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Authors: Laura Gallego García

Tríada (95 page)

BOOK: Tríada
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Desembocaron por fin en un inmenso claro iluminado por las lunas. Aliviados, los soldados se precipitaron en él.

—¡Esssperad! —trató de detenerlos Usseth—. ¡Esss...!

No llegó a terminar la frase. De repente, alguien disparó una flecha desde la maleza, una flecha que se clavó en su garganta y la atravesó de parte a parte. El general szish cayó al suelo entre gorgoteos agónicos.

Hubo un instante de silencio incrédulo. Todos se agruparon en el claro y espiaron a las sombras, nerviosos. Pero los atacantes permanecían a cubierto.

De nuevo se oyó la risa burlona. Amrin parpadeó, soñoliento. De pronto, todo le parecía extrañamente irreal, los contornos de los árboles estaban borrosos, y la luz de las lunas tenía una tonalidad turbadora y fantástica. Una rara debilidad se apoderó de su cuerpo; se veía incapaz de sostener la espada y, a la vez, se sentía ligero, muy ligero, como si estuviera viviendo dentro de un misterioso sueño. Se volvió para mirar a sus hombres, y se dio cuenta de que todos pestañeaban con expresión estúpida. «¿Qué está pasando aquí?», se preguntó, confuso. Las risas cantarinas de las hadas todavía resonaban en su cabeza.

Fue un szish el primero en darse cuenta.

—¡Un círculo de sssetasss! —siseó—. ¡Hay que sssalir de aquí!

La tropa se esforzó por volver a la realidad. Amrin descubrió que, efectivamente, el claro estaba bordeado por unos extraños hongos que despedían una suave luminiscencia verdosa. «¿Cómo diablos no los hemos visto antes?», se preguntó.

Todos lucharon por vencer el sopor y trataron de avanzar para salir del círculo.

Y entonces, los feéricos atacaron. Todo tipo de dardos, flechas y proyectiles vegetales cayeron sobre ellos desde los árboles. Muchos de los soldados no llegaron a salir del círculo de setas.

Amrin fue uno de los que lograron alcanzar la espesura. Hostigado por los feéricos, el grupo se dispersó y se internó aún más en el bosque de Awa.

Pronto, aquello se convirtió en un auténtico infierno. Todas las tropas de los szish se dispersaron, a pesar de su intención inicial de avanzar en grupos compactos. Algunos de esos grupos fueron a parar a mágicos y engañosos círculos de setas, como el que había disgregado a la patrulla del rey Kevanion. Otros habían sido atacados desde la espesura por feéricos tan difíciles de distinguir entre el follaje que parecían invisibles. Otros habían acabado en terrenos que resultaban trampas mortíferas, como laberintos de zarzas envenenadas, cenagales traicioneros que podían tragarse a tina persona en apenas unos minutos, o letales jardines de plantas carnívoras y hiedras que se enredaban en torno al cuello de los soldados y los oprimían hasta asfixiarlos. El bosque entero atacaba a los intrusos, y los feéricos no tenían más que estimularlo y acudir a rematar el trabajo. De manera que cuando un soldado aterrorizado lograba escapar de una planta hostil o de un terreno cenagoso y se detenía a descansar en un claro que parecía más o menos tranquilo, pronto era atacado por guerreros feéricos.

Luchaban de forma caótica, nada que ver con la organización y disciplina szish. Las armas que portaban no llevaban ni una pizca de metal, estaban hechas íntegramente con elementos del bosque y, sin embargo, eran tan mortíferas como las que fabricaban los herreros humanos y szish. Lanzas de madera dura, látigos de zarzas y extraños frutos explosivos que, una vez arrojados contra su objetivo, estallaban en miles de semillas que se hundían dolorosamente en la carne del enemigo... para germinar instantáneamente, generando plantas que hundían sus raíces en las entrañas del aterrado soldado, que todavía estaba vivo para ver cómo aquellos vegetales lo devoraban por dentro.

Awa no necesitaba ser defendido, porque se defendía solo. Y, sin embargo, los feéricos pronto descubrieron que había algo a lo que ni siquiera su amado bosque podía hacer frente.

Si bien había sectores de la floresta en los que las hadas masacraban a los intrusos, y además disfrutaban con ello, otros lugares se habían convertido en auténticas tumbas de frío y silencio.

Porque los sheks estaban sobrevolando Awa, una y otra vez, casi rozando las copas de los árboles, y allá por donde pasaban la temperatura descendía súbitamente y la humedad del bosque se convertía en una helada capa de escarcha.

Nunca antes había llegado el invierno al bosque de Awa. Pronto, las plantas empezaron a morir de frío bajo el hielo de los sheks. Y en los lugares donde el bosque se congelaba, lo, feéricos eran vulnerables. Sus ropas de hierbas y hojas no los protegían del intenso frío. Sus pieles verduscas, pardas o moteada, ya no se mimetizaban contra la escarcha blanco-azulada que cubría los troncos de los árboles. Las mismas plantas, encogida, sobre sí mismas en un forzado letargo, ya no reaccionaban para tender trampas a los enemigos. Y allí donde el invierno azotaba el bosque, la gente de Ashran masacraba feéricos, de la misma forma que ellos aniquilaban a los humanos en las zonas verdes.

Zaisei corría todo lo deprisa que podía en dirección al corazón del bosque. Llevaban un día entero marchando. Desde que el semiceleste les había advertido de que el escudo caería con el Triple Plenilunio, muchos de los habitantes de la Fortaleza habían optado por huir.

Zaisei todavía sentía el corazón encogido al pensar que había dejado atrás a Shail. Pero su sentido común le decía que ella no podía ayudar en la batalla que había de librarse aquella noche. Había comprendido que no era más que un estorbo.

Por otra parte, Tanawe, la maga constructora de dragones, le había pedido que cuidara de su hijo Rawel. Y eso era una responsabilidad. Era otra manera de ser útil a la Resistencia, a la rebelión. Porque no se trataba sólo de cuidar de Rawel, sino de los otros niños que iban en el grupo.

Habían marchado durante todo el día, y se habían parado a descansar con la salida de las lunas. Pero un rato más tarde, los feéricos del grupo se pusieron en pie y gritaron, alarmados.

Las flores lelebin estaban muriendo. Todas las flores lelebin del bosque se estaban marchitando.

De modo que Ashran lo había conseguido. Había hecho caer el escudo de Awa.

En unos instantes, se había acabado el descanso. El grupo se había puesto en pie y corría en dirección a lo más profundo del bosque, al nuevo Oráculo que el Padre estaba erigiendo allí en honor a la tríada solar. «No llegaremos a tiempo —se decía Zaisei, desalentada, mirando las caritas de los niños, el gesto desalentado de las gentes de las gentes que no habían querido o no habían podido luchar—. Los sheks nos alcanzarán antes de que lleguemos al templo.»

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando horas más tarde la temperatura empezó a bajar. Tiritando los refugiados siguieron adelante, los más fuertes cargando que a aquellos a los que el agotamiento había vencido, sintiendo que el invierno los perseguía y no tardaría en alcanzarlos.

Momentos después alguien tropezó Y cayó cuan largo era. Mientras sus compañeros le ayudaban a levantarse, Zaisei echó la vista atrás...

...y vio a siete sheks que sobrevolaban el bosque, y que no tardarían en darles alcance. Padre Yohavir, Señor de los Vientos — suplicó— impídeles volar en tu seno. Madre Wina savia de la tierra. Mantén verde tu reino. Protégenos de su mirada de hielo.»

Le llegó de pronto el recuerdo de la voz de Salí, de las palabras que él había pronunciado tiempo atrás: «Los dioses nos abandonaron hace mucho tiempo, y lo sabes».

—Padre Yohavir, madre Wina,.. —susurró.

Cerró los ojos un momento y se aferró a su plegaria como a un talismán salvador.

Cuando volvió a abrir los ojos, los sheks habían dado media vuelta y se alejaban de nuevo hacia el oeste.

Y el frío se marchó con ellos.

Ziessel sabía que los rebeldes seguirían presentando batalla mientras tuvieran un lugar al que continuar retrocediendo. Se había cansado de aquel juego. Tardarían varias horas en congelar todo el bosque, y sus linde ya eran un reino de hielo y escarcha... pero su corazón todavía latía. De modo que llamó telepáticamente a seis sheks más, y los siete habían emprendido sobrevolando las copas más altas dejando tras ellos un rastro de árboles congelados para atacar Awa desde su mismo centro. Además sospechaba que era allí, en lo más recóndito de la espesura, donde los rebeldes del bosque tenían su base.

Sintió de pronto una llamada telepática en su mente. Era Zeshak.

«Ziessel», le dijo, y ella supo que aquel mensaje era privado.

Se preguntó qué tendría que decirle el rey de los sheks, solamente a ella, en mitad de una batalla importante. Le transmitió su asentimiento, dándole a entender que estaba receptiva.

«Ziessel —repitió él—. Ven aquí. Inmediatamente.»

Otra criatura habría preguntado los motivos, pero Ziessel era una shek. De modo que dio media vuelta y orientó su vuelo a la Torre de Drackwen, sin discutir y sin hacer preguntas. Sabía que Zeshak no le ordenaría retirarse del combate sin un motivo de peso.

Una breve orden telepática hizo que sus compañeros la siguieran en su nueva ruta.

Ziessel no había pedido ninguna explicación, pero Zeshak se las dio:

«Ashran ha dejado escapar al último dragón.»

Ziessel emitió un suave siseo de ira. Sus compañeros de vuelo la miraron, intrigados, pero no dijeron nada. Sabían que estaba manteniendo contacto telepático con otro shek, y que era una conversación privada. Los ojos irisados de los sheks se volvían de un tono distinto, un poco más azulado, cuando hablaban entre sí por telepatía. Era una diferencia muy sutil para cualquiera que no fuera un shek, pero para ellos resultaba muy evidente.

«¿Nos ha traicionado?», le preguntó ella a su señor.

«No lo pienses siquiera», replicó él, y a Ziessel le pareció detectar una sombra de temor en su mente. Supuso que serían imaginaciones suyas. No era posible que Zeshak tuviera miedo de un humano, ni siquiera de uno como Ashran el Nigromante. «No, no lo pienses siquiera —insistió el rey de los sheks—. Hemos derrotado a la profecía. El unicornio ya está en manos de Ashran. El acabará con ella de un momento a otro. Pero a cambio ha dejado marchar al dragón. A otro mundo, lejos de nuestro alcance. »

Ziessel se estremeció de ira.

«Debería haber sido al revés. Era el dragón el que debía morir.»

«Ella eligió», respondió Zeshak simplemente.

Ziessel se preguntó por qué le estaba contando Zeshak todo aquello. Él percibió la duda en su mente.

«No puedo dejar escapar al último dragón. No puedo. Pero si le dejo volver, la profecía puede cumplirse, porque el unicornio sigue vivo todavía.»

«Espera entonces a que muera el unicornio», sugirió ella, aunque la idea de que el último dragón pudiera estar al alcance de un shek, tan cerca, hacía que el odio volviera a burbujear en su interior, más intenso que nunca.

«No puedo esperar. No puedo esperar. La libertad de nuestro pueblo depende de que muera ese dragón de una vez por todas. Y el odio... el odio es demasiado intenso...»

Ziessel no dijo nada, pero aceleró el vuelo. Sintió que Zeshak se retiraba de su mente, pero ella permaneció alerta, receptiva, aguardando noticias. Sospechaba que algo no iba bien.

—Otra vez igual —dijo Jack, y su voz sonó ahogada—. No hace tanto tiempo que te llevaste a Victoria a Idhún para entregarla a Ashran, y yo me quedé aquí atrapado, sin poder hacer nada. Fue la noche más larga y horrible de mi vida.

Christian lo miró, pero no dijo nada.

—Ahora, al menos —añadió, alzando la cabeza—, puedo saber si sigue viva. No vas a engañarme al respecto, ¿verdad? Christian se encogió de hombros.

—¿Para qué?

—Dime entonces qué le pasa. Si está bien... si está herida...

—Está bien, de momento —respondió el shek, cerrando los ojos para concentrarse en las sensaciones que le transmitía el anillo—. Por un lado está serena, porque sabe que estamos a salvo, y eso la hace feliz. Pero por otro lado... tiene miedo de lo que va a hacerle Ashran.

A Jack no le gustó el tono en que pronunció la última frase.

—¿Qué va a hacerle Ashran? ¿Va a... matarla?

Christian lo miró largamente.

—Me temo que... algo peor.

Jack se levantó de un salto y lo agarró por el cuello de la camisa.

—¿Qué va a hacerle Ashran? ¡Dímelo!

Christian se lo quitó de encima y le dirigió una mirada de advertencia.

—No estoy seguro —dijo—. Son sólo suposiciones, pero...

—¿Qué?

—Creo que sabía cuál iba a ser la elección de Victoria. Le puso en esa situación para obligarla a entregarse a él voluntariamente. Sabía que lo haría... para salvarnos la vida.

Jack desvió la mirada.

—¿Y?

—Si quisiera matarla solamente, lo habría hecho ya, no se habría tomado tantas molestias. Creo que quiere algo de ella.

—¿Volver a extraerle su magia? Christian lo miró con gravedad.

—¿Para qué extraerle magia, cuando puede conseguir la fuente de esa magia?

Jack lo miró un momento.

—No te estás refiriendo al Báculo de Ayshel —dedujo—. Pero no puedes estar hablando de... oh, no —lo miró, horrorizado. No puedes estar hablando en serio.

Christian asintió. Sobrevino un tenso e incrédulo silencio.

—Por todos los... —murmuró Jack, pero se le quebró la voz.

—Ella lo sabía. Sabía lo que Ashran le pediría a cambio de nuestra vida, mucho más que su propia vida, mucho más que su esencia. Jack, ¿tienes idea de lo que Victoria está a punto de entregar... por nosotros?

Volvió la cabeza con brusquedad, pero Jack ya había visto las lágrimas brillando en sus ojos.

—No podemos permitírselo, Christian —murmuró—. Jamás... jamás imaginé que llegaría tan lejos.

Christian no reaccionó. Jack sacudió la cabeza, destrozado. Alzó la mirada hacia su compañero.

—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Sabías ya cuál iba a ser la elección de Victoria?

—Debería haberlo sabido —respondió el shek en voz baja—. Siempre he tenido muy claro lo importantes que somos para ella, los dos. Así que debería haber deducido lo que Ashran entendió con tanta claridad. Pero... bueno, el corazón me jugó una mala pasada. —Alzó la cabeza para mirarlo—. Por un momento estuve convencido de que ella iba a elegirte a ti.

Jack iba a replicar, pero entonces el Alma los llamó a los dos, con urgencia.

Se volvieron hacia la esfera.

—¿Qué?

El mensaje del Alma fue muy claro.

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