Al llegar a los doscientos treinta, el pozo era negro como la noche, pero sintió el aire caliente que surgía del túnel a su izquierda. Era como el aliento de una bestia gigantesca. Asomó el pie con torpeza y tanteó hasta dar con el suelo. El túnel era aún más angosto que el pozo. Cualquier persona de estatura normal habría tenido que ir a cuatro patas, pero Tyrion era suficientemente bajo para caminar erguido.
«Mira, por fin encuentro un lugar diseñado para enanos.» Sus botas rozaban la piedra sin apenas hacer ruido. Caminó despacio y contó los pasos al tiempo que tanteaba las hendiduras en las paredes. Pronto empezó a oír voces, al principio amortiguadas e ininteligibles, luego más claras. Escuchó con atención. Dos de los guardias de su padre hacían chistes sobre la puta del enano, hablaban de cómo disfrutarían cuando se la follaran y de las ganas que tendría de ver una polla de verdad en vez del miembro retorcido y diminuto del Gnomo.
—Seguro que lo tiene ganchudo —dijo Lum. Luego empezaron a hablar de cómo moriría Tyrion al día siguiente—. Ya verás cómo llora como una mujer y pide clemencia —insistía Lum.
Lester aventuró que se enfrentaría al hacha con la valentía de un león porque era un Lannister y estaba dispuesto a apostarse las botas nuevas.
—Anda y vete a cagarte en tus botas nuevas —replicó Lum—. Sabes de sobra que no me caben en este pedazo de pies que tengo. Te cambio la apuesta: si gano yo, me limpias la cota de mallas dos semanas.
Durante un par de metros, Tyrion pudo oír todas y cada una de las palabras de la discusión, pero cuando siguió avanzando, las voces se apagaron enseguida.
«No me extraña que Varys no quisiera que subiera por la escalerilla —pensó Tyrion mientras sonreía en la oscuridad—. Pajaritos. Sí, claro.»
Llegó junto a la tercera puerta y la tanteó bastante, antes de rozar con los dedos un pequeño gancho de hierro clavado entre dos piedras. Cuando lo empujó hacia abajo se oyó un crujido sordo que, en el silencio reinante, sonó como una avalancha, y junto a sus pies se abrió un cuadrado de tenue luz anaranjada.
«¡La chimenea!» Estuvo a punto de echarse a reír. El hogar estaba lleno de cenizas calientes y había un tronco ennegrecido con el centro todavía brillante. Pasó sobre las brasas con paso ligero, deprisa para no quemarse las botas. Los carbones calientes crujieron suavemente bajo sus pies. Cuando se encontró en lo que había sido su dormitorio se detuvo durante un buen rato, mientras recuperaba la respiración con jadeos en el silencio. ¿Lo habría oído su padre? ¿Echaría mano de la espada, daría la voz de alarma?
—¿Mi señor? —dijo una voz de mujer.
«Esto me habría hecho daño hace tiempo, cuando aún sentía dolor.» El primer paso fue el más difícil. Cuando llegó junto a la cama, Tyrion echó las cortinas a un lado y allí estaba, vuelta hacia él con una sonrisa adormilada en los labios. Se esfumó en cuanto lo vio y se subió las mantas hasta la barbilla como si con eso se pudiera proteger.
—¿Esperabas a alguien más alto, querida?
—No quería decir aquellas cosas, la reina me obligó. —Los ojos de la muchacha se anegaron de lágrimas—. Por favor. Vuestro padre me da tanto miedo...
Se incorporó y dejó que la manta se le deslizara hasta el regazo. No llevaba ropa alguna, nada a excepción de la cadena que le rodeaba el cuello. Una cadena de manos entrelazadas, cada una agarrada a la siguiente.
—Mi señora Shae —saludó Tyrion en voz baja—. Todo el tiempo que estuve en la celda negra, a la espera de la muerte, no dejaba de recordar lo hermosa que eres. Vestida con sedas, con lana basta o con nada.
—Mi señor no tardará en volver. Tenéis que marcharos o... ¿habéis venido a llevarme con vos?
—¿Te gustó? ¿Alguna vez te gustó? —Le puso la mano en la mejilla mientras recordaba todas las veces que lo había hecho. Todas las veces que le había rodeado la cintura con las manos, que le había apretado los pechos pequeños y firmes, que le había acariciado la melenita morena, que le había tocado los labios, los pómulos, las orejas... Todas las veces que la había abierto con un dedo para sondear su secreta dulzura y hacerla gemir—. ¿Alguna vez te gustó que te tocara?
—Más que nada en el mundo —respondió ella—, mi gigante de Lannister.
«No podrías haber dicho nada peor, cariño.»
Tyrion deslizó una mano bajo la cadena de su padre y la retorció. Los eslabones se tensaron y se le hincaron en el cuello.
—Las manos de oro siempre están frías, pero las de mujer siempre están tibias —dijo.
Retorció una vez más las manos frías al tiempo que las tibias le borraban a golpes las lágrimas de los ojos.
Más tarde encontró la daga de Lord Tywin en la mesilla de noche y se la colgó del cinturón. De la pared colgaban una maza con cabeza en forma de león, un hacha de guerra y una ballesta. El hacha de guerra sería poco útil dentro de un castillo y la maza estaba demasiado alta, pero justo debajo de la ballesta había un baúl de madera y hierro. Se subió en él y descolgó la ballesta junto con un carcaj lleno de dardos. Puso un pie en la cuerda, la tensó y la cargó con un dardo.
Jaime le había hablado más de una vez de los peligros de las ballestas. Si Lum y Lester acudían de donde fuera que estuvieran enfrascados en su conversación, no tendría tiempo de cargarla de nuevo, pero al menos se llevaría a uno al infierno por delante. A Lum, si lo dejaban elegir.
«Te tendrás que limpiar la cota de mallas tú solito, Lum. Has perdido.»
Fue hasta la puerta, se detuvo a escuchar un instante y la abrió muy despacio. En un nicho de piedra ardía una lamparilla que proyectaba una luz amarillenta en el pasillo desierto. Lo único que se movía era la llama. Tyrion retrocedió con la ballesta pegada a la pierna.
Encontró a su padre donde sabía que estaría, sentado en la penumbra de la habitación del retrete de la torre, con la túnica enroscada en torno a la cintura. Al oír las pisadas, Lord Tywin alzó los ojos. Tyrion le dedicó una reverencia burlona.
—Mi señor.
—Tyrion. —Si tenía miedo, Tywin Lannister no daba muestras de ello—. ¿Quién te ha liberado de la celda?
—Ojalá te lo pudiera decir, pero hice un juramento sagrado.
—El eunuco —decidió su padre—. Haré que le corten la cabeza. ¿Esa ballesta es la mía? Suéltala.
—¿Qué harás si me niego, padre? ¿Castigarme?
—Esta fuga es una estupidez. No te van a matar, si es eso lo que temes. Mi intención sigue siendo enviarte al Muro, pero no podía hacerlo sin el permiso de Lord Tyrell. Deja la ballesta y pasaremos a mis habitaciones a hablar de este asunto.
—También podemos hablar aquí. Puede que no me apetezca ir al Muro, padre. Allí arriba hace un frío de cojones, y para frialdad ya he tenido bastante con la que me has mostrado tú. Así que dime una cosa, sólo una cosa, y me marcharé. Es una pregunta muy sencilla, lo mínimo que me debes.
—Yo no te debo nada.
—Toda mi vida me has dado menos que nada, pero esto me lo darás. ¿Qué hiciste con Tysha?
—¿Tysha?
«Ni siquiera recuerda su nombre.»
—La chica con la que me casé.
—Ah, sí. Tu primera puta.
—La próxima vez que digas esa palabra, te mataré —amenazó Tyrion, apuntando al pecho de su padre.
—No tienes valor para eso.
—¿Quieres que lo averigüemos? Es una palabra muy corta, y por lo visto te sale muy fácilmente. —Tyrion hizo un gesto impaciente con la ballesta—. Tysha. ¿Qué hiciste con ella después de darme la lección?
—No me acuerdo.
—Pues inténtalo. ¿Ordenaste que la mataran?
Su padre frunció los labios.
—No había motivo para semejante cosa, había aprendido cuál era su lugar... y si mal no recuerdo, se le pagó por su trabajo. Supongo que el mayordomo la envió de vuelta, no se me ocurrió preguntar.
—¿De vuelta adónde?
—Al lugar de donde vienen las putas.
Tyrion apretó el dedo. La ballesta se disparó justo mientras Lord Tywin empezaba a levantarse. El dardo se le clavó en la ingle y se volvió a sentar con un gruñido. El dardo se había hincado profundamente, hasta las plumas. La sangre manaba a borbotones en torno al asta y le salpicaba el vello del pubis y los muslos desnudos.
—Me has disparado —dijo con incredulidad y los ojos vidriosos por la conmoción.
—Siempre has sido único a la hora de analizar una situación de crisis, mi señor —dijo Tyrion—. Seguro que por eso eres la Mano del Rey.
—No... No eres... hijo mío.
—En eso te equivocas, padre. De hecho, soy tu viva imagen. Anda, hazme un favor y muérete deprisa. Me está esperando un barco.
Por una vez en su vida, su padre hizo lo que Tyrion le pedía. La prueba fue el hedor repentino cuando se le aflojaron los intestinos en el momento de la muerte.
«Bueno, al menos estaba en el lugar adecuado», pensó Tyrion. Pero la peste que llenó el excusado fue prueba fehaciente de que el chiste acerca de su padre que se repetía tan a menudo era una mentira más.
Obviamente, Lord Tywin Lannister no cagaba oro.
El rey estaba muy enfadado. Sam se dio cuenta al instante.
A medida que los hermanos negros iban entrando de uno en uno y se arrodillaban ante él, Stannis apartó a un lado su desayuno: pan duro, huevos cocidos y carne en salazón, y los miró con frialdad. A su lado la mujer roja, Melisandre, parecía meditabunda.
«Yo no pinto nada aquí —pensó Sam con ansiedad cuando le clavó los ojos rojos—. Alguien tenía que ayudar al maestre Aemon a subir las escaleras. No me mires, no soy más que el mayordomo del maestre.» Los demás eran aspirantes al puesto que había ocupado el Viejo Oso, todos menos Bowen Marsh, que se había retirado de la elección pero seguía siendo el castellano y el Lord Mayordomo. Sam no entendía por qué Melisandre parecía tan interesada en él.
El rey Stannis tuvo de rodillas a los hermanos negros durante un lapso de tiempo extraordinariamente largo.
—Levantaos —dijo al final.
Sam ofreció su hombro al maestre Aemon para ayudarlo a ponerse en pie.
El carraspeo de Lord Janos Slynt para aclararse la garganta quebró el silencio tenso.
—Alteza, permitid que os diga lo honrados que nos sentimos por que nos hayáis convocado aquí. Cuando vi vuestros estandartes desde el Muro, supe que el reino estaba salvado y le dije al buen Ser Alliser: «Ahí viene un hombre que no olvida su deber. Un hombre fuerte y un verdadero rey». ¿Puedo felicitaros por vuestra victoria sobre los salvajes? Los bardos la llevarán por todo el reino, estoy seguro...
—Los bardos pueden hacer lo que quieran —le espetó Stannis—. Dejaos de adulaciones, Janos, no os servirán de nada. —Se puso en pie y los miró con el ceño fruncido—. Lady Melisandre me ha dicho que aún no habéis elegido al Lord Comandante. Estoy disgustado. ¿Cuánto va a durar esta tontería?
—Señor —empezó Bowen Marsh en tono defensivo—, nadie ha conseguido por ahora dos tercios de los votos. Sólo llevamos diez días.
—Nueve más de lo necesario. Tengo que ocuparme de unos prisioneros, tengo que poner orden en un reino y tengo que ganar una guerra. Hay que tomar decisiones relativas al Muro y a la Guardia de la Noche. Por derecho, vuestro Lord Comandante debería tener voz en esas decisiones.
—Cierto, así es —dijo Janos Slynt—. Pero una cosa es cierta. Nosotros, los hermanos, sólo somos soldados. ¡Soldados, sí! Y como bien sabrá Vuestra Alteza, a los soldados se les da mejor acatar órdenes. En mi opinión, les convendría contar con vuestra regia orientación. Por el bien del reino. Para ayudarlos a elegir con sabiduría.
Algunos de los otros vieron la sugerencia como una afrenta.
—¿Quieres que el rey nos ayude también a limpiarnos el culo? —dijo Cotter Pyke, furioso.
—La elección de un Lord Comandante corresponde a los Hermanos Juramentados y a nadie más —insistió Ser Denys Mallister.
—Si eligieran con sabiduría no me estarían votando a mí —gimió Edd el Penas.
—Alteza —intervino el maestre Aemon, tan sosegado como siempre—, la Guardia de la Noche ha estado eligiendo a su líder desde que Brandon el Constructor erigió el Muro. Hasta Jeor Mormont hemos tenido novecientos noventa y siete comandantes en sucesión ininterrumpida, cada uno de ellos elegido por los hombres a los que luego dirigiría. Es una tradición de hace muchos milenios.
—No deseo sabotear vuestros derechos y tradiciones. —Stannis apretó los dientes—. En cuanto a lo de la «regia orientación», Janos, si lo que pretendéis es que diga a vuestros hermanos que os elijan a vos, al menos tened la valentía de decirlo.
Aquello tomó por sorpresa a Lord Janos, que sonrió inseguro y empezó a sudar, pero Bowen Marsh salió en su defensa.
—¿Quién mejor para dirigir a los capas negras que el hombre que antes dirigió a los capas doradas, señor?
—En mi opinión, cualquiera de vosotros. Hasta el cocinero. —Lanzó una mirada gélida a Slynt—. Janos no ha sido el primer capa dorada en aceptar un soborno, desde luego, pero tal vez sí haya sido el primer comandante que se ha llenado la bolsa vendiendo puestos y ascensos. Al final, la mitad de los oficiales de la Guardia de la Ciudad le pagaban parte de su salario. ¿No es verdad, Janos?
—¡Mentiras, mentiras y nada más! —Slynt tenía el cuello de color púrpura—. Todo hombre fuerte se granjea enemistades, Vuestra Alteza lo sabe bien, susurran mentiras a nuestras espaldas. Nada se pudo demostrar jamás, nadie declaró...
—Dos hombres que estaban dispuestos a declarar murieron de manera repentina mientras hacían sus rondas. —Stannis entrecerró los ojos—. No intentéis jugar conmigo, mi señor. Vi las pruebas que Jon Arryn presentó al Consejo Privado. Si yo hubiera sido el rey, habríais perdido algo más que el cargo, os lo aseguro, pero Robert se limitó a encogerse de hombros. Aún recuerdo lo que dijo: «Todos roban, qué más da. Más vale un ladrón conocido que otro por conocer, el próximo podría ser hasta peor». Las palabras de Petyr en la boca de mi hermano, sin duda. Meñique tenía olfato para el oro, estoy seguro de que arregló las cosas para que la corona se beneficiara de vuestra corrupción tanto como vos.
A Lord Slynt le temblaba la mandíbula de rabia, pero antes de que pudiera seguir protestando intervino el maestre Aemon.
—Alteza, por ley los crímenes y transgresiones de todo hombre se borran cuando pronuncia sus votos y se convierte en Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche.
—Soy consciente. Si resulta que Lord Janos es lo mejor que puede ofrecer la Guardia de la Noche, apretaré los dientes y tragaré con él. No me importa a qué hombre elijáis, mientras elijáis ya. Tengo una guerra por delante.