—Seguid —indicó Jaime al percibir un atisbo de duda.
—El gorjal estaba atravesado. Fue un golpe limpio que cortó un gorjal de acero. Y la armadura de Renly era del mejor acero que existe. ¿Cómo pudo dar semejante golpe? Yo mismo lo intenté y me fue imposible. Para ser una mujer, tiene una fuerza monstruosa, pero hasta la Montaña habría necesitado un hacha, y pesada. Además, ¿para qué ponerle la armadura y luego cortarle la garganta? —Miró a Jaime, confuso—. Pero, si no fue ella... ¿Cómo pudo matarlo una sombra?
—Preguntádselo a Brienne. —Jaime había tomado una decisión—. Id a su celda. Preguntadle lo que queráis y escuchad lo que os responda. Si después seguís convencido de que fue ella la que asesinó a Lord Renly, me encargaré de que lo pague. Vos seréis quien decida. Acusadla o dejadla libre. Lo único que os pido es que seáis justo, por vuestro honor de caballero.
—Seré justo. —Ser Loras se levantó—. Por mi honor.
—En ese caso, hemos terminado.
El joven se dirigió hacia la puerta, pero al llegar se volvió.
—A Renly le parecía absurda. Una mujer que vestía armadura de hombre y se hacía pasar por caballero...
—Si la hubiera visto alguna vez vestida con sedas rosas y encajes de Myr no se habría quejado tanto.
—Le pregunté por qué la mantenía a su lado, si tan grotesca le parecía. Me dijo que todos los demás caballeros querían algo de él, castillos, honores, riquezas... En cambio, lo único que Brienne le pedía era morir por él. Cuando lo vi todo ensangrentado, cuando me enteré de que ella había huido y los tres estaban ilesos... pero, si es inocente, entonces Robar y Emmon...
No consiguió expresar lo que sentía. Jaime no se había parado a mirarlo desde aquel punto de vista.
—Yo habría hecho lo mismo, Ser.
La mentira le salió sin esfuerzo, pero Ser Loras pareció agradecerla.
Una vez se hubo marchado, el Lord Comandante quedó a solas en la habitación blanca, meditabundo. El Caballero de las Flores había estado tan enloquecido de dolor por la muerte de Renly que había matado a dos de sus Hermanos Juramentados, pero a Jaime no se le había pasado por la cabeza hacer lo mismo con los cinco que no habían conseguido proteger a Joffrey.
«Era mi hijo, mi hijo secreto... ¿qué soy yo si no levanto la mano que me queda para vengar a quien lleva mi sangre, al fruto de mi semilla?» Tendría que matar al menos a Ser Boros, aunque sólo fuera para librarse de él.
Se miró el muñón e hizo una mueca.
«Algo tengo que hacer con esto. —Si el difunto Ser Jacelyn Bywater tenía una mano de hierro, él se haría fabricar una de oro—. Puede que a Cersei le guste. Una mano de oro para acariciar su pelo dorado, para estrecharla con fuerza contra mí.»
Pero lo de la mano podía esperar. Antes tenía que ocuparse de otras cosas. Tenía que pagar otras deudas.
La escalerilla que llevaba al castillo de proa era empinada y estaba llena de astillas, de manera que Sansa aceptó la mano que le tendía Lothor Brune.
«Ser Lothor», tuvo que recordarse; lo habían armado caballero por su valor en la batalla del Aguasnegras, aunque ningún caballero luciría aquellos calzones remendados ni las botas tan gastadas, o aquel jubón de cuero que el agua salada había desgastado y agrietado. Brune era un hombre callado, regordete, de rostro cuadrado y nariz aplastada, y tenía una mata de pelo gris. «Pero es más fuerte de lo que parece.» Lo sabía por la facilidad con que la levantaba, como si no pesara nada.
Ante la proa de la
Rey Pescadilla
se divisaba una playa inhóspita, azotada por los vientos, desprovista de vegetación. Pese a todo, la recibieron con alegría. Habían tardado mucho tiempo en recuperar el rumbo, la última tormenta los había apartado de tierra firme, además de barrer la cubierta de la galera con unas olas tales que Sansa había estado segura de que se hundirían sin remedio. Oyó comentar al viejo Oswell que dos hombres habían caído por la borda y otro más se había precipitado desde el mástil y se había roto el cuello.
Ella no se había atrevido a subir a la cubierta casi nunca. Su camarote era pequeño, húmedo y frío, y Sansa había estado enferma la mayor parte del viaje. Enferma de miedo, enferma de fiebre, enferma con mareos... No conseguía retener nada en el estómago y hasta le costaba dormir. Siempre que cerraba los ojos veía a Joffrey echándose las manos al cuello, desgarrándose la piel de la garganta y agonizando con trozos de empanada en los labios y manchas de vino en el jubón. Y el viento que aullaba entre los aparejos le recordaba el espantoso sonido agudo que había hecho intentando respirar. A veces soñaba también con Tyrion.
—No hizo nada —dijo en cierta ocasión a Meñique cuando fue a verla a su camarote para interesarse por su salud.
—Es cierto que no mató a Joffrey, pero no se puede decir que tuviera las manos limpias. ¿Sabíais que tuvo otra esposa antes que vos?
—Sí, me lo dijo.
—¿Os dijo también que, cuando se aburrió de ella, se la regaló a los guardias de su padre? Puede que con el tiempo os hubiera hecho lo mismo a vos. No derraméis ni una lágrima por el Gnomo, mi señora.
El viento le agitaba el cabello con dedos salados, y Sansa se estremeció. Pese a estar tan cerca de la costa, el movimiento del barco le revolvía el estómago. Necesitaba desesperadamente un baño y ropa limpia.
«Debo de estar demacrada como un cadáver y huelo a vómito.»
Lord Petyr llegó junto a ella tan alegre como siempre.
—Buenos días. La brisa marina es muy tonificante, ¿verdad? A mí siempre me abre el apetito. —Le rodeó los hombros con un brazo en gesto cariñoso—. ¿Os encontráis bien? Estáis tan pálida...
—No es nada, sólo el estómago. Estoy un poco mareada.
—Una copa de vino os sentará bien. Os la serviré en cuanto lleguemos a la orilla. —Petyr señaló en dirección a una vieja torre de sílex que destacaba ante el triste cielo gris mientras las olas rompían contra las rocas a su pie—. Bonita, ¿eh? Mucho me temo que no hay un lugar seguro para anclar, tendremos que ir a la orilla en bote.
—¿Aquí? —No quería desembarcar en aquel lugar. Tenía entendido que los Dedos eran un lugar deprimente, y aquella torrecilla tenía aspecto triste y abandonado—. ¿No me puedo quedar en el barco hasta que zarpemos hacia Puerto Blanco?
—La
Rey
va a poner rumbo al este, hacia Braavos. Sin nosotros.
—Pero... mi señor, me dijisteis... me dijisteis que íbamos a casa.
—Y ahí está, por pobre que resulte. Mi casa, mi hogar ancestral. Por desgracia no tiene nombre. El asentamiento de un gran señor debería tener nombre, ¿verdad? Invernalia, Nido de Águilas, Aguasdulces... Eso sí que son castillos. Ahora soy el señor de Harrenhal, que suena muy bien, pero ¿qué era antes? ¿El señor de la Cagarruta de Oveja, dueño de Aburrimiento Mortal? No sé, como que les falta algo a esos títulos. —Sus ojos verde grisáceo la miraron con inocencia—. Parecéis decepcionada, ¿pensabais que nos dirigíamos hacia Invernalia, pequeña? Invernalia fue tomada, quemada y saqueada. Todos aquellos a quienes conocíais y amabais han muerto. Los norteños que no se han rendido a los hombres del hierro están luchando entre ellos, hasta han atacado el Muro. Invernalia fue vuestro hogar de la infancia, Sansa, pero ya no sois una niña. Sois una mujer y tenéis que crear vuestro propio hogar.
—Pero no aquí —protestó ella con desaliento—. Es un lugar tan...
—¿Tan pequeño, tan sombrío, tan feo? Sí, todo eso y mucho más. Los Dedos son un lugar precioso si eres una piedra. Pero no tengáis miedo, no nos quedaremos más de un par de semanas. Creo que vuestra tía ya viene a recibirnos. —Sonrió—. Lady Lysa y yo vamos a contraer matrimonio.
—¿Os vais a casar? —Sansa estaba atónita—. ¿Con mi tía?
—El señor de Harrenhal y la señora del Nido de Águilas.
«Dijisteis que a quien amabais era a mi madre.» Pero claro, Lady Catelyn estaba muerta, de manera que aunque hubiera amado a Petyr en secreto y le hubiera entregado su virginidad, ya no tenía importancia.
—Estáis muy callada, mi señora —dijo Petyr—. Pensaba que me daríais vuestra bendición. No es corriente que un niño que nació para heredar piedras y cagarrutas de oveja contraiga matrimonio con la hija de Hoster Tully y viuda de Jon Arryn.
—Señor... Rezo por que viváis juntos muchos años, tengáis muchos hijos y seáis muy felices el uno con el otro.
Habían pasado años desde la última vez que Sansa viera a la hermana de su madre. «Será buena conmigo, lo hará por mi madre, seguro. Es de mi propia sangre.» Y el Valle de Arryn era muy hermoso, lo decían todas las canciones. Tal vez no sería tan malo pasar allí una temporada.
Lothor y el viejo Oswell los llevaron a la orilla en el bote de remos. Sansa iba acurrucada en la proa, abrigada con la capa y con la capucha en la cabeza para protegerse del viento. No podía dejar de preguntarse qué la esperaba. Los criados salieron de la torre para recibirlos: una anciana flaca y una mujer de mediana edad un tanto gruesa, dos viejos de pelo blanco y una niña de dos o tres años con un orzuelo en un ojo. Al reconocer a Petyr se arrodillaron en las rocas.
—Mi servicio —dijo—. A la niña no la conozco, debe de ser otro de los bastardos de Kella. Escupe uno cada pocos años.
Los dos ancianos se metieron en el agua hasta los muslos para levantar a Sansa del bote de manera que no se mojara las faldas. Oswell y Lothor caminaron chapoteando hasta la orilla, al igual que el propio Meñique. Dio un beso en la mejilla a la anciana y sonrió a la más joven.
—¿Quién es el padre de ésta, Kella?
—No os sabría decir, mi señor, no soy de las que dicen que no. —La mujer gorda se echó a reír.
—Cosa que seguro que agradecen mucho los mozos de por aquí.
—Nos alegramos de que estéis en casa, mi señor —dijo uno de los ancianos. Tenía al menos ochenta años, pero llevaba una brigantina claveteada y del costado le colgaba una espada larga—. ¿Cuánto tiempo os vais a quedar?
—Tan poco como me sea posible, Bryen, no temáis. ¿Qué tal está la torre, habitable?
—Si hubiéramos sabido que veníais habríamos puesto juncos frescos en los suelos, mi señor —dijo la vieja—. Hemos encendido la chimenea con bostas secas.
—El olor de la mierda al arder siempre me trae recuerdos de mi hogar. —Petyr se volvió hacia Sansa—. Grisel fue mi ama de cría y ahora se encarga del castillo. Umfred es el mayordomo y Bryen... ¿no te nombré capitán de la guardia la última vez que pasé por aquí?
—Sí, mi señor. También dijisteis que me daríais más hombres, pero se os olvidó. El perro y yo hacemos todas las guardias.
—Y salta a la vista que las hacéis muy bien. Nadie me ha robado ninguna de mis rocas ni de mis cagarrutas de oveja, eso se nota. —Petyr hizo un gesto en dirección a la mujer gorda—. Kella se encarga de mis incontables rebaños. ¿Cuántas ovejas tengo ahora mismo, Kella?
La mujer se paró a pensar un momento.
—Veintitrés, mi señor. Había veintinueve, pero los perros de Bryen mataron una y sacrificamos otras para salar la carne.
—Ah, cordero en salazón. Ahora sí que me siento en casa. Cuando desayune huevos de gaviota y sopa de algas, ya estaré completamente seguro.
—Como queráis, mi señor —dijo la anciana Grisel.
—Vamos a ver si mis estancias son tan lúgubres como las recuerdo. —Lord Petyr hizo una mueca.
Empezó a subir por la costa de rocas resbaladizas cubiertas de algas medio podridas. Al pie de la torre de sílex unas cuantas ovejas pastaban la escasa hierba que crecía entre el redil y el establo de techo de paja. Sansa tuvo que mirar muy bien por dónde pisaba, había excrementos por todas partes.
Vista desde dentro la torre parecía aún más pequeña. Una escalera de piedra sin protecciones ascendía pegada a la pared desde la bodega al tejado. En cada piso no había más que una habitación. Los criados vivían y dormían en la cocina de la planta baja, cuyo espacio compartían con un enorme mastín pinto y media docena de perros ovejeros. Encima había un modesto salón, y en la parte superior estaba el dormitorio. No había ventanas, sólo troneras en el muro exterior situadas a intervalos regulares a lo largo de la curva de la escalera. Sobre la chimenea colgaban una espada larga rota y un escudo de roble astillado con la pintura cuarteada.
Sansa no reconoció el emblema pintado en el escudo, una cabeza de piedra gris con ojos llameantes sobre campo color verde claro.
—Es el escudo de mi abuelo —le explicó Petyr al ver que lo estaba mirando—. Su padre había nacido en Braavos y vino al Valle como mercenario contratado por Lord Corbray, de manera que mi abuelo eligió como emblema la cabeza del Titán cuando lo nombraron caballero.
—Es muy feroz —dijo Sansa.
—Demasiado feroz para un tipo tan afable como yo —sonrió Petyr—. Prefiero mil veces mi sinsonte.
Oswell hizo otros dos viajes a la
Rey Pescadilla
para descargar provisiones. Entre las cosas que llevó a la orilla había varios toneles de vino, y Petyr sirvió a Sansa una copa tal como había prometido.
—Bebed, mi señora, espero que os calme el estómago.
El hecho de tener suelo firme bajo los pies ya se lo había calmado hasta cierto punto, pero Sansa obedeció, levantó la copa con ambas manos y bebió un sorbo. El vino era excelente, del Rejo, le pareció. Sabía a roble, a fruta y a noches cálidas de verano. Los sabores le estallaban en la boca como flores que se abrieran bajo el sol. Lo único que esperaba era poder retenerlo, Lord Petyr estaba siendo muy amable con ella y no quería echarlo a perder vomitándole encima.
En aquel momento la estaba mirando por encima de su copa, con los claros ojos gris verdoso que reflejaban... ¿Podía ser diversión? ¿O tal vez otra cosa? Sansa no habría sabido decirlo.
—Grisel —llamó a la vieja—, trae algo de comer. Nada indigesto, mi señora está delicada del estómago. ¿Qué tal un poco de fruta? Oswell ha traído naranjas y granadas de la
Rey
.
—Sí, mi señor.
—¿Podría tomar un baño? —le preguntó Sansa.
—Le diré a Kella que traiga agua, mi señora.
Sansa bebió otro sorbo de vino y trató de pensar un tema de conversación cortés, pero Lord Petyr le ahorró la molestia. Esperó a que Grisel y los demás criados se hubieran retirado antes de empezar a hablar.
—Lysa no vendrá sola. Antes de que llegue tenemos que aclarar quién sois.
—¿Quién soy...? No entiendo...