—Présteme atención —dijo Rodríguez—: reina el pánico. Esperan la bomba noche tras noche. No son los mismos de hace un mes. No comprenden las razones por las cuales ustedes todavía no se han mudado.
Horacio lanzó una risita triste.
Rodríguez agregó que era cierto, vivimos tiempos anormales. Al principio las amenazas indignaban, un anónimo era delito, un asesinato era noticia. Ahora es un lugar común. Algunos piensan que ustedes estaban metidos en la cosa. Escúcheme, no se altere...: uno de ellos barruntó que si no se van, es porque otro grupo los está protegiendo, imaginan que son un sándwich entre bandos enemigos. Y que tal vez ustedes esconden armas...
Horacio vació el pocillo y lo miró perplejo: —Armas... ¡yo! —le brotó un ronquido animal.
Rodríguez intentó calmarlo:
—No son malignos, tienen simplemente un terror de novela. Así como alguien puede entrar aquí con una ametralladora y hacernos pomada, alguien puede encargarse de cumplir la amenaza de las
tres A
. Y le aseguro que no son mala gente porque en medio de la locura don Víctor, por ejemplo, ofreció encargarse de averiguar quién tiene una estancia en el Sur donde ustedes puedan refugiarse, otra locura, estoy de acuerdo, pero vale como gesto. Funes no sólo se mantuvo silencioso como siempre, sino que ni siquiera aceptó que se contratase una empresa de mudanza para que les vaciara el departamento de prepo y les llevase las cosas a un guardamuebles.
—¿Eso pretendieron? —a Horacio se le había oscurecido la voz.
—¿Comprende ahora por qué mi urgencia en hablarle? —dijo Rodríguez—; el panorama pinta muy feo.
—¿Y a nadie se le ocurre que somos unas pobres y absurdas víctimas, que no tenemos un carajo que ver con esta guerra, que necesitamos protec...? —se le cortó la palabra y se precipitó a la calle.
Un golpe lo despertó. Tembló la cama. ¿Terremoto? Creyó ver resplandores de incendio que se expandían por el dormitorio. Mercedes corrió hacia la cuna para levantar a Rafael. Horacio se tambaleó hacia el corredor en medio de un estrépito de vidrios rotos. ¡La bomba! —recordó—, el cumplimiento de la esperada amenaza. Suponía que iba a encontrar un boquete. O que se desmoronaría el techo. Ya lo abrumaba la resignación de los vencidos. Regresó donde su mujer y la abrazó. En eso cayó otro bloque de vidrios cuyo escándalo parecía iluminar la noche. Luego se instaló el silencio. Las paredes dejaron de ondular. Encendió por fin la luz y esperó descubrir una hecatombe. La claridad se expandía por los muebles, las cortinas, las paredes: todo permanecía en su sitio. Asombrosamente ordenado e intacto. Avanzaron, de nuevo por el corredor hacia la cocina. Mercedes gritó y Horacio quedó tieso ante el espectáculo: una maceta reventada despedía sus entrañas de terrones sobre los mosaicos. Y un collar de vidrios emitía tristeza a su alrededor. Se precipitó hacia la ventana de la que colgaban trozos aserrados. Alguien les había arrojado la maceta. Miró las otras ventanas: desde alguna habían cometido la agresión. Pero estaban vacías, negras. Volvieron al dormitorio con taquicardia e impotencia.
Cuando Horacio salió para el trabajo pisó un montículo de basura desparramada junto a su puerta. Crispó los puños y voló hacia el departamento del encargado. Sus suelas resbalaron por la mugre adherida. Sentía que el mal olor le inundaba el alma. ¡Martín, Martín! Lo atendió su esposa, en camisón, los timbrazos salvajes la habían sobresaltado. Martín no está, dijo. ¡Desparramó basura junto a mi puerta! —vociferó Horacio—. ¡Lo haré echar! Pero Martín no está —ella repetía asustada—, no está, ha viajado al interior para visitar a su madre. ¡Entonces quién mierda fue! No había que sacar los residuos —siguió explicando ella—, puso un cartelito en el espejo del ascensor. ¡Pero quién mierda tiró mierda en mi puerta! La mujer se frotaba los brazos, tenía frío, no podía saber.
Horacio regresó a su departamento, buscó la escoba, la pala, una bolsa de plástico y, barboteando maldiciones, recogió la porquería que de buena gana frotaría en las tetas de Leonor y en los ojos de Villalba y se la haría comer a Luppi y al idiota de su Javier. Gruñendo como un animal enjaulado hizo un nudo en la boca del plástico.
La derrota lo impregnaba y lo retorcía. Volvió junto a Mercedes y dijo lo que se había estado resistiendo a decir: nos vamos a otro barrio, por ahora.
Bajo el cono de luz Mercedes relee el encabezamiento: “Querida Beatriz”. Y se destraba.
“Empiezo advirtiéndote que el nuevo remitente es correcto: nos mudamos hace apenas una semana. Hemos sufrido días espantosos. El vía crucis se inició con la alucinante amenaza de una organización que ni me animo a mencionar. A nuestro terror —enorme y justificado en esta época— se sumó el de los consorcistas. Es imposible disimularlo. Nadie, en la Argentina, goza de seguridad. En algunas cartas te describí a los vecinos más pintorescos. Bueno; ahora te aseguro que dejaron de ser pintorescos: se transformaron en demonios. Empezaron a dudar de nosotros y luego a perseguirnos. ¡Y de qué manera! Terminaron por odiarnos. Se sintieron víctimas, como si fuésemos los criminales por cuya causa les harían volar el edificio. Una locura colectiva, Beatriz, como las de otros siglos. Se fueron cerrando en una idea fija y perentoria: hacernos desaparecer. El peligro éramos nosotros —fijate qué enormidad— y se eliminaría con nuestra eliminación. Creo que hubieran sido capaces de lo peor. Los únicos moderados parecieron ser don Víctor (que nos buscaba una estancia para huir) y Funes —el silencioso—. Hace mucho te decía que este solitario me impresionaba como un resentido o un perverso, un individuo que se devora a sí mismo. Pero, según el administrador, fue el único en votar contra las iniciativas vandálicas del resto. Horacio se resistió a mudarse, no se resignaba a entrar en la calesita del absurdo. En plena noche nos arrojaron una maceta haciendo polvo los vidrios de la cocina. Y no te cuento las demás cochinadas.
”Por fin huimos, Beatriz. Triunfó el disparate. Que se reveló tanto más burdo cuando días después Horacio fue a la oficina del administrador para finiquitar asuntos pendientes y éste, cariacontecido, le contó que el rotisero Luppi, el generoso y anodino rotisero Luppi, padre de Javier y amante frustrado de la ópera, también acababa de recibir una amenaza como la que habíamos recibido nosotros. ¿No es para enloquecer?
”Con esta novedad el edificio entró literalmente en estado convulsivo: los ataques de epilepsia que no aparecían en Javier aparecieron en el conjunto de los consorcistas. Leonor tuvo una crisis de película, tiró al piso a Luppi y le arrancó pedazos de cabello; al gordo Villalba le vino una diarrea que no pudieron frenar ni con una montaña de carbón. Lo increíble fue que el pánico provocado por las nuevas cartas de amenaza a Luppi no desembocó en la exigencia de expulsarlo, como pasó con nosotros, sino en vislumbrar a Funes como el culpable de todo este horror. Para los enloquecidos vecinos Funes dejó de ser un individuo despreciable y se convirtió en el siniestro autor de los anónimos. Así le contó el administrador Rodríguez a Horacio, aún tembloroso de perplejidad. No había pruebas pero, culpable o no, el administrador preveía que Funes iba a ser prolijamente despedazado: Leonor le arrancará los ojos y, entre Luppi, Villalba y demás consorcistas le incendiarán el departamento. Para el administrador, Funes es inocente, es un pobre diablo incapaz de escribir amenazas. ¿Lo sabremos alguna vez? Por ahora oficia de víctima. Argentina está sedienta de víctimas.”
La salvación pertenece a Yahvé.
JONÁS II, 10
H
acia el oeste de Buenos Aires, tras una inexplicable loma estéril, se acurruca Villa Mandarina. Dicen que durante los tiempos míticos en este poblado pintoresco solían encontrar refugio desertores y linyeras. La fundó un pulpero alucinado, quien —perseguido por la justicia— se arrastró por la dilatada loma; los abrojos se metían bajo sus gastados pantalones y le hacían sangrar, la luz reverberaba en los cardos violetas y en la paja. El pulpero se instaló al final del yermo y aguardó confiado la llegada de los clientes que también vendrían mordidos por el hambre, la sed y el temor. Parece que los primeros consumidores fueron unos gauchos caídos en desgracia; con ellos el pulpero agrandó la toldería primigenia. En esa época —que se fue llenando de desertores, payadores y cuarteleras— el poblado ni siquiera tuvo nombre.
A principios de siglo el paisaje quieto fue destrozado por una caravana de carromatos llenos de inmigrantes. Como lo soñara el pulpero venían con hambre, sed y miedo. Las violentas sacudidas a lo largo del interminable promontorio habían alterado los rostros de los viajeros: exhibían piel sin color, bocas sin dientes, órbitas sin ojos. Las pañoletas de las mujeres eran tironeadas por el viento, el mismo viento que años después transportaría por fin el polen extraído a la tierra y que impregnaría el atardecer de fragancia doméstica. En efecto, esos carromatos traían semillas que dieron lugar a la primera plantación de cítricos que inspiró el nombre. Y Villa Mandarina se convirtió en una pequeña ciudad galvanizada por la tensión de emociones e intereses, como toda ciudad.
La alta y absurda loma siguió oficiando de escudo. Su hirsuta convexidad, donde refulgen los espinos en vastas planicies de roca indómita, impide que el Gran Buenos Aires consiga devorarla. Al ponerse el sol, ese escudo natural se enciende como una brasa. La muralla del cementerio arde unos minutos y luego se desintegra en la noche. El extremo derecho de la muralla, correspondiente a los judíos, es el último en apagarse. Un resplandor indirecto, emitido por el misterioso pedernal, subsiste más allá del tiempo justo.
Tobías acaricia el reseco portón. Lo abre un rato antes del estipulado para las visitas. Su tarea de sepulturero imaginativo no es simple: desde guardar las llaves hasta dirigir la excavación de las fosas, desde acomodar una mesita con mantel para las colectas hasta el lavado ritual de cadáveres. La tarea exige esfuerzo físico, aplicación mental y desgaste cardiaco. Ha llegado a considerarse un héroe. Y quien lo escucha unos minutos acaba otorgándole la razón. Es un hombre de abundantes y temerarias iniciativas. Como inventor habría revolucionado el mundo. Como sepulturero revoluciona el cementerio y la comunidad. Gracias a él, exclusivamente (“exclusivamente”, enfatiza con el índice apuntando el cielo), la comunidad judía de Villa Mandarina puede sobrevivir. Esto demuestra —insiste pisoteando modestias— que sólo quien entiende de muertos consigue salvar a los vivos.
Han empezado a cuestionarlo. La gente es muy ingrata. O ignorante. O falta de seso.
—Yo no elegí este oficio —protesta con su corpulencia bonachona cuando alguien reclama por un defecto de sus servicios; su nariz carnosa e irregular como un tubérculo se le hincha a medida que aumenta el enojo—. ¿Le parece que la lápida se ha inclinado? ¿Está seguro? ¿Y usted cree que me pagan para torcer lápidas? ¿No tengo bastante con cuidar que las pongan derechas, y en sus sitios, sobre todo en sus sitios?; si dependiera de los marmoleros, donde yace Jaime la lápida podría decir Bernardo; y donde Bernardo, Mauricio. ¡Y usted insulta porque el mantel de la mesita para colectas es demasiado claro! Hace un siglo que pongo siempre el negro que ya está aceitoso de mugre; lo he mandado a lavar, simplemente a lavar. ¿Qué tiene de malo este otro? ¿Tiene agujeros? ¿Tiene manchas? No; ¡es demasiado claro, blanquecino! La gente piensa que un mantel claro no es serio, no estimula las donaciones. ¿Acaso se ríe este mantel? ¿Acaso dice chistes...?
”¡Yo no elegí este oficio!; me lo propusieron. ¿Qué digo?: ¡me lo encajaron! La comisión directiva, vestida de gala, seria como los manteles negros, explicó la importancia del puesto vacante. “Sepulturero” (pronunciaron la palabra frunciendo los labios como si dijeran “príncipe”); “rango oficial”; “Jefe máximo de la provincia de los muertos” (por debajo de la comisión directiva, se entiende). Existen normas y tradiciones que cualquiera conoce bien, por supuesto, y que yo respetaría, por supuesto. El sueldo no interesa mayormente, por supuesto, dijeron. ¡Alto!, repliqué yo, sí que interesa. Vamos, vamos, intervino el presidente, ¿no sabe que el respeto y el temor que infundirá a partir de la asunción del cargo no tienen precio? Toda la comunidad pasará alguna vez por sus manos. Inclusive cada uno de ustedes —pensé al instante, con la morbosa inspiración que me provocaban— cada uno de los esforzados y amados dirigentes comunitarios me confiará su cuerpo rígido antes de entregarse a la tierra y sus blancos gusanitos. ¿Cómo osaba yo humillarme discutiendo monedas? No discuto —me enojé—; y tampoco acepto el cargo; seguiré siendo taxista, ¡ésa es una profesión! Transporto gente de toda clase, hablo y escucho, me muevo de una punta a la otra de la ciudad; todos me conocen y yo conozco a todos los hombres y hasta todos los perros. Además, ¿qué haría con mi viejo auto? No es problema, respondieron los de la comisión: si de transporte se trata, seguirá transportando: en lugar de vivos, cadáveres. ¿Le gusta el trabajo al aire libre?, ¡tendrá aire libre! ¿Acaso en el cementerio no sopla buena brisa, pura, perfumada? ¿Quiere hablar con la gente? ¡Hablará hasta aburrirse!: los deudos lo buscarán, preguntarán, perseguirán, criticarán. ¿Dice que lo conocen en la villa? ¡Por supuesto que lo conocen! ¡Por supuesto que nosotros lo conocemos! Conocemos su honestidad, su bondad y sobre todo sus iniciativas. ¡Necesitamos hombres con ideas, con imaginación! —se exaltaron—; estamos mal por la cantidad de burócratas y de obsecuentes traga-sueldos que impiden nuestro progreso. ¿Ahora entiende por qué decidimos ofrecerle el cargo? Está hecho a su medida: cuando Dios creó al primer sepulturero, ya pensó en usted —remató el presidente apoyando su índice en mi dotada nariz.
”Mantuve la negativa. El secretario —que parecía buen negociador— me siguió hasta casa con impúdica tozudez. La noche otoñal predisponía al buen humor, pero el secretario dele y dele con los muertos. La comunidad de Villa Mandarina no podrá sobrevivir sin un sepulturero; hay que ocuparse de los muertos para tranquilidad de los vivos. Se metió en casa. Mi paciente (aunque fea y estéril) mujer tuvo que servirnos una copita. Y dele con los muertos. Me dormía en la silla mientras el secretario pasaba revista a las dificultades económicas, las dificultades con los maestros de la escuela comunitaria, dificultades con el nuevo intendente municipal, dificultades con el hijo tarambana del rabino que no lo dejaba dormir de noche y entonces el rabino se dormía en los oficios, y ahora dificultades con el cementerio desde que murió “su antecesor” (decía “su antecesor” como si yo hubiera aceptado el puesto). Me dispersaba luchando con el peso de los párpados y la fuga de la mente y el río de hormigas que se desparramaba bajo la piel.