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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (55 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Heyward pensó con amargura: ahora sabía al fin lo que el Gran George y el vicepresidente habían estado discutiendo la noche en la que paseaban, sumidos en la conversación, por el jardín de la casa de las Bahamas. Y mientras la maquinaria política de Washington había tomado una de sus decisiones más sabias al rechazar el préstamo para la Supranational, el First Mercantile American, por presión de Roscoe, había concedido rápidamente uno. El Gran George había demostrado ser un maestro en el arte de vender. Heyward creía oírle decir, incluso ahora:
Si cincuenta millones es más de lo que ustedes pueden disponer, olvidemos todo el asunto. Se los pediré al Chase
. Era una treta antigua, un cuento del tío, y Heyward, el banquero audaz y experimentado, había caído en la trampa.

Por lo menos había una cosa favorable. En la referencia al viaje del vicepresidente a las Bahamas, los detalles eran circunstanciales y era evidente que se sabía muy poco del viaje en cuestión. Tampoco, con gran alivio de Heyward, el informe mencionaba las Inversiones «Q».

Heyward se preguntó si Jerome Patterton recordaba el préstamo adicional, por un total de dos millones de dólares, comprometido por el FMA a las Inversiones «Q», el grupo de especuladores privados encabezados por el Gran George. Probablemente no. Tampoco Alex Vandervoort tenía conocimiento de la cosa, aunque era evidente que iba a descubrirla pronto. Pero lo más importante era que nunca sería descubierto el «bonus», la aceptación dada por Heyward para las acciones de las Inversiones «Q».

Ojalá lo hubiera devuelto a G. G. Quartermain, como había pensado hacer primero. Bueno, ahora era demasiado tarde para eso, pero, lo que podía hacerse, era retirar los certificados de acciones del cajón de su caja fuerte, y romperlos. Eso era lo más seguro. Por suerte eran certificados nominales, no registrados a su nombre.

Por el momento, comprendió de pronto Heyward, había olvidado la rivalidad entre él y Alex Vandervoort, y se concentraba únicamente en sobrevivir. No se hacía ilusiones sobre lo que representaba la quiebra de la Supranational para su situación en el banco y ante la Dirección. Iba a convertirse en un paria, el centro de los ataques, el chivo emisario de todos. Tal vez incluso ahora, si actuaba con rapidez y si tenía suerte, podría recobrar algo. Si el préstamo de dinero era devuelto, él se convertiría en un héroe.

Lo primero y esencial era ponerse en contacto con la Supranational. Dio orden a su secretaria, mistress Callaghan, para que telefoneara a G. G. Quartermain.

Unos minutos más tarde la secretaria informó:

—Míster Quartermain no está en el país. En su despacho no saben con precisión dónde puede encontrarse. No han querido dar información.

Era un comienzo poco prometedor, y Heyward exclamó:

—Entonces comuníqueme con Inchbeck.

Había tenido varias conversaciones con Stanley Inchbeck, contador de la Supranational, desde su primer encuentro en las Bahamas.

La voz de Inchbeck, con su acento nasal neoyorquino, llegó cortante por la línea.

—Roscoe, ¿en qué puedo servirte?

—Estoy procurando localizar a George. Parece que vuestros empleados no…

—George está en Costa Rica.

—Quisiera hablar con él. ¿Hay algún teléfono al que pueda llamarle?

—No. Ha dejado instrucciones de que no quiere recibir llamadas.

—Es urgente.

—Entonces habla conmigo.

—Bien. Retiramos nuestro préstamo. Te lo comunico ahora y una nota formal, por escrito, será despachada por el correo esta noche.

Hubo un silencio, después Inchbeck dijo:

—No puedes hablar en serio.

—Hablo enteramente en serio.

—Pero… ¿
por qué
?

—Supongo que lo sabes. También supongo que prefieres que no dé los motivos por teléfono.

Inchbeck guardó silencio, lo que, en sí, era significativo.

Después protestó:

—Tu banco es ridículo y poco razonable. La semana pasada el Gran George me dijo que estaba dispuesto a permitir que aumentarais el préstamo en un cincuenta por ciento.

La audacia de aquello dejó atónito a Heyward, hasta que comprendió que la audacia había dado resultados, a la Supranational, antes. Pero no serviría de nada ahora.

—Si el préstamo es pagado rápidamente —dijo Heyward— cualquier información de la que dispongamos seguirá siendo confidencial. Te lo garantizo.

Lo que significaba, pensó, averiguar si el Gran George, Inchbeck y cualquier otro que supiera la verdad acerca de la SuNatCo, estaban dispuestos a comprar tiempo.

Si era así, el FMA podría lograr ventaja sobre otros acreedores.

—¡Cincuenta millones de dólares! —dijo Inchbeck—. No tenemos esa cantidad a mano.

—Nuestro banco aceptará una serie de pagos, siempre que se sucedan rápidamente —la verdadera cuestión era lógicamente: ¿dónde iba a encontrar la SuNatCo cincuenta millones en su actual condición de caja famélica? Heyward descubrió que estaba sudando… en una mezcla de nerviosismo, suspense y esperanza.

—Hablaré con el Gran George —dijo Inchbeck—. Pero esto no va a gustarle nada.

—Cuando hables con él dile que también quiero discutir nuestro préstamo a las Inversiones «Q».

Heyward no estaba seguro, pero al colgar, creyó que oía gruñir a Inchbeck.

En el silencio de su despacho, Roscoe Heyward se echó hacia atrás en el sillón giratorio acolchado, y dejó que la tensión le abandonara. Lo sucedido en la última hora había sido un choque abrumador. Ahora, a medida que llegaba la reacción, se sentía abandonado y solo. Deseaba poder escapar a todo por algún tiempo. Si le hubiera dado a elegir, habría preferido la compañía de Avril. Pero no había tenido noticias de ella desde el último encuentro, hacía un mes. Ella siempre le había llamado. Él nunca lo había hecho.

En un impulso abrió una libreta de direcciones que siempre llevaba consigo y buscó un número que recordaba haber escrito. Era el de Avril en Nueva York. Usando una línea directa, marcó el número.

Oyó sonar y en seguida llega la suave y grata voz de Avril.

—Hola —su corazón dio un salto al oírla.

—Hola, Roscoe —dijo ella cuando él se identificó.

—Hace mucho que no nos vemos, querida. Me estaba preguntando cuándo iba a tener noticias tuyas.

Él percibió una vacilación.

—Pero Roscoe, querido, tú ya no figuras en la lista.

—¿Qué lista?

Nuevamente una duda.

—Tal vez no debí decirlo…

—Explícate, por favor. Esto quedará entre nosotros dos.

—Bueno, es una lista muy confidencial que lleva la Supranational, acerca de la gente que puede ser entretenida a su costa.

Él tuvo la súbita sensación de que le apretaban una soga al cuello.

—¿Quién hace la lista?

—No sé. Sé que nos la dan a nosotras, las chicas. No sé quién la hace.

Él se detuvo, pensando nerviosamente, y razonó: lo hecho, hecho estaba. En realidad debía estar contento de no figurar ya en la lista, aunque se preguntó, con algo de envidia, quién figuraría ahora. En todo caso esperaba que las copias fueran cuidadosamente destruidas. En voz alta preguntó:

—¿Eso significa que ya no puedes venir aquí a verme?

—No exactamente. Pero, si lo hago, tendrás que pagar tú, Roscoe.

—¿Cuánto costará eso? —preguntó, maravillándose de ser él quien estaba hablando.

—Está mi pasaje aéreo desde Nueva York —dijo Avril, muy directamente—. Después el precio del hotel. Y, para mí… doscientos dólares.

Heyward recordó haber pensado alguna vez cuánto habría costado él a la Supranational. Ahora lo sabía. Apartando el teléfono luchó mentalmente: el sentido común contra el deseo; la conciencia contra la certeza de lo que representaba estar solo con Avril.

El dinero era también más de lo que podía permitirse. Pero la deseaba. Mucho en verdad.

Acercó otra vez el teléfono.

—¿Cuándo puedes venir?

—El martes de la próxima semana.

—¿Antes no?

—Mucho me temo que no, cariñito.

Sabía que estaba haciendo el tonto; que, entre ese día y el martes, él tendría que formar cola detrás de otros hombres cuyas prioridades, fuera cual fuese, eran mayores que las suyas. Pero no pudo evitarlo y dijo:

—Está bien. El martes.

Arreglaron que ella iría a alojarse en el Columbia Hilton y le telefonearía desde allí.

Heyward empezó a saborear la próxima dulzura que le esperaba.

Recordó otra cosa que debía hacer: destruir los certificados de sus Inversiones «Q».

Desde el piso treinta y seis usó el ascensor que bajaba directo a la planta baja, después marchó por el túnel hasta la sucursal vecina. Tardó sólo unos minutos en llegar a su caja fuerte personal y retirar los cuatro certificados, cada uno por quinientas acciones. Los llevó personalmente arriba, donde pensaba destruirlos en una máquina de cortar papeles.

Pero, ya en su despacho, pensó de nuevo. La última vez que había controlado la cosa, las acciones valían veinte mil dólares. ¿Acaso estaba obrando apresuradamente? Después de todo, si llegaba el caso, podía destruir los certificados en seguida.

Cambió de idea y los guardó en un cajón del escritorio, junto con otros papeles privados.

Capítulo
12

La gran ocasión llegó cuando Miles Eastin menos la esperaba.

Sólo dos días antes anduvo frustrado y deprimido, convencido de que su servidumbre en el club
Double Seven
no iba a producir otro resultado que el de sumergirlo más en la criminalidad, con la renovada sombra de la cárcel pendiente y aterradora. Miles había comunicado su depresión a Juanita y, aunque quedó momentáneamente aliviado al hacer el amor, el estado de ánimo básico proseguía.

El sábado había visto a Juanita. Ese lunes por la noche, en el
Double Seven
, Nate Nathanson, el gerente del club, mandó buscar a Miles que había estado ayudando como de costumbre, llevando bebidas y sándwiches a los jugadores de cartas y dados, en el segundo piso.

Cuando Miles entró en la oficina del gerente, vio que otros dos hombres acompañaban a Nathanson. Uno era el prestamista tiburón, el ruso Ominsky. El otro era un individuo tosco, de facciones gruesas, que Miles había visto varias veces en el club, y a quien había oído nombrar como Tony, «Oso» Marino. Lo de «Oso» parecía muy apropiado. Marino tenía un cuerpo pesado y poderoso, movimientos ágiles que sugerían un salvajismo apenas oculto bajo la piel. Que el «Oso» Tony tenía autoridad, era evidente, y era tratado con deferencia por los otros. Siempre llegaba al club en una
limousine
Cadillac, acompañado por un chófer y un compañero, evidentemente un guardaespaldas.

Nathanson pareció nervioso al hablar.

—Miles, he dicho a míster Marino y míster Ominsky cuán útil eres aquí. Quieren que nos hagas un servicio a…

Ominsky dijo cortante al gerente:

—Espere fuera.

—Sí, señor —y Nathanson salió rápidamente.

—Abajo hay un tipo en un coche —dijo Ominsky a Miles—. Que te ayuden los hombres de míster Marino. Tráelo, pero que no le vean. Llévalo a un cuarto cerca del tuyo y asegúrate de que se quede allí. No le dejes más de lo necesario y, cuando tengas que salir, ciérralo con llave. Te hago responsable de que no salga de aquí.

Miles preguntó, inquieto:

—¿Se supone que debo retenerlo a la fuerza?

—No necesitarás fuerza.

—El viejo conoce el juego. No armará líos —dijo Tony el «Oso». Para un individuo de su tamaño, su voz sonaba sorprendentemente a falsete—. Recuerda que es importante para nosotros, así que debes tratarle bien. Pero no le des bebida. Te la pedirá. No le des nada. ¿Has entendido?

—Eso creo —dijo Miles—. ¿Quiere usted decir que ahora el hombre está inconsciente?

—Está borracho como una cuba —contestó Ominsky—. Ha estado de juerga una semana. Tu tarea es cuidarlo y que se le pase la borrachera. Mientras esté aquí… tres o cuatro días… tu trabajo puede esperar —añadió—: Si lo haces bien te apuntarás un tanto.

—Haré todo lo que pueda —contestó Miles—. ¿Cómo se llama el tipo? Tengo que llamarle de alguna manera.

Los otros dos se miraron y después Ominsky contestó:

—Danny. Es todo lo que necesitas saber.

Unos minutos después, ante el
Double Seven
, el chófer guardaespaldas del «Oso» Tony, escupía asqueado sobre la acera y se quejaba:

—¡Por Cristo! ¡Este viejo apesta como cloaca!

Él, el segundo guardaespaldas y Miles Eastin miraban la figura inerte en el asiento trasero del sedán Dodge, aparcado en la esquina. La puerta trasera del coche estaba abierta.

—Voy a ver si lo limpio —dijo Miles. Su propia cara se contrajo ante el poderoso olor a vómito—. Pero primero hay que llevarle adentro.

El segundo guardaespaldas urgió:

—¡Carajo, terminemos cuanto antes!

Ambos se inclinaron y levantaron el cuerpo. En la calle escasamente iluminada lo único que podía distinguirse del bulto era un revoltijo de pelo gris, unas mejillas pastosas y hundidas, con matas de barba, unos ojos cerrados y una boca abierta y floja, que mostraba unas encías totalmente casi desdentadas. Las ropas del hombre estaban casi todas desgarradas y manchadas.

—¿Te parece que está muerto? —preguntó el segundo guardaespaldas cuando extraían el cuerpo del auto.

Precisamente en ese momento, quizá provocada por el ajetreo, una oleada de vómito emergió de la boca abierta y cayó sobre Miles en una cascada.

El chófer guardaespaldas, que no había sido tocado, se rió.

—No está muerto. Todavía no —después, cuando a Miles le dio una arcada—: Prefiero que te haya tocado a ti y no a mí, hijito.

Llevaron al reticente viejo dentro del club y allí, usando una escalera posterior, hasta el cuarto piso.

Miles había traído la llave de un cuarto y abrió una puerta. Era un cubículo como el suyo, cuyo único mobiliario era una cama estrecha, una cómoda, dos sillas, una palangana y algunos estantes. Linos paneles alrededor del cubículo se interrumpían a un palmo del techo, dejando abierta la parte superior. Miles miró dentro, después dijo a los otros:

—Esperad —y, mientras esperaban, él corrió escaleras abajo y trajo una sábana de goma del gimnasio. Al volver la tendió sobre la cama. Echaron allí al viejo.

—Es tuyo, Miles —dijo el chófer guardaespaldas—. Vámonos antes de que vomite.

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