Tríada (98 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Llevaban un rato discutiéndolo, mientras trataban de alejar a los sheks del bosque desde la flor en la que se habían refugiado. El Archimago había llegado a la conclusión de que sí había una manera de incendiar el cielo, como proponía Allegra. Pero era muy arriesgada.

—Yo estoy dispuesta —dijo ella—. Si eres capaz de generar tanto fuego, yo soy capaz de dispersarlo.

—¿Capaz? Soy un Archimago, Aile. Puedo hacer eso y mucho más. Pero tú... tú eres un hada. ¿Sabrás manejar el fuego?

—Si es necesario que sepa, sabré.

Qaydar dudó un momento, pero por fin asintió.

—Bien —dijo?. Te explicaré cómo vamos a hacerlo.

Más tarde, Jack recordaría aquel momento de forma confusa. Se acordaría vagamente de haber gritado el nombre de Victoria mientras entraba en aquella habitación en penumbra; de había visto enseguida el hexágono que iluminaba la estancia, y en cuyo centro estaba ella.

Eso sí que lo recordaría con claridad. La imagen de Victoria, yaciendo en el centro del hexágono, se le quedaría grabada a fuego en el corazón y, mucho tiempo después, todavía lo visitaría en sus peores pesadillas.

La imagen de un unicornio moribundo, tendido en el suelo, con un extraño y horrible agujero negro en la frente.

Incluso así, sin el cuerno, que ahora lucía mágicamente una de las manos de Ashran, el unicornio seguía sin parecer un caballo. Era demasiado bello y delicado, sus crines demasiado suaves, su piel demasiado pura, y sus ojos demasiado grandes, hermosos y expresivos. Alzó la cabeza con dificultad, con tal gesto de dolor y desconsuelo que a los dos chicos se les rompió el corazón.

—Victoria... —musitó Jack, aterrado.

Enseguida se dieron cuenta de que no sobreviviría mucho tiempo. Apenas tenía fuerzas para moverse, y el tenue brillo sobrenatural de su piel se apagaba poco a poco.

Christian reaccionó antes que Jack. Se volvió hacia su padre con los ojos húmedos. Dejó escapar un grito de rabia y de odio y se transformó violentamente en shek. Jack no tardó en seguir su ejemplo.

Ya no les importaba nada, ni los dioses, ni la profecía, ni el hecho de que Ashran los había derrotado con insultante facilidad en su anterior enfrentamiento. Estaban ciegos de ira y sólo tenían un objetivo: acabar con la vida del hombre que se hacía llamar Ashran el Nigromante, vengar a Victoria y evitar que aquel monstruo le hiciera aún más daño del que ya le había causado. Por una vez, un dragón y un shek peleaban juntos, porque habían encontrado alguien a quien odiar todavía más de lo que se odiaban entre ellos. Apenas cabían en la habitación, pero se las arreglaron para llegar hasta Ashran, que sonreía de forma siniestra.

—¡Shek! —dijo solamente.

Y Christian se detuvo en seco y cayó pesadamente al suelo, detenido por una barrera invisible. Trató de moverse, pero no fue capaz.

Jack apenas se percató de esta circunstancia. Él sí podía moverse, sí podía luchar. Se sentía henchido de una nueva fuerza, maravillosa y viva, que quedaba, no obstante, teñida por la oscuridad de su odio. Comprendió, de pronto, que Ashran no tenía poder sobre él. Y exhaló sobre el hechicero una intensa bocanada de fuego. Christian logró estirar la cola en el último momento para proteger con ella a Victoria.

Jack, exhausto, se detuvo y miró a su alrededor... pero Ashran había desaparecido.

Lo vio de pronto junto al cuerpo de serpiente de Christian, que seguía en el suelo, retorcido sobre sí mismo. Aún sonreía.

—El shek no te ayudará en la lucha, dragón —dijo—. No podría hacerlo aunque quisiera, porque ya cumplió su misión, que era conduciros ante mí, para que yo pudiera conseguir el cuerno del último unicornio que queda en el mundo.

Levantó en alto el cuerno de Victoria, de Lunnaris, y Jack vio, impotente, cómo el objeto se desvanecía en el aire.

—¿Qué has hecho con él? —gritó.

—Ponerlo a salvo —sonrió Ashran—. Lejos de tu alcance.

Jack se giró de nuevo hacia Christian, desesperado. Pero el shek no se movió.

—Ya te he dicho que no te ayudará —le recordó Ashran—. Es un shek, un instrumento del Séptimo, y no puede escapar a su esencia. Ha de obedecer a su dios, lo quiera o no.

Cada palabra que Ashran pronunció penetró en la cabeza de Jack como un rayo de luz cegadora. Anonadado, contempló de nuevo al Nigromante, y lo vio diferente, mucho más seguro de sí mismo, emanando un halo de oscuro poder. Y no se debía al cuerno que le había arrebatado a Victoria, ni tampoco al poder del Triple Plenilunio. Jack tuvo que bajar la cabeza porque descubrió que no era ya capaz de mirarlo a los ojos. Los iris artificiales de Ashran habían desaparecido; ahora se veía claramente qué era lo que había estado ocultando aquella mirada plateada unos ojos que sugerían una naturaleza inmortal, una fuerza tan intensa que ni siquiera un dragón podía resistirse a ella.

«No es posible —pensó, anonadado—. Tenemos que enfrentarnos contra... ¿un dios?»

—¡Alsan de Vanissar! ¡Alsan de Vanissar! ¡Da la cara, cobarde' ¡Sal a pelear! Kevanion se detuvo en medio del bosque y escudriñó las sombras a su alrededor. Estaba furioso porque había perdido de vista a sus hombres en una emboscada de los feéricos. Había visto cómo sus soldados caían uno tras otro, y, aunque se había vengado con creces, segando la vida de cuantas liadas, silfos y duendes se habían cruzado en su camino, todavía no estaba satisfecho. Limpió su espada, bañada en sangre, mientras seguía buscando a Alexander con la mirada. Él era el culpable de todo, se decía. El culpable de haber arrastrado a Nandelt a la guerra cuando ya hacía años que estaba establecido el sistema de gobierno de los sheks; el culpable de haber resucitado la Orden de Nurgon, de haber reconstruido la Fortaleza, símbolo de una institución caduca que ya no tenía razón de ser en Idhún; el culpable, en definitiva, de haber creado todo aquel caos. Kevanion lo había tenido frente a sí en aquella descarada incursión que habían hecho en su campamento, apenas unas horas antes. No se le volvería a escapar esta vez.

Las voces de las hadas, susurrantes y amenazadoras, le advertían desde algún lugar de la espesura que no siguiera profanando el bosque, pero el rey de Dingra no las escuchaba.

—¡Alsan! —gritó de nuevo.

Distinguió una figura entre los árboles, una figura humana. Corrió hacia allí.

La silueta lo estaba esperando en un claro del bosque. La luz de las lunas iluminó los rasgos de Covan, el maestro de armas de la Fortaleza.

—Kevanion —lo saludó, con una torva sonrisa—. Qué sorpresa. Me temo que no soy Alsan, pero me encantará batirme contra ti. Estoy deseando hacerte probar el filo de mi espada, ¡traidor!

Kevanion se había puesto en guardia nada más reconocerlo, y los aceros de ambos guerreros chocaron con violencia.

La lucha fue breve, pero intensa. Poseído por una furia asesina, el rey de Dingra asestaba mandobles violentos y certeros, pero Covan era más rápido y gozaba de más experiencia. Ambos tenían una edad similar, habían estudiado juntos en Nurgon, habían tenido los mismos maestros. Sin embargo, Covan había pasado toda su vida perfeccionando su técnica, mientras que Kevanion había estado ocupado dirigiendo un reino... o creyendo que lo dirigía, jugando a ser rey bajo la atenta mirada de Ziessel.

Cuando la hoja de la espada de Covan se hundió en el cuerpo del rey de Dingra, los ojos del maestro de armas relucieron un breve instante.

—Suml-ar-Nurgon —dijo solamente.

Sacó su arma del cuerpo inerte de su enemigo y, cuando la estaba limpiando, oyó con claridad un escalofriante aullido que le puso la piel de gallina.

Jack retrocedió un paso. Sintió entonces el cuerpo de Victoria muy cerca de él, el cuerpo del unicornio al que Ashran le había extirpado el cuerno. Pero si el Séptimo dios quería arrebatar el cuerno del último unicornio... ¿quién podía impedírselo?

Los otros Seis, se dijo Jack. ¿Dónde estaban los Seis? ¿Seguían en Erea, contemplando desde allí cómo el Séptimo provocaba una conjunción astral, exterminaba a dragones y unicornios, hacía regresar a los sheks y, en definitiva, conquistaba Idhún? ¿Qué habían hecho ellos al respecto?

«Formular una estúpida profecía», pensó, furioso.

La profecía.

Y entonces lo comprendió.

Christian no podía moverse, porque era un shek, una criatura del Séptimo. Tenía que obedecerle, lo quisiera o no. Pero él, Jack, no lo era. Ashran no tenía poder sobre él. Los Seis dioses estaban allí, con él, en aquella habitación. De alguna manera.

Volvió a atacar, pero en esta ocasión no utilizó el fuego. Se arrojó sobre Ashran, con las fauces y las garras por delante, buscando destrozar el cuerpo en el cual se ocultaba el dios de los sheks. Un frágil cuerpo humano... que tal vez sí fuera vulnerable. Se aferró a esa esperanza.

Ashran lo detuvo con un solo gesto de su mano. Lanzó contra él algo que Jack no vio, pero que lo arrojó violentamente hacia atrás y lo hizo estrellarse contra la pared. El dragón sacudió la cabeza para despejarse y volvió a la carga. Una y otra vez.

Guiados por el aullido, Shail y Kimara llegaron al lugar donde se había estrellado Fagnor.

Y se toparon con una escena sobrecogedora.

El dragón artificial estaba hecho pedazos entre las raíces del árbol. El cuerpo de Kestra sobresalía apenas por la abertura superior; parecía que la joven estaba inconsciente, tal vez malherida, tal vez muerta.

Y junto a ella se erguía una enorme bestia que recordaba a un lobo, pero que también tenía un vago parecido a un hombre.

—Alexander, no —susurró Shail, aterrado.

El ser se volvió hacia ellos, enseñando los colmillos. Sus ojos relucían con un brillo de locura asesina; su espeso pelaje grisáceo se encrespaba sobre los músculos tensos.

—¡A cubierto! —gritó Shail, justo antes de que la bestia se abalanzara sobre él.

Kimara dio un salto hacia un lado y rodó por el suelo.

El ser que había sido Alexander chocó contra la barrera mágica levantada por Shail en el último segundo. Cayó al suelo ~ volvió a intentarlo..., pero de nuevo le fue imposible acercarse al mago.

Los dos se miraron un momento. Shail buscó en los ojos de la bestia el brillo inteligente y sereno de la mirada de Alexander, o al menos una chispa de reconocimiento, pero no encontr6 nada de eso. La criatura gruñó de nuevo y saltó... hacia lo más profundo de la espesura, lejos de Shail y Kimara.

—Que Aldun nos proteja —susurró Minara—. ¿Qué era eso?

Shail no respondió, al menos al principio. Se había quedado de pie, apoyado en su bastón, contemplando el lugar por donde había desaparecido la bestia.

—«Eso» era mi amigo —murmuró por fin, a media voz; sacudió la cabeza—. ¡Tengo que detenerlo!

Se puso en marcha de nuevo, caminando todo lo rápido que podía; sabía que no podría alcanzar a Alexander, no con una sola pierna... pero tenía que intentarlo.

Kimara también echó a correr, pero en dirección a Fagnor, para ver si Kestra estaba bien. No tardó en descubrir lo que había sucedido.

Durante un rato se quedó allí, temblando, sin saber qué hacer, con los ojos llenos de lágrimas... hasta que sintió una presencia tras ella y se volvió, lentamente.

Se trataba de un mago humano. Kimara lo contempló con cautela. Era un mago, de eso no tenía duda. No llevaba las túnicas propias de los magos, pero seguía portando sus amuletos. Sin embargo, la joven estaba segura de no haberlo visto nunca en Nurgon.

Parecía agotado tras un largo viaje. Y desesperado.

—Alsan de Vanissar —pudo decir—. Tengo que encontrar a Alsan.

En aquel momento, un nuevo aullido resonó por la espesura.

—Me temo que él no está en condiciones de recibirte ahora, mago —murmuró Minara.

El hechicero dio un puñetazo al tronco del árbol, impaciente.

—Tengo que hablar con él. Traigo un mensaje urgente desde la Torre de Kazlunn. Un mensaje de un muchacho llamado Jack.

El corazón de Kimara se olvidó de latir por un breve instante.

El poder de Ashran lo golpeaba, lo hería, lo dañaba, pero no lo mataba, comprobó Jack, sorprendido. Algo lo protegía, y ese algo, sospechó, eran los Seis dioses que, supuestamente, lo habían convocado a aquella batalla. En cualquier caso, no bastaba para derrotar a Ashran, ni siquiera para llegar hasta él.

—No puedes matarme —rugió el dragón, cuando se levantó por enésima vez.

—Todavía no —respondió Ashran con indiferencia—. Pero no importa. No necesito esperar a que mueras de agotamiento. El unicornio morirá antes que tú y, cuando lo haga, ya no tendrás energía para seguir luchando.

Horrorizado, Jack se dio la vuelta hacia Victoria, y se dio cuenta de que tenía razón. El unicornio no tenía ya fuerzas para levantar la cabeza. Respiraba con dificultad, y su hermosa piel perlina se estaba volviendo de un mustio color grisáceo. El dragón entendió, de pronto, que en el momento en que ella muriera todas sus fuerzas lo abandonarían, porque, con dioses o sin ellos, aquella lucha no tendría sentido sin Victoria.

Ashran golpeó de nuevo, aprovechando el breve momento de desconcierto de Jack. No necesitaba tocarlo para hacerle daño, ni siquiera precisaba lanzar ningún conjuro ni utilizar la energía mágica como hacían los hechiceros. Alzaba la mano... Y Jack sentía como si algo enorme e invisible machacara sus huesos, una y otra vez. Se dejó caer pesadamente al suelo, muy cerca de Victoria. Inconscientemente, alargó un ala para cubrir el cuerpo del unicornio, como ya había hecho en una ocasión, muchos años atrás. Oyó la suave risa de Ashran, pero no le prestó atención.

—Lo siento —le susurró a Victoria—. No he podido salvarte, pero... te quiero, te quiero con toda mi alma.

Ella no tuvo fuerzas para responder. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza, y Jack temió que se hubiera ido para siempre. Con un soberano esfuerzo, se puso en pie para enfrentarse a Ashran otra vez. Había decidido que, mientras palpitase en Victoria un hálito de vida, él seguiría luchando...

El rey Amrin de Vanissar avanzaba abriéndose paso por la espesura, con la espada desenvainada, muy desorientado. Hacía rato que había perdido de vista a su gente. Había peleado contra hadas y silfos, contra guerreros rebeldes y solitarios luchadores bárbaros, pero empezaba a temer que Awa no se conquistaría por tierra. Nuevamente, la clave estaba en los sheks y en el conjuro de hielo que estaban arrojando sobre el bosque. De modo que tal vez lo más sensato fuera replegarse y salir de allí... si es que lograba encontrar la salida.

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