.

—Bart, tienes que conocer a esta joven —manifestó inmediatamente. Casi me entró un ataque de pánico. Pero no me quedaba más forma de salir de la situación que volverme y salir corriendo. Russell llevó a su prometido junto a mí de la mano—. Esta joven recibió un estacazo durante su estancia en Jackson. Había algunos matones de la Hermandad en el bar, y uno de ellos le clavó una estaca.

Bart parecía casi desconcertado.

—Es obvio que sobreviviste —dijo—. Pero ¿cómo?

—El señor Edgington me ayudó —contesté—. De hecho, me salvó la vida.

Russell trató de adoptar un aire de modestia, y casi lo consiguió. El vampiro trataba de sacar su mejor cara ante su prometido, una reacción tan humana que me costó creerla.

—No obstante, creo que te llevaste algo contigo al marcharte —dijo Russell con severidad, agitando un dedo hacia mí.

Traté de deducir algo de su expresión para saber por dónde tirar con una respuesta. La verdad era que me había llevado una manta y algo de ropa que los jovencitos del harén de Russell habían dejado por ahí. Y me llevé a Bill, a quien habían mantenido preso en uno de los edificios secundarios. Supuse que se refería a eso.

—Sí, señor, pero dejé algo a cambio —respondí, ya que no podía soportar ese juego verbal del gato y el ratón. ¡Está bien! Había rescatado a Bill y asesinado a la vampira Lorena, aunque eso había sido más bien un accidente. Y había tirado su maligno trasero a la piscina.

—Ya decía yo que había algo de cieno en el fondo de la piscina cuando la abrimos en verano —dijo Russell, examinándome intensamente con sus ojos de chocolate amargo—. Eres toda una mujer emprendedora, señorita…

—Stackhouse, Sookie Stackhouse.

—Sí, te recuerdo. ¿No estabas en el Club de los Muertos con Alcide Herveaux? Es un licántropo, cielo —le explicó a Bart.

—Sí, señor —le dije, deseando que no me hubiera recordado ese pequeño detalle.

—Su padre estaba compitiendo por el puesto de líder de manada de Shreveport, ¿me equivoco?

—No se equivoca. Pero él…, eh…, no lo consiguió.

—Entonces ¿fue cuando murió Herveaux padre?

—Así es —contesté. Bart escuchaba con gran atención, sin dejar de acariciar la manga del abrigo de Russell. Era una especie de pequeño gesto lujurioso.

Quinn apareció a mi lado justo en ese momento y me rodeó con un brazo, lo que provocó que Russell abriera mucho los ojos.

—Señores —les dijo Quinn a Indiana y Misisipi—. Su boda les espera.

Los dos reyes se regalaron una sonrisa.

—¿No estás asustado? —le preguntó Bart a Russell.

—No si tú estás a mi lado —dijo Russell, con una sonrisa que hubiera derretido un iceberg—. Además, nuestros abogados nos matarían si renegociáramos esos contratos.

Ambos hicieron un gesto a Quinn con la cabeza, quien avanzó a grandes zancadas hacia la tarima situada en el extremo de la sala de exposiciones. Se colocó en lo más alto y estiró los brazos. Había un micrófono, y su poderosa voz inundó la sala.

—¡Atención, damas y caballeros, reyes y plebeyos, vampiros y humanos! Todos están invitados a presenciar la unión entre Russell Edgington, rey de Misisipi, y Bartlett Crowe, rey de Indiana, en la sala de rituales. La ceremonia dará comienzo dentro de diez minutos. La sala de rituales se encuentra pasando las puertas dobles del muro este del vestíbulo —dijo, indicando regiamente las puertas dobles.

Mientras hablaba, tuve tiempo de apreciar su indumentaria. Llevaba unos pantalones que se ceñían a la altura de la cintura y la cadera. Eran de un intenso escarlata. Se había decidido por un cinturón dorado, como los de los campeonatos de lucha, con unas botas de cuero negras que se tragaban el dobladillo del pantalón. No llevaba camisa. Parecía un genio que acabara de salir de una botella.

—¿Ése es tu nuevo hombre? —preguntó Russell—. ¿Quinn?

Asentí. Parecía impresionado.

—Sé que se le están pasando cosas por la cabeza ahora mismo —dije, impulsivamente—. Sé que está a punto de casarse. Pero sólo espero que estemos en paz, ¿vale? ¿No está enfadado o con sensación de tener cuentas pendientes conmigo?

Bart estaba aceptando los cumplidos de otros vampiros y Russell miró en su dirección. Luego me dedicó la cortesía de centrarse en mí, aunque sabía que no tardaría en tener que darse la vuelta para disfrutar de la velada, y así tenía que ser.

—No tengo ninguna cuenta pendiente contigo —dijo—. Afortunadamente, tengo un gran sentido del humor y Lorena me importaba un pimiento. Le alquilé la sala del establo porque hacía un par de siglos que la conocía, pero siempre fue una zorra.

—Entonces, ya que no está enfadado conmigo, deje que le pregunte, ¿por qué parece que todo el mundo tiene miedo de Quinn? —pregunté.

—¿De veras no lo sabes, siendo quien tiene al tigre cogido por la cola? —Russell parecía felizmente intrigado—. No tengo tiempo para contarte toda la historia, ya que me apetece estar con mi futuro marido, pero te diré algo, señorita Sookie: tu hombre ha hecho ganar mucho dinero a mucha gente.

—Gracias —le dije, algo confundida—. Y mis mejores deseos para usted y… eh, el señor Crowe. Espero que sean felices juntos. —Dado que estrechar la mano no era una costumbre vampírica, le hice una leve reverencia y me retiré rápidamente mientras aún gozábamos de una relación tan cordial.

Rasul apareció a mi lado. Sonrió cuando di el respingo. Estos vampiros… Tienen un sentido del humor adorable.

Hasta entonces sólo había visto a Rasul con su indumentaria de SWAT, y no tenía mal aspecto en absoluto. Esa noche, llevaba otro uniforme, pero también con cierto aire militar, al estilo cosaco. Lucía una túnica de mangas largas y unos pantalones hechos a medida de un intenso tono ciruela, con una banda negra y brillantes botones de latón. Rasul era muy moreno, sin trampa ni cartón, y tenía unos ojos grandes, oscuros y líquidos, a juego con el pelo negro, típico de alguien oriundo de Oriente Medio.

—Sabía que no debías de andar muy lejos. Me alegro de verte —saludé.

—Nos ha enviado a Carla y a mí como avanzadilla —dijo, aligerando las palabras con su exótico acento—. Estás más guapa que nunca, Sookie. ¿Te estás divirtiendo?

Pasé por alto sus bromas.

—¿Y ese uniforme?

—Por si crees que se lo he robado a alguien, te diré que es el nuevo uniforme de la casa de la reina —dijo—. Nos ponemos esto, en vez de la armadura habitual, cuando no estamos en la calle. Bonito, ¿eh?

—Estás divino —declaré, y se rió.

—¿Acudirás a la ceremonia? —preguntó.

—Sí, claro. Nunca he asistido a una boda entre vampiros. Oye, Rasul, lamento lo de Chester y Melanie. —Habían estado en el mismo turno de guardia que Rasul en Nueva Orleans.

Por un instante, todo rastro de humor se desvaneció del rostro del vampiro.

—Sí—dijo, al cabo de un momento de tenso silencio—. En vez de a mis camaradas, ahora tengo al ex felpudo.

Jake Purifoy se acercaba a nosotros, embutido en el mismo uniforme que Rasul. Parecía muy solitario. No llevaba tanto tiempo de vampiro como para mantener esa expresión calmada que parecía tan típica de los no muertos.

—Hola, Jake —lo saludé.

—Hola, Sookie —dijo, con tono desesperado y suplicante.

Rasul nos saludó con un gesto de la cabeza y se marchó. Me había quedado varada con Jake. Aquello se parecía demasiado a la escuela primaria para mi gusto. Jake era el típico niño que había ido al cole con la ropa equivocada y un extraño almuerzo. Ser una combinación entre vampiro y licántropo lo había segregado de ambas naturalezas. Era como pretender ser un gótico popular.

—¿Has podido hablar con Quinn? —pregunté, a falta de nada mejor que decir. Jake había trabajado para Quinn antes de que el cambio acabara con su empleo.

—Lo he saludado de paso —contestó Jake—. No es justo.

—¿El qué?

—Que a él lo acepten al margen de lo que haya hecho y que a mí me destierren.

Conocía el significado de la palabra «destierro», porque la había visto una vez en mi calendario de la palabra diaria. Pero mi mente se quedó colgada de ella porque el comentario de Jake casi me hace perder el equilibrio.

—¿Al margen de lo que haya hecho? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?

—Bueno, tú ya conoces a Quinn —respondió Jake, y me dieron ganas de saltarle encima y golpearle en la cabeza con algo pesado.

—¡Comienza la boda! —bramó la voz amplificada de Quinn, y la gente empezó a encauzarse hacia las puertas dobles que había indicado antes. Jake y yo nos dejamos llevar por la corriente. La ayudante de Quinn de las tetas saltarinas estaba justo en la puerta, distribuyendo pequeñas bolsas de red con una mezcla de flores secas. Algunas estaban atadas con cinta dorada y azul, otras con azul y roja.

—¿Por qué hay colores diferentes? —preguntó la prostituta a la ayudante de Quinn.

Menos mal que lo hizo, porque eso significaba que me podía ahorrar la pregunta.

—Rojo y azul por la bandera de Misisipi, azul y dorado por la de Indiana —dijo la mujer, con una sonrisa automática. Aún la tenía adherida a la cara cuando me dio una bolsa atada con cinta roja y azul, aunque se desvaneció de un modo casi cómico cuando se percató de quién era yo.

Jake y yo avanzamos hasta una buena posición, algo escorada hacia la derecha. El lugar estaba vacío, salvo por unos cuantos accesorios, y no había sillas. Al parecer, no esperaban que la ceremonia se prolongara demasiado.

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