Missandei le sirvió huevos de pato y salchicha de perro, y media copa de vino endulzado mezclado con el zumo de una lima. La miel atraía a las moscas, pero una vela aromática las mantenía a distancia. Allí arriba las moscas no eran tan molestas como en el resto de la ciudad, y era otra de las cosas que le gustaban de la pirámide.
—Recuérdame que hay que hacer algo con respecto a las moscas —dijo Dany—. ¿Hay muchas moscas en Naath, Missandei?
—En Naath lo que hay son mariposas —respondió la escriba en la lengua común—. ¿Más vino?
—No. La corte se va a reunir enseguida.
Dany había cobrado mucho afecto a Missandei. La pequeña escriba de los enormes ojos dorados tenía una sabiduría impropia de su edad.
«Además, es valiente. Ha tenido que serlo, para sobrevivir con la vida que le ha tocado.» Tenía la esperanza de ver algún día aquella fabulosa isla de Naath. Missandei decía que el pueblo pacífico empuñaba instrumentos musicales en vez de armas. No mataban, ni siquiera a los animales; sólo comían fruta, carne jamás. Los espíritus en forma de mariposas que eran sagrados para su Señor de la Armonía protegían la isla de aquellos que querían hacerles daño. Muchos conquistadores habían zarpado rumbo a Naath para manchar de sangre las espadas, pero antes de llegar enfermaron y murieron. «Pero las mariposas no los salvaron cuando llegaron los barcos de los esclavistas.»
—Algún día te llevaré a casa, Missandei —le prometió Dany. «¿Me habría vendido Jorah si le hubiera prometido esto mismo?»—. Te lo juro.
—Una se da por satisfecha con serviros, Alteza. Naath seguirá siempre donde está. Sois muy bondadosa con una... conmigo.
—Y tú conmigo. —Dany tomó a la niña de la mano—. Ven, ayúdame a vestirme.
Jhiqui y Missandei la bañaron, mientras Irri sacaba la ropa que se iba a poner. Aquel día llevaría una túnica de brocado púrpura con un fajín de plata, y en la cabeza la corona en forma de dragón de tres cabezas que le había regalado la Hermandad de la Turmalina en Qarth. Las zapatillas también eran plateadas, con unos tacones tan altos que temía caerse en cualquier momento. Una vez vestida, Missandei le llevó un espejo de plata pulida para que se pudiera ver. Dany se contempló en silencio. «¿Es éste el rostro de una conquistadora?» A ella no le parecía más que el de una niñita.
Por el momento nadie la llamaba aún Daenerys la Conquistadora, aunque tal vez lo hicieran algún día. Aegon el Conquistador había tomado Poniente con tres dragones, pero ella había tomado Meereen con ratas de las cloacas y una polla de madera, en menos de un día. «Pobre Groleo.» Sabía que seguía llorando la pérdida de su barco. Si una galera de combate podía embestir contra otro barco, ¿por qué no contra una puerta? Eso era lo que había pensado cuando ordenó a los capitanes llevar los barcos a la orilla. Los mástiles se habían convertido en arietes, y un enjambre de libertos desmanteló los cascos para construir manteletes, tortugas, catapultas y escaleras. Los mercenarios habían bautizado cada ariete con un nombre obsceno, y fue el mástil principal de la
Meraxes
, antes la
Travesura de Joso
, el que derribó la puerta este. Lo llamaban la «Polla de Joso». La batalla había sido dura y sangrienta durante casi todo el día, y ya estaba bien entrada la noche cuando la madera empezó a astillarse y el figurón de proa de hierro de la
Meraxes
, una cara de bufón sonriente, la atravesó.
Dany había querido ponerse al frente del ataque, pero sus capitanes le dijeron al unísono que sería una locura, y sus capitanes nunca estaban de acuerdo en nada. De manera que se quedó en la retaguardia, ataviada con una larga cota de mallas a lomos de la plata. Oyó literalmente cómo caía la ciudad a media legua de distancia, cuando los gritos desafiantes de los defensores se convirtieron en alaridos de miedo. En aquel momento sus dragones empezaron a rugir y llenaron la noche de llamas. Supo al instante que los esclavos se habían rebelado.
«Mis ratas de cloaca les han mordido las cadenas.»
Una vez los Inmaculados aplastaron los últimos reductos de resistencia y hubieron terminado los saqueos, Dany entró en la ciudad. El montón de cadáveres ante la puerta destrozada era tan grande que los libertos tardaron casi una hora en abrirle un camino para la plata. Dentro, yacía abandonada la Polla de Joso, junto con la gran tortuga de madera cubierta de pieles de caballo que la había protegido. Pasó a caballo junto a edificios quemados y ventanas rotas, por calles de adoquines cuyos sumideros estaban atascados de cadáveres hinchados y rígidos. Los esclavos de manos ensangrentadas la aclamaban al pasar y la llamaban «Madre».
En la plaza, ante la Gran Pirámide, los meereenos estaban acuclillados y desesperados. A la luz de la mañana los Grandes Amos parecían cualquier cosa menos grandes. Despojados de las joyas y los
tokars
ribeteados, resultaban patéticos y despreciables, no eran más que un rebaño: ancianos con los huevos arrugados y la piel llena de manchas y jóvenes con peinados ridículos. Unas mujeres eran gordas y fofas, y otras, secas como leña vieja, todas con la pintura de la cara corrida por las lágrimas.
—Quiero a vuestros líderes —les dijo Dany—. Entregadlos y los demás seréis perdonados.
—¿Cuántos? —había preguntado una anciana entre sollozos—. ¿A cuántos hay que entregar para que nos perdonéis la vida?
—A ciento sesenta y tres —fue su respuesta.
Los hizo clavar en postes de madera alrededor de la plaza, cada uno señalando al siguiente. Al dar la orden, la furia ardía abrasadora en su interior y se sentía como un dragón vengativo. Pero más tarde, cuando pasó ante los moribundos de los postes, cuando oyó los gemidos y olió la sangre y las entrañas...
Dany frunció el ceño y dejó el espejo.
«Fue justo. Fue justo. Lo hice por los niños.»
La sala de audiencias estaba en un nivel inferior, era una estancia de techos altos llena de ecos, con paredes de mármol purpúreo. Pese a su grandiosidad, se trataba de un lugar gélido. Allí había habido un trono, un objeto estrafalario de madera dorada y tallada en forma de arpía salvaje. Dany lo había contemplado bastante rato antes de ordenar que lo convirtieran en leña para el fuego.
—No me sentaré en el regazo de la arpía —dijo.
En vez de eso se sentaba en un sencillo banco de ébano. Para ella resultaba suficiente, aunque le habían dicho que los meereenos murmuraban que no era digno de una reina.
Sus jinetes de sangre la estaban aguardando ya. En sus trenzas aceitadas tintineaban campanillas de plata y lucían el oro y las joyas de muchos muertos. Las riquezas de Meereen superaban todo lo imaginable. Hasta los mercenarios parecían saciados, al menos por el momento. Al otro lado de la estancia, Gusano Gris vestía el sencillo uniforme de los Inmaculados, con el casco de púa debajo de un brazo. Al menos en ellos sí podía confiar, o eso quería creer... Y también en Ben Plumm el Moreno, el íntegro Ben, con su pelo gris y blanco, y su rostro lleno de arrugas, tan querido por los dragones... Y a su lado, Daario, deslumbrante de oro. Daario y Ben Plumm, Gusano Gris, Irri, Jhiqui, Missandei... Mientras los miraba, Dany se descubrió preguntándose quién sería el siguiente en traicionarla.
«El dragón tiene tres cabezas. Hay dos hombres en el mundo en los que puedo confiar, ojalá los encontrara. Entonces no estaría sola. Seríamos tres contra el mundo, como Aegon y sus hermanas.»
—¿Ha sido tranquila la noche o sólo me lo ha parecido? —preguntó Dany.
—Al parecer ha sido tranquila, Alteza —dijo Ben Plumm el Moreno.
Aquello la alegró. El saqueo de Meereen había sido salvaje, como sucedía con todas las ciudades que caían, pero ahora que ya era suya Dany estaba decidida a poner fin a los destrozos. Decretó que se colgara a los asesinos, que a los saqueadores les fuera cortada una mano, y a los violadores el miembro viril. Ocho asesinos pendían ya de las murallas y los Inmaculados habían llenado un canasto de un celemín con manos ensangrentadas y blandos gusanos rojos, y Meereen volvía a estar en calma.
«¿Durante cuánto tiempo?»
Una mosca le zumbó al lado de la cara. Dany la espantó, molesta, pero volvió al instante.
—En esta ciudad hay demasiadas moscas.
—Esta mañana tenía moscas en la cerveza. Hasta me tragué una. —Ben Plumm soltó una carcajada.
—Las moscas son la venganza de los muertos. —Daario sonrió y se acarició el mechón central de la barba—. Los cadáveres crían gusanos, y los gusanos crían moscas.
—Pues nos libraremos de los cadáveres, empezando por los de la plaza. ¿Te encargarás de eso, Gusano Gris?
—La reina ordena, unos obedecen.
—Más vale que traigas sacos y palas, Gusano —le aconsejó Ben el Moreno—. Ésos están bien maduros. Se van cayendo a pedazos de los postes y están llenos de...
—Ya lo sabe. Y yo también.
Dany recordaba el horror que había sentido al ver la Plaza del Castigo de Astapor.
«Yo he cometido una crueldad de la misma magnitud, pero sin duda lo merecían. La justicia, por dura que sea, sigue siendo justicia.»
—Alteza —intervino Missandei—, los ghiscarios entierran a sus honrados muertos en las criptas que hay debajo de sus mansiones. Si hervís los huesos para limpiarlos y los devolvéis a sus parientes, alabarán vuestra bondad.
«Las viudas me seguirán maldiciendo.»
—Que así se haga. —Dany se volvió hacia Daario—. ¿Cuántos han solicitado audiencia esta mañana?
—Se han presentado dos que quieren contemplar vuestro esplendor. —Daario había saqueado todo un guardarropa nuevo en Meereen, y para que le hicieran juego las tres puntas de la barba y la cabellera rizada se las había teñido de púrpura oscuro. Eso hacía que sus ojos también parecieran casi purpúreos, como si fuera un valyrio extraviado—. Llegaron anoche en la
Estrella índigo
, una galera mercante procedente de Qarth.
«Una galera de esclavos, querrás decir.» Dany frunció el ceño.
—¿Quiénes son?
—El maestre de la
Estrella
y un hombre que dice hablar en nombre de Astapor.
—Recibiré primero al emisario.
Resultó ser un hombrecillo pálido, con rostro de hurón y ristras de perlas y oro en torno al cuello.
—¡Vuestra Adoración! —exclamó—. Mi nombre es Ghael. Traigo saludos a la Madre de Dragones en nombre del rey Cleon de Astapor, Cleon el Grande.
—Yo dejé el gobierno de Astapor en manos de un Consejo —dijo Dany poniéndose rígida—. Un sanador, un sabio y un sacerdote.
—Vuestra Adoración, esos canallas taimados traicionaron la confianza que depositasteis en ellos. Se descubrió que estaban conspirando para devolver el poder a los Bondadosos Amos y encadenar otra vez al pueblo. Cleon el Grande puso de manifiesto sus tramas y les cortó las cabezas con el hacha de carnicero, y el agradecido pueblo de Astapor quiso coronarlo por su valor.
—Noble Ghael —dijo Missandei en el dialecto de Astapor—, ¿se trata del mismo Cleon que antes fuera propiedad de Grazdan mo Ullhor?
La voz de la niña parecía cándida, pero resultó evidente que la pregunta ponía nervioso al enviado.
—Cierto —reconoció—. Es un gran hombre.
Missandei se acercó a Dany.
—Era carnicero en las cocinas de Grazdan —le susurró al oído—. Se decía de él que era capaz de matar un cerdo más deprisa que ningún otro hombre de Astapor.
«He puesto Astapor en manos de un rey carnicero.» Dany sintió náuseas, pero sabía que no podía permitir que el enviado se diera cuenta.
—Rezaré para que el rey Cleon gobierne con bondad y sabiduría. ¿Qué quiere de mí?
—¿Podríamos hablar en privado, Alteza? —Ghael se frotó la boca.
—No tengo secretos para mis capitanes y comandantes.
—Como deseéis. Cleon el Grande me pide que os transmita su devoción hacia la Madre de Dragones. Dice que vuestros enemigos son sus enemigos, y los peores de todos ellos son los Sabios Amos de Yunkai. Os propone un pacto entre Astapor y Meereen contra los yunkai'i.
—Juré que nada malo sucedería a Yunkai si liberaba a los esclavos —dijo Dany.
—Esos perros yunkios no son dignos de confianza, Vuestra Adoración. En estos mismos momentos están conspirando contra vos. Están reclutando un ejército, se los ha visto entrenar junto a las murallas de la ciudad, hay barcos de guerra en construcción, han partido enviados rumbo a Nuevo Ghis y Volantis, hacia el oeste, para pactar alianzas y contratar mercenarios. Incluso han enviado jinetes a Vaes Dothrak para lanzar un
khalasar
contra vos. Cleon el Grande me pide que os diga que no tengáis miedo. Astapor tiene buena memoria. Astapor no os dejará desamparada. Como muestra de su compromiso, Cleon el Grande se ofrece a sellar la alianza con un matrimonio.
—¿Un matrimonio? ¿Conmigo?
—Cleon el Grande os dará muchos hijos fuertes —dijo Ghael con una sonrisa. Tenía los dientes rotos y llenos de caries.
Dany se quedó sin palabras, pero la pequeña Missandei acudió en su ayuda.
—¿Dio muchos hijos a su primera esposa?
—Cleon el Grande tiene tres hijas de su primera esposa. —El enviado la miraba, descontento—. Dos de sus nuevas esposas están embarazadas. Pero si la Madre de Dragones accede a casarse con él, las repudiará a todas.
—Es muy noble por su parte —dijo Dany—. Meditaré sobre lo que me habéis dicho, mi señor.
Dio orden de que se alojara a Ghael en la parte baja de la pirámide.
«Todas las victorias se convierten en escoria en mis manos —pensó—. Haga lo que haga, todo termina en muerte y espanto.» Cuando corriera la voz de lo que había acaecido en Astapor, y no tardaría en suceder, decenas de miles de los nuevos libertos meereenos querrían seguirla cuando partiera hacia occidente, por temor a qué les sucedería si se quedaban... pero lo que les sucedería durante la marcha podía ser todavía peor. Aunque vaciara hasta el último granero de la ciudad y la dejara morir de hambre, ¿cómo podría alimentar a tantos? Tenía por delante un camino cargado de adversidades, peligros y sangre. Ser Jorah se lo había advertido. La había advertido de tantas cosas... La había... «No, no quiero pensar en Jorah Mormont. Que siga así un poco más.»
—Recibiré al capitán de la galera —anunció.
Esperaba que tal vez le llevara mejores noticias, pero fue en vano. El maestre de la
Estrella índigo
era de Qarth, así que derramó copiosas lágrimas cuando le preguntó por Astapor.