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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (22 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Sophie-Anne, alegras estos ojos agotados —dijo Kentucky. Arrastraba las palabras con la misma densidad que la miel, y resultó de lo más explícito al dejar que Sophie-Anne se percatara de que tenía los colmillos medio extendidos. Agh.

—Isaiah, siempre es una alegría verte —repuso Sophie-Anne, con la voz y la expresión tan tranquilas como de costumbre. Era imposible saber si la reina estaba al corriente de que las dos guardaespaldas estaban justo detrás de él. Al acercarme un poco más, me di cuenta de que, pese a no ver a Clovache y a Batanya, sí que podía percibir sus firmas mentales. La misma magia que ocultaba su presencia física amordazaba sus ondas mentales, pero alcanzaba a sentir un tenue eco. Les sonreí, lo cual era una tontería por mi parte, porque en ese momento Isaiah, rey de Kentucky, miró en mi dirección. Debía de pensar que era más listo de lo que parecía.

—Sophie-Anne, me gustaría charlar contigo, pero esa rubia tuya tendrá que quedarse apartada mientras tanto —dijo Kentucky con una amplia sonrisa—. Su pureza me enciende como pocas cosas. —Hizo un gesto hacia mí, como si Sophie-Anne tuviese un montón de rubias siguiéndole los pasos.

—Por supuesto, Isaiah —contestó Sophie-Anne, lanzándome una mirada ecuánime—. Sookie, hazme el favor de bajar al sótano y traer la maleta por la que nos llamaron antes.

—Claro —respondí. No me importaba llevar a cabo un humilde recado. Casi me había olvidado de la arisca voz del teléfono de hacía unas horas. Me parecía estúpido que el procedimiento requiriera que tuviésemos que bajar hasta las entrañas del hotel, en vez de permitir que algún trabajador nos trajera la maleta, pero así son las cosas, ¿no?

Al volverme para marcharme, me di cuenta de que la expresión de Andre era bastante plana, como de costumbre, pero cuando casi estuve fuera del alcance de su voz dijo:

—Disculpa, majestad, no hemos hablado a la chica sobre tu agenda para la noche. —En uno de esos desconcertantes relámpagos de movimiento, se puso justo a mi lado, apoyando una mano sobre mi hombro. Me pregunté si habría recibido una de las comunicaciones telepáticas de Sophie-Anne. Sin decir una palabra, Sigebert se puso en el lugar que Andre había dejado vacío junto a la reina, medio paso a su espalda.

—Hablemos —dijo Andre, y me llevó rápidamente hacia una puerta con el cartel de «salida». Salimos a un pasillo de servicio beige que se extendía a lo largo de unos diez metros y giró a la derecha. Dos camareros doblaban la esquina y pasaron de largo mientras nos echaban miradas curiosas, aunque al encontrarse con la de Andre volvieron rápidamente a sus quehaceres.

—Las Britlingen están ahí —expliqué, dando por sentado que ésa era la razón por la que Andre me había acompañado—. Van detrás de Kentucky. ¿Se pueden hacer todas invisibles?

Andre realizó otro movimiento a tal rapidez que apenas percibí un borrón en el aire, y de repente su muñeca estaba frente a mí. La sangre manaba de un corte.

—Bebe —ordenó, y sentí que empujaba mi mente.

—No —dije, tan indignada como asombrada ante el repentino movimiento, la exigencia y la propia sangre—. ¿Por qué? —Traté de retroceder, pero no había sitio al que ir ni ayuda a la vista.

—Necesitas un vínculo más poderoso con Sophie-Anne o conmigo. Necesitamos unirnos por algo más que un cheque. Ya has demostrado ser más valiosa de lo que nos imaginábamos. Esta cumbre es crítica para nuestra supervivencia, y necesitamos cada ventaja a la que podamos recurrir.

Hablando de honestidad brutal.

—No quiero que me controles —le repliqué, y resultó terrible escuchar cómo se me modulaba la voz con el miedo—. No quiero que sepas lo que siento. Me habéis contratado para hacer un trabajo. Cuando acabe, volveré a mi vida normal.

—Ya no tienes una vida normal —aseguró Andre. No estaba siendo grosero. Eso era lo más extraño y aterrador. Parecía como si hablase de un hecho consumado.

—¡Claro que la tengo! ¡Vosotros sois los que estáis en los radares de todo el mundo, no yo! —No estaba del todo segura de lo que quería decir con eso, pero creo que Andre cogió el mensaje.

—No me importan los planes que tengas para el resto de tu existencia humana —dijo, encogiéndose de hombros. «Me importa un comino tu vida»—. Nuestra posición se verá reforzada si bebes, así que debes hacerlo. Te lo he explicado, cosa que no me hubiese molestado en hacer si no respetase tu habilidad.

Le di un empujón, pero fue como darse contra un elefante. Sólo funcionaría si el elefante accedía a moverse. Andre no estaba por la labor. Acercó su muñeca a mi boca y yo cerré los labios con fuerza, aunque estaba segura de que Andre me rompería los dientes si fuera necesario. Y si abría la boca para gritar, me echaría su sangre dentro antes de que pudiera decir esta boca es mía.

De repente, noté una tercera presencia en el pasillo. Eric, aún ataviado con la capa de terciopelo negro, y la capucha bajada, estaba justo delante de nosotros, con la expresión inusualmente desconcertada.

—Andre —dijo, con una voz más grave de lo habitual—. ¿Por qué haces esto?

—¿Cuestionas la voluntad de la reina?

La posición de Eric no era la mejor, ya que estaba interfiriendo en la ejecución de las órdenes de la reina (al menos daba por sentado que estaba al corriente de lo que estaba pasado), pero no pude evitar rezar por que se quedara para ayudarme. Se lo rogué con la mirada.

Se me ocurrían varios vampiros con los que preferiría tener un vínculo antes que con Andre. Por tonto que fuese, no podía evitar sentirme dolida. Les había dado una idea estupenda proponiendo que él fuera rey de Arkansas, y así me lo pagaban. Eso me enseñaría a mantener la boca cerrada. Eso me enseñaría a tratar a los vampiros como si fuesen personas.

—Andre, deja que te sugiera algo —contestó Eric, con voz mucho más fría y tranquila. Bien, no se había arrugado. Uno de los dos tenía que hacerlo—. Hay que mantenerla contenta, o no seguirá cooperando.

Mierda. De alguna manera sabía que su sugerencia no iba a ir en la onda de «deja que se marche o te romperé el cuello», ya que Eric era demasiado cauto para eso. ¿Dónde está John Wayne cuando lo necesitas? O Bruce Willis. O incluso Matt Damon. No me habría importado ver a Jason Bourne justo en ese momento.

—Sookie y yo hemos intercambiado sangre varias veces —comentó Eric—. De hecho, hemos sido amantes. —Se acercó un paso—. Creo que no pondría tantos reparos si el donante fuese yo. ¿Satisfaría eso tus necesidades? Te debo lealtad. —Inclinó la cabeza respetuosamente. Estaba teniendo cuidado, mucho cuidado. Aquello no hizo sino acrecentar el temor que me inspiraba Andre.

Andre me soltó mientras se lo pensaba. Podía ver cierta desconfianza en su mirada. Entonces me miró.

—Pareces un conejo escondido bajo un arbusto mientras un zorro te rastrea —dijo. Hizo una larga pausa—. Sin duda nos has hecho un gran favor a mi reina y a mí —prosiguió—. Más de una vez. Si el resultado final es el mismo, ¿por qué no?

Abrí la boca para añadir que, además, yo era la única testigo de la muerte de Peter Threadgill, pero mi ángel de la guarda me cerró la boca. Bueno, puede que no fuese mi verdadero ángel de la guarda, sino mi subconsciente, quien me animó a callarme. Fuese como fuese, lo agradecí.

—Bien, Eric —se conformó Andre—. Mientras esté vinculada a alguien de nuestro reino. Sólo he tomado un poco de su sangre y he descubierto que tiene parte de hada. Si ya has intercambiado sangre con ella más de una vez, entonces el vínculo debe de ser poderoso. ¿Ha respondido bien a tu llamada?

¿Qué? ¿Qué llamada? ¿Cuándo? Eric nunca me había llamado. De hecho, no era la primera vez que me enfrentaba a él.

—Sí, se porta bien —respondió Eric, sin pestañear. Casi me atraganté, pero eso habría arruinado el efecto de sus palabras, así que agaché la mirada, como si estuviese avergonzada por mi condición de sumisión.

—Bien, pues —dijo Andre con un gesto de impaciencia—. Adelante.

—¿Aquí mismo? Preferiría un lugar más privado —dijo Eric.

—Aquí y ahora. —Andre no pensaba ceder más.

—Sookie —me nombró Eric, mirándome fijamente.

Le devolví la mirada. Sabía lo que me quería decir. No había salida. Ni los gritos, la lucha o la negación me sacarían de ésa. Puede que Eric evitara que me sometiera al vínculo con Andre, pero eso era todo.

Eric alzó un codo.

Con el codo arqueado, Eric me estaba diciendo que era la mejor apuesta, que trataría de no hacerme daño, que estar vinculada a él era infinitamente mejor que estarlo a Andre.

Ya lo sabía, no porque no fuese tan tonta, sino porque ya estábamos vinculados. Tanto Eric como Bill habían tomado mi sangre, y yo la de ellos. Por primera vez, comprendí que existía un verdadero vínculo. ¿Acaso no los veía a ambos más como humanos que como vampiros? ¿Acaso no tenían el poder de herirme más que nadie? No se limitaba a mis pasadas relaciones con aquellos a los que estaba vinculada. Era el intercambio de sangre. Quizá debido a mi peculiar trasfondo, no me podían dar órdenes así como así. No gozaban de control mental sobre mí, y no podían leer mis pensamientos y viceversa. Pero compartíamos un vínculo. ¿Cuántas veces habría escuchado el zumbido de sus vidas a mi alrededor sin saber lo que en realidad estaba escuchando?

Llevaría mucho más tiempo decir esto de lo que me llevó pensarlo.

—Eric —dije, inclinando la cabeza a un lado. Dedujo tanto de mi palabra y gesto como yo de los suyos. Avanzó y extendió los brazos para extender la capa mientras se inclinaba sobre mí y que ésta nos diese algo de intimidad. El gesto era artificial, pero la idea no era mala.

—Eric, nada de sexo —exigí, con la voz más dura que pude aunar. Podría tolerar mejor el proceso si no era en plan intercambio de sangre entre amantes. No tenía la menor intención de tener sexo delante de un extraño. La boca de Eric se encontraba en el pliegue de mi cuello y hombro, su cuerpo apretado contra el mío. Mis brazos se deslizaron alrededor de él, ya que era la forma más fácil de estar. Entonces me mordió, y no pude reprimir un grito ahogado de dolor.

Afortunadamente, no paró. Yo quería terminar con eso lo antes posible. Una de sus manos me acariciaba la espalda, como si tratara de apaciguarme.

Al cabo de un instante eterno, Eric me lamió el cuello para asegurarse de que su saliva coagulante cerraba bien las heridas.

—Ahora, Sookie —me dijo al oído. Era incapaz de alcanzarle el cuello a menos que estuviésemos tumbados, no sin encaramarme en él torpemente. Empezó a subir la muñeca hasta mi boca, pero tendríamos que cambiar de posición para que eso funcionara. Le desabroché la camisa y la abrí. Titubeé. Siempre odié esa parte, ya que los dientes humanos no son tan afilados como los de los vampiros, y sabía que sería un desastre cuando mordiera. Eric hizo algo que me sorprendió: extrajo el mismo cuchillo ceremonial que empleó en la boda de Misisipi e Indiana. Con el mismo movimiento acelerado que usó con sus muñecas, se rajó el pecho justo debajo del pezón. La sangre manó perezosamente y yo succioné. Se trataba de algo embarazosamente íntimo, pero al menos no tendría que mirar a Andre y él no podría verme.

Eric se removió, inquieto, y me di cuenta de que se estaba excitando. No había nada que pudiera hacer al respecto, así que procuré mantener nuestros cuerpos separados unos cruciales centímetros. Succioné con fuerza y Eric lanzó un leve sonido. Yo sólo quería acabar cuanto antes. La sangre de vampiro es muy densa y casi dulce, pero cuando piensas en lo que estás haciendo y no estás en absoluto excitada, no es nada agradable. Cuando consideré que ya había ingerido suficiente, solté y volví a abrochar la camisa de Eric con manos nerviosas, convenciéndome de que el incidente había terminado y que ya podía esconderme en alguna parte hasta que el corazón dejara de martillear.

En ese momento, Quinn abrió la puerta y apareció en el pasillo.

—¿Qué demonios estás haciendo? —rugió, y no estaba segura de si se dirigía a Eric, Andre o a mí.

—Están obedeciendo órdenes —dijo Andre fríamente.

—Mi chica no tiene que recibir órdenes tuyas —declaró Quinn.

Abrí la boca para protestar, pero dadas las circunstancias, no sería fácil convencer a Quinn de que era capaz de cuidar de mí misma.

No había fórmula social que copara con una calamidad como ésa; y la norma general de etiqueta de mi abuela («Haz lo que haga que todo el mundo se sienta cómodo») ni de lejos podía aplicarse a la situación. Me pregunté qué diría
Dear Abby
al respecto.

—Andre —dije, tratando de disfrazar el miedo con firmeza—, terminaré el trabajo que accedí a hacer por la reina porque a ello me he comprometido. Pero no volveré a trabajar para vosotros. Eric, gracias por hacérmelo todo lo menos desagradable posible. —Me parecía más acertado que decir «lo más agradable».

Eric había retrocedido un paso para apoyarse en la pared. La capa caía abierta, y las manchas en sus pantalones eran flagrantes.

—Oh, no ha sido nada —dijo Eric, ausente.

Aquello sí que no ayudó. Sospeché que lo hacía aposta. Noté cómo se me encendían las mejillas.

—Quinn, hablaremos más tarde, como acordamos —le solté, y dudé. «Si aún quieres hablar conmigo», pensé, pero no podía decirlo porque habría sido de lo más injusto. Ojalá se hubiese presentado diez minutos antes… o no hubiese aparecido en absoluto.

Sin mirar a derecha o izquierda, eché a andar pasillo abajo, giré a la derecha y atravesé la puerta abatible directamente hacia la cocina.

Estaba claro que no quería estar allí, pero al menos estaba apartada de los tres hombres del pasillo.

—¿Dónde está la zona de equipajes? —le pregunté a la primera empleada uniformada que vi. Era una camarera que estaba cargando copas de sangre sintética sobre una gran bandeja redonda. Sin hacer una pausa en su labor, hizo un gesto con la cabeza para indicarme una puerta en la pared sur, donde ponía «salida». Yo sí que me estaba saliendo esa noche.

La puerta era más pesada y daba a unas escaleras que descendían a un nivel inferior, que suponía que estaba por debajo del nivel del suelo. No hay sótanos allí de donde vengo (el nivel subterráneo del agua está demasiado cerca), así que no pude evitar un leve escalofrío al adentrarme en la profundidad.

Caminaba como si algo me persiguiera, lo cual era cierto desde un punto de vista figurado, y me centré en la maldita maleta para no tener que pensar en otra cosa. Al llegar a un descansillo, me detuve en seco.

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