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Authors: Laura Gallego García

Tríada (93 page)

BOOK: Tríada
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Después, bajó la vista al patio. Vio los restos del dragón que acababa de caer, las catapultas destrozadas, vio a Shail y a Allegra tratando de hacer funcionar una Lanzadora que se había atascado. Se fijó en el bastón de Shail, recordó que su amigo había perdido una pierna, que Jack había perdido la vida, que el mismo había perdido parte de su humanidad. Y se preguntó m valía la pena seguir perdiendo, sólo para salvaguardar a cualquier precio una esperanza que era ya tan débil como la llama de una vela bajo un furioso vendaval.

Alzó la mirada al cielo y vio que ya sólo les quedaban seis dragones. Buscó a Fagnor, y lo descubrió, más alto que ninguno vomitando fuego despiadadamente contra los sheks. Un poco más abajo volaba el dragón dorado, pilotado por Kimara tenía un ala torcida, y se escoraba hacia la derecha. Maniobraba con mucha dificultad. Alexander entendió que si el dragón seguía en aquel infierno repleto de serpientes, acabaría por ser destrozado... y la semiyan que iba dentro también. Y entendió que no sería capaz de ver morir a aquel Yandrak. Sería casi como si matasen a Jack por segunda vez.

Y tomó una decisión.

Momentos más tarde, los rebeldes abandonaban la Fortaleza por un túnel que los llevaría directamente al río. Una vez lo cruzaran, podrían refugiarse en el bosque profundo y tendrían más posibilidades de sobrevivir. Las Lanzadoras siguieron funcionando para protegerlos en su huida, pero los encargados de dispararlas no fueron los últimos en marcharse. Cuando los szish lograron echar abajo la puerta y coronar las murallas de Nurgon, se encontraron con un numeroso grupo de bárbaros que se había negado a huir en pos de Alexander y los demás. Los dirigía Hor-Dulkar, el Señor de los Nueve Clanes.

Muchos vacilaron al ver al imponente bárbaro lanzarse sobre ellos enarbolando su enorme hacha de guerra. Su grito salvaje resonó por toda la Fortaleza.

La última batalla de Nurgon fue brutal y encarnizada. Los bárbaros cayeron, abatidos por los szish y sus aliados. Hor-Dulkar peleó hasta el último aliento, y se llevó por delante a un gran número de enemigos. Antes de sucumbir, con la sangre repleta de veneno szish, tuvo la satisfacción de acabar con la vida de uno de los generales del ejército de Drackwen, y de hundir el filo de su hacha en su piel escamosa.

Por fin, la Fortaleza quedó en manos de las serpientes. Y, cuando el fuego dejó de estallar en el cielo, los sheks sisearon, triunfantes, y batieron las alas en dirección al inmenso bosque que se abría ante ellos, llevando consigo su mortífero aliento gélido.

Victoria alzó la cabeza. Su rostro estaba pálido, y su semblante, puro y frío como el de una diosa de mármol, no traicionaba sus sentimientos. Sus grandes ojos castaños quedaban nublados por aquella espiral de oscuridad que ocultaba la luz de su alma.

—Ya he tomado una decisión —anunció, con voz neutra.

Ashran sonrió. A Jack se le encogió el corazón. «No puede decidir —pensó—. No puede condenar a muerte a uno de nosotros. Ni siquiera a ese maldito shek. Ella, no.»

Pero todo indicaba que lo había hecho. Victoria se levantó, resuelta, sacudió la cabeza para echarse el cabello hacia atrás y clavó en Ashran una mirada fría y altiva.

—Bien —dijo el Nigromante solamente.

Jack quiso llamar a Victoria, quiso pronunciar su nombre, pero no le salió la voz.

—He tomado una decisión —repitió ella, con suavidad—. Sé a quién voy a salvar. Pero antes de que se ejecute la sentencia... me gustaría despedirme.

La sonrisa de Ashran se hizo más amplia.

—Cómo no. Pero deja el báculo ahí en el suelo, mi pequeña unicornio. Como prueba de buena fe.

Victoria obedeció, como un autómata. Después, se fue derecha a Christian.

Jack sintió que su corazón quedaba ahogado por un océano de sentimientos contradictorios.

Victoria iba a despedirse de Christian.

«Me ha elegido a mí.»

«Ha condenado a Christian a muerte.»

No era posible, no, Victoria no podía hacer eso. Pero Jack contempló cómo ella se acercaba en silencio al shek, y cómo Zeshak, sin soltar su presa, se retiraba un poco, para dejarles intimidad. Vio cómo la joven tomaba el rostro de él entre las manos, con infinito cariño, y depositaba un suave beso en sus labios.

Christian no reaccionó. Parecía completamente ido. Pero cuando Victoria lo abrazó con fuerza, Jack lo vio cerrar un momento los ojos, para disfrutar de ese último abrazo. «Victoria no puedes estar haciéndole esto», pensó. Pero ¿qué otra opción tenía? ¿Condenar a Jack? Desvió la mirada, incómodo, sintiéndose extrañamente culpable de la elección de Victoria.

Ella estrechaba a Christian entre sus brazos, consciente de que aquélla era la única opción posible. Volvió a besarlo, y a abrazarlo, deseando qué aquel instante durase toda la eternidad.

—Christian —le dijo al oído, acariciando con ternura su suave cabello castaño—. Ya sabes que te quiero, ¿verdad? Sabes que no tengo otra salida.

El joven asintió, casi imperceptiblemente.

—Bien —musitó ella; entonces se inclinó todavía más para susurrarle algo al oído, algo que sólo oyera él; y con cada palabra que pronunció Victoria, el semblante de Christian se transformó, pasando de la comprensión al asombro, a la incredulidad al más puro horror.

—Victoria... —murmuró, con voz ronca.

Ella se separó de él, con suavidad.

—¡Victoria, no! —gritó Christian; se debatió furiosamente entre los anillos de Zeshak, pero éste no lo dejó marchar—. ¡Victoria, no lo hagas!

Jack lo miró, un poco perplejo. No era propio de Christian suplicar por su vida de aquella manera, aunque no podía culparlo. Al fin y al cabo, también era en parte humano.

¿O es que había algo más?

Christian siguió llamando a Victoria, desesperado, pero ella no lo escuchó. Y Jack no entendió qué estaba pasando hasta que ella se plantó ante él y lo miró con aquellos ojos que le daban escalofríos.

Y lo besó, con tanto amor y dulzura que Jack se quedó sin aliento. Apenas pudo recuperarse, porque ella lo abrazó entonces con todas sus fuerzas, y le susurró al oído:

—Jack... Sabes que te quiero, ¿verdad? Y que no tengo otra opción.

Jack se quedó de piedra.

—Victoria —pudo decir—. Te estás... ¿despidiendo de mí?

—Sí, Jack —suspiró ella, y su voz sonó como ¡in sollozo ahogado—. Para siempre.

«¿Ha elegido a Christian?», se preguntó Jack, confuso; pero no se atrevió a formular la pregunta en voz alta. Ella volvió a besarlo, y a abrazarlo, y entonces le dijo al oído tres palabras que le hicieron comprender, de pronto, lo que estaba pasando, y llenaron de angustia su corazón:

—Cuida de Christian.

—¿Qué...?

Pero ella ya se había separado de él. Ashran lo arrojó hacia Zeshak, que lo atrapó con su larga cola, como había hecho antes. Esta vez le fue un poco más difícil, porque Christian pataleaba y luchaba con todas sus fuerzas por liberarse. Jack también se debatió, sin suerte. Entre las ondas del largo cuerpo de serpiente de Zeshak vio, anonadado, cómo Victoria se situaba al lado de Ashran, y cómo éste colocaba la mano sobre la cabeza de ella, anunciando:

—Zeshak, la dama Lunnaris ya ha elegido.

Un poco de mala gana, Zeshak hizo restallar su cola como un látigo, y soltó a los dos muchachos. Christian se lanzó hacia Victoria, pero Zeshak lo golpeó con la cola, con desprecio, como quien barre la basura fuera del umbral de casa, y lo hizo precipitarse al interior de la Puerta interdimensional. Con un grito, Christian desapareció en la oscuridad. Jack se quedó un momento mirando a Victoria.

Victoria —susurró, desolado—. ¿Qué has hecho?

Pero ella giró la cabeza bruscamente, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Zeshak —insistió el Nigromante.

El cuerpo del shek vibró de ira, sus ojos se estrecharon. Alzó la cola sobre Jack y por un momento pareció que iba a aplastarlo como a una cucaracha; pero en el último instante se sobrepuso a su odio y lo empujó hacia la brecha que lo conduciría hasta Limbhad... hasta la libertad.

Jack trató de resistirse, pero no tenía nada que hacer contra Zeshak.

Aún tuvo tiempo de gritar por última vez el nombre de Victoria antes de desaparecer también.

La Puerta se cerró tras ellos.

Hubo un momento de silencio, sólo roto por el leve suspiro de alivio de Victoria.

—Están a salvo —dijo entonces la muchacha—. Los dos.

—Sí —asintió Ashran—. Aunque te cueste creerlo, yo suelo cumplir mis promesas.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Ya sabías a quién iba a elegir?

—Sí, lo sabía. Contaba con ello. No era tan difícil de adivinar que preferirías morir antes que sentenciar a uno de ellos. Ese es tu punto débil, Victoria.

—O mi punto fuerte. Porque los he salvado a los dos.

—En cualquier caso... ahora me perteneces. He soñado con este momento desde que escapaste de mí, moribunda, en este mismo lugar, hace varios meses.

—¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué tienes tanto interés, en mi poder... precisamente tú?

—Precisamente yo —sonrió Ashran—, que puedo hacer cosas como mover los astros. Precisamente yo, a quien tanto temen los Seis. Precisamente yo, a quien incluso los sheks obedecen... ¿nunca lo has pensado? El único poder que no poseo, el único que me está vedado, es el que tienes tú. El don de entregar la magia. De consagrar a más hechiceros.

Victoria desvió la mirada.

—No pareces sorprendida —sonrió Ashran.

—Lo sospechaba desde hace tiempo —respondió Victoria.

—Eso hace aún más noble tu sacrificio. Sabías ya lo que te iba a pasar cuando decidiste que, si uno de los tres tenía que morir, serías tú. ¿Estás dispuesta?

Victoria alzó la cabeza.

—No tengo otra salida, ¿verdad?

—No, no la tienes —concedió Ashran—. Ya he descubierto que la única forma de obtener tu poder es que me lo entregues por ti misma. Voluntariamente. Y no me refiero al poder que entregas a aquellos a los que transformas en magos. Hablo de tu propio poder. Del poder del unicornio.

»Si me lo entregas, Victoria, Yandrak y Kirtash estarán a salvo. Por la sencilla razón de que no me interesa que regresen, así que mantendré la Puerta cerrada... y, por otra parte, sabes que morirás en el proceso. De modo que la profecía no se cumplirá, y no tendré ya motivos para matar al último dragón, y tampoco a mi propio hijo. Aprenderán a llevarse bien en la Tierra, no tienen otro remedio. Es tu última voluntad, ¿es cierto?

Victoria esbozó una sonrisa cansada.

—Sí, es cierto. Te entregaré lo que pides, Ashran. Pero has de saber que si en alguna ocasión te vuelves contra ellos, si les haces daño, mi poder se volverá contra ti, aunque yo ya no esté. Ashran se volvió hacia ella.

—¿Te atreves a amenazarme?

—Tengo un poder que tú no tienes.

—Por poco tiempo.

En los ojos de Victoria brilló un destello de tristeza.

—Por poco tiempo —asintió.

Tras una breve vacilación, se transformó lentamente en unicornio. Ashran la observó con interés, sin un solo rastro de emoción en sus ojos plateados. Zeshak también la contemplaba, sombrío, con los ojos entornados.

—Estoy lista —anunció ella con suavidad.

—Bien —asintió Ashran—. Pero no lo haremos aquí. —Echó un vistazo hacia las tres lunas, que aún brillaban, llenas, en el cielo, como tres ojos que lo contemplaran acusadoramente—. Ven conmigo.

Se dio la vuelta y salió de la sala, y el unicornio lo siguió, trotando dócilmente, con la cabeza inclinada bajo el peso de su largo cuerno.

Alexander se volvió un momento hacia la sombra de la Fortaleza que acababa de abandonar, y la contempló con melancolía. Tantos meses trabajando en su reconstrucción, tanto esfuerzo, tantas ilusiones... para que ahora cayera en manos de las serpientes... por segunda vez.

Sus compañeros corrían hacia el interior del bosque; alguien lo empujó sin darse cuenta, pero él no reaccionó. Seguía sin poder alejarse de la orilla del río. Sabía que, en cuanto lo hiciera, daría la espalda a Nurgon para siempre.

Apretó los puños, con rabia. Todo era culpa de aquel maldito Ashran y de su condenado hijo. Gruñó, furioso, y la bestia que había en él se liberó un poco más.

—Alexander —dijo junto a él la voz de Shail.

El joven se volvió hacia él.

—Tenemos que irnos —dijo el mago.

Alexander asintió, no sin esfuerzo. Respiró hondo y se volvió hacia el bosque.

Esta vez fue Shail el que no se movió. Se había quedado mirando al cielo, y a los sheks que sobrevolaban el bosque.

—¿Hasta dónde crees que llegarán? —preguntó, preocupado Alexander trató de volver a la realidad. Lo miró, y adivinó en qué estaba pensando.

—El bosque protegerá a los refugiados —lo tranquilizó. Además, es posible que a estas alturas Zaisei ya haya llegado al templo del Padre. Si los dioses existen de verdad, los protegerán. Al menos a ellos... porque, tal y como están las cosas, no parece que los Seis ya han perdido muchos creyentes, así que lo menos que pueden hacer es cuidar a los pocos idhunitas que siguen teniendo fe en ellos.

—¡Dejaos de cháchara! —dijo entonces una voz femenina—. ¡No tardarán en venir tras nosotros!

Era una de las mujeres bárbaras; ni Shail ni Alexander conocían su nombre, pero sabían que era la líder de un clan. Cargaba a hombros a un herido. No se detuvo a esperarlos, sin embargo. Siguió caminando hacia el corazón del bosque, y los dos jóvenes la siguieron.

Pronto les salió al paso un grupo de feéricos.

—Deprisa, deprisa —dijeron—. Los que no quieran quedarse a luchar, que lleven a los heridos a lo más profundo del bosque. Allí trataremos de cuidar de ellos. Los que quieran defender el margen del río, que nos sigan; los llevaremos hasta lugares un poco más despejados, donde podrán pelear con más comodidad.

La seguridad de las hadas les dio confianza. Allí, al otro lado del río, se extendía el reino feérico. Y nadie podía derrotar a las hadas en su territorio.

—Yo me quedo —anunció Alexander.

Shail iba a hablar, cuando, de pronto, algo pasó silbando sobre ellos, algo grande y pesado. Lo reconocieron de inmediato: era Fagnor.

El enorme dragón artificial sobrevoló las copas de los árboles más altos. Un shek lo perseguía, y su escalofriante siseo les heló la sangre en las venas. Tras él volaba el dragón dorado de Kimara, tratando de distraerlo y de apartarlo de la cola de su compañera. Los perdieron de vista un momento, y casi enseguida oyeron el ruido de una aparatosa caída: el dragón de Kestra se había estrellado en el bosque. De nuevo, el shek los sobrevoló; pero en esta ocasión perseguía al dragón dorado, que trataba de escapar.

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