Tríada (88 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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—No me importa quién o qué seas, Ashran —susurró a la noche—. Te juro que no volverás a hacerles daño. A ninguno de los dos.

El báculo brilló misteriosamente, captando toda la luz de las tres lunas llenas. Victoria sabía lo que tenía que hacer. Respiró hondo, cerró los ojos y se concentró.

Reinaba una gran agitación en el campamento.

Por fin, después de varios meses acampados en las lindes del bosque de Awa, las tropas iban a entrar en batalla. Y ahora ajustaban sus armaduras, afilaban sus armas y limpiaban sus escudos, de buen humor.

Todos sabían que el escudo feérico seguía ahí, impidiéndoles el paso. Pero los sheks habían dicho que aquella noche, durante el Triple Plenilunio, Ashran lo destruiría por fin, y ellos tendrían vía libre para penetrar en el bosque. Al principio, los soldados humanos habían recibido la noticia con cierto escepticismo. Pero cuando las lunas se alzaron en lo alto, los szish ya aguardaban en los límites de la floresta, con fe inquebrantable, a que su señor hiciera caer el escudo, como había prometido. Los humanos se apresuraron a prepararse también, porque si de verdad podrían atacar Nurgon por fin, habrían quedado como estúpidos ante los szish, que, una vez más, habían sido más rápidos que ellos. En cualquier caso, entrarían en acción, y eso les hacía sentirse optimistas e impacientes a la vez.

Tal vez por eso los guardias no estaban tan atentos como de costumbre. Tal vez fuera ésta la razón de que no vieran a las sombras que se deslizaron por entre las tiendas exteriores hasta que fue demasiado tarde.

Alexander había enviado a dos guerreros por delante, y fueron éstos los que se encargaron de deshacerse de los soldados que vigilaban el campamento. Fueron de uno en uno, rápidos y letales. Uno de los soldados que cayó bajo sus cuchillos era una mujer, pero eso no les detuvo, pues en Idhún muchas mujeres peleaban igual que los hombres, y tener compasión hacia ellas suponía, en muchas ocasiones, firmar la propia sentencia de muerte.

Entonces, cuando ya no quedaba nadie para dar la alarma, Alexander entró al galope en el campamento, seguido de los suyos, con Sumlaris desenvainada, lanzando un escalofriante grito de guerra que sonó como un aullido.

Los soldados de Dingra tardaron un poco en darse cuenta de lo que estaba sucediendo, y para entonces, para algunos de ellos, ya fue demasiado tarde. Como un vendaval, Alexander galopaba entre las tiendas, hundiendo a Sumlaris en todos los cuerpos que encontraba por el camino. Los que sobrevivieron a la batalla contarían más adelante que la furia de su enemigo, sus ojos encendidos con una salvaje luz amarillenta y el brillo sobrenatural de su espada legendaria todavía poblaban sus peores pesadillas.

Tras él, los rebeldes se lanzaron al ataque. Muchos portaban antorchas encendidas, e iban incendiando todas las tiendas a su paso.

Por fin, los soldados reaccionaron. Y pronto, aquel sector del campamento fue un auténtico caos. Gritos, humo, ruido y, sobre todo, la canción del acero, una canción de sangre y de muerte.

Shail lo observaba todo desde la retaguardia, montado en su nimen. Cuando le pareció que los soldados de Dingra estaban ya bastante entretenidos, espoleó a su montura para que se deslizara por los límites del campamento... hacia las catapultas.

Los nimen eran insectos rápidos y muy silenciosos: Shail sabía que no habría pasado desapercibido de acudir hasta allí montado a caballo, pero el nimen lo llevó obedientemente hasta su destino sin que nadie lo advirtiera.

Las catapultas sí estaban vigiladas. Los soldados que las guardaban observaban con preocupación lo que sucedía un poco más allá, en el campamento de sus aliados, pero no abandonaron su puesto. Oculto detrás de un carro, Shail decidió pasar a la acción. Se concentró y lanzó un conjuro de ataque contra la catapulta más cercana. El fuego que generó su magia la hizo estallar en llamas, luego saltó a la catapulta contigua, y de ésta a la de más allá, así hasta incendiar todo aquel sector.

Los guardias saltaron, desconcertados. Primero miraron a todas partes, buscando al autor del desastre, pero enseguida reaccionaron y trataron de apagar el fuego.

Shail sabía que era cuestión de tiempo que alguien escuchara sus gritos de alarma, de forma que se retiró discretamente de allí, en dirección al lugar donde sus compañeros estaban librando una batalla encarnizada.

Se aproximó con cautela, pero no pudo mantenerse al margen. El batallón más rezagado del ejército szish no había tardado en acudir en ayuda de los guardias humanos, y las cosas se habían puesto muy mal para los rebeldes. Mientras estaba todavía preguntándose cómo podría ayudar, alguien lo vio y corrió hacia él con una maza en alto. Shail hizo retroceder a su nimen, tropezó contra una tienda y tuvo el tiempo justo de pronunciar un hechizo básico de ataque que lanzó hacia atrás a su atacante. Cuando quiso darse cuenta, estaba en mitad de la lucha, espadas, mazas, dagas y martillos que bailaban su macabra danza de sangre, cuerpos caídos que entorpecían su paso, cuerpos vivos que chocaban unos con otros, y todo era tan confuso que no sabía quiénes eran sus enemigos y quiénes sus aliados.

—¡Shail! —gritó alguien.

El mago se giró rápidamente y buscó con la mirada a la persona que lo había llamado, pero todo era muy confuso. Vio a Alexander un poco más allá, aún a lomos de su caballo, descargando a Sumlaris a diestro y siniestro, pero pronto lo perdió de vista. Volvió a oír la voz que lo llamaba, pero ésta calló inmediatamente, y el joven no llegó a saber a quién pertenecía.

Oyó un siseo tras él, y se volvió con rapidez, justo a tiempo (le ver a un szish saltando sobre él. No tuvo tiempo de defenderse, pero, por fortuna, no le hizo falta: una pesada maza cayó silbando desde la oscuridad, se oyó un ruido desagradable y el hombre-serpiente se desplomó en el suelo como un fardo.

—¿Estás bien, chico? —le preguntó la voz de Covan.

—Sí —murmuró Shail, haciendo caso omiso de la sangre que había salpicado sus ropas—. Gracias.

—¿Qué ha pasado con las catapultas?

—Las he incendiado todas. ¿Dónde está Alexander?

—No tengo ni idea —gritó el maestro de armas, para hacerse oír en medio del tumulto—. Pero debemos marcharnos ya. Hemos perdido a demasiada gente.

—¡Suml-ar-Nurgon! —se oyó a lo lejos—. ¡Por la Resistencia! Covan y Shail cruzaron una mirada.

—Es él —dijo Covan; espoleó su caballo y echó a correr, al galope.

Shail trató de seguirlo, pero dos soldados de Dingra se cruzaron en su camino. El mago lanzó un silbido por lo bajo, y su nimen arrojó sobre ellos una sustancia pegajosa. Lo hacían siempre que estaban furiosos o asustados, para confundir a los posibles depredadores, pero los nimens medio amaestrados de los feéricos sólo atacaban cuando sus jinetes lo ordenaban.

—¡Aaaaj! —exclamó uno de los soldados, tratando de limpiarse la cara—. ¿Qué diablos...?

Shail ya estaba empleando su magia de nuevo. Utilizó un conjuro de aire para lanzarlos hacia atrás con la fuerza de un torbellino. Junto con ellos, volaron varios más.

Alexander, por su parte, se había ido acercando cada vez más a la tienda del rey Kevanion. Era fácil de distinguir, porque portaba el estandarte de Dingra más alto que ninguna. Vio al rey peleando a pie contra los rebeldes, y una llama de ira se encendió en su corazón.

«Éste es Kevanion —pensó—. El rey de Dingra. El que fue caballero de Nurgon y acabó vendiendo a los líderes de la Orden y entregándolos a los sheks. El que provocó la caída de la Fortaleza y ha ayudado a exterminar a los caballeros de Nurgon, uno por uno.»

Pero entonces oyó la voz de Shail, que lo llamaba. Se esforzó por dominarse y volvió grupas; su venganza contra Kevanion podía esperar.

Regresó en busca de sus amigos. No fue sencillo abrirse paso por el campamento, menos ahora que los szish también peleaban; un hombre-serpiente se interpuso en su camino y le lanzó una estocada que por poco dio en el blanco. Alexander hizo retroceder a su caballo; el filo del arma del szish se hundió en el costado del animal, que relinchó y se encabritó, alzándose de manos. El szish retrocedió, pero cuando el caballo cayó de nuevo sobre sus cuatro patas, con él bajó también el filo de Sumlaris, la Imbatible. El szish apenas tuvo tiempo de emitir un último siseo antes de que la espada legendaria acabara con su vida.

Alexander limpió la espada en el pantalón y dio una mirad<< circular, inquieto.

Para cuando logró localizar a Covan y Shail, éstos tenían ya graves problemas. Ellos dos y un joven cazador shiano, que luchaba valientemente a lomos de un nimen, estaban rodeados por los soldados de Dingra, humanos y szish. Shail conjuró un hechizo de fuego y lo arrojó contra sus enemigos. Tres de ellos, (los humanos y un szish, estallaron en llamas. Alexander trató de hacerse oír por encima de sus gritos de miedo y de dolor.

—¡Shail! ¿Estáis bien?

—¡Bendita sea Irial, muchacho! —gritó Covan—. ¡Vámonos de aquí!

—¡Todavía no! —rugió Alexander—. ¡Esperemos un poco más!

—¿A qué quieres esperar? ¡Si seguimos aquí, pronto se nos echarán todos encima!

Shail hizo girar a su montura en redondo, mientras calculaba la magia que le quedaba, preguntándose si podría crear un globo de protección sobre sus compañeros, y si después de eso sería capaz de teletransportarlos a todos a un lugar seguro.

Alexander lanzó un aullido y descargó a Sumlaris de arriba abajo sobre un soldado szish que se le había acercado demasiado. La hoja legendaria atravesó limpiamente el metal y se hundió en la carne escamosa del hombre-serpiente.

—¡Alsan! —gritó Covan.

Alexander se volvió con violencia y clavó la mirada en el horizonte, como si hubiera escuchado algo que sólo él podía oír. Sonrió.

—Ya vienen —dijo simplemente.

Momentos después, como una tromba de furia desatada, trescientos bárbaros Shur-Ikaili irrumpieron en el campamento, lanzando gritos de guerra y blandiendo sus espadas y sus mazas, ávidos de sangre. Los guiaban los Señores de los Nueve Ganes, al mando de los cuales estaba Hor-Dulkar. Junto a él, a derecha e izquierda, cabalgaban dos mujeres. Una de ellas era Uk-Rhiz, cuyos ojos relucían con fiereza en un rostro embadurnado de pinturas de guerra; la otra era Aile Alhenai, la hechicera feérica, que cabalgaba con el cabello al viento, envuelta en magia protectora que la hacía relucir en la penumbra con un brillo sobrenatural que desafiaba al de las tres lunas.

Alexander se abrió paso a través de las tropas enemigas, con un aullido de júbilo, en dirección a la cabeza del grupo de bárbaros. Por el camino acabó con la vida de varios soldados más.

Sintió que una flecha hendía el aire cerca de él y se echó sobre las crines de su caballo, pero el dardo se hundió profundamente en su hombro. Sin embargo, Alexander no lo notó. La sangre de la bestia comenzaba a aflorar a sus venas, estimulada por el delirio del combate.

Shail lo vio marchar y quiso seguirlo, pero se dio cuenta enseguida de que él, Covan y el shiano estaban rodeados por todas partes. Trató de calmar al nimen, que chasqueaba sus apéndices bucales, nervioso, y hacía vibrar las antenas, orientadas e» dirección al bosque al que ansiaba volver.

El mago comprendió que no tenía otra opción: Alexander estaba ahora lejos de su alcance y no podría incluirlo en el hechizo de teletransportación. Creó una campana de protección en torno a él y sus compañeros.

—¡Bien hecho! —dijo Covan.

Shail miró a su alrededor, en busca de más aliados que pudieran ampararse en su magia. Por alguna razón, levantó la vista al cielo... y no le gustó lo que vio.

La mayoría de las serpientes que sobrevolaban la zona habían hecho caso omiso a la escaramuza que se producía en tierra. No se trataba sólo de que confiaran a los szish la resolución del problema, sino que, además, estaban ocupadas en otros asuntos.

Habían formado un inmenso círculo en el aire, y sus cuerpos ondulantes emitían una especie de resplandor intermitente, de color blanco-azulado, frío, como una luz vista desde el otro lado de una pared de hielo. Estaban preparando algo importante, y Shail sospechó que no le gustarían los resultados de aquel extraño ritual.

Pero había tres sheks que no formaban parte del círculo, que se ocupaban de vigilar que todo marchara bien... y que, obviamente, habían visto a la columna de bárbaros irrumpir en el campamento. Shail oyó sus chillidos de ira cuando se lanzaron en picado sobre ellos...

Y en aquel mismo momento, un poderoso bramido desafió a la voz de las serpientes. Y dos grandes dragones se elevaron en el cielo desde las entrañas del bosque de Awa. A la clara luz de las lunas, todos pudieron ver que uno de ellos era rojo... y el otro, dorado.

Fagnor y el falso Yandrak.

Se oyeron gritos de júbilo y murmullos inquietos. Los que daban vítores eran los rebeldes, porque Yandrak, el dragón dorado, el dragón de la profecía, había regresado para ayudarles. Y eran sus enemigos, especialmente los soldados humanos de Dingra y Vanissar, los que se sentían preocupados... ya que, según sus informes, el último dragón estaba muerto.

Los dos dragones se precipitaron contra el círculo de sheks, rompiéndolo, y generando en ellos silbidos de ira y de intenso odio. Pero no se quedaron a luchar. Descendieron en picado, perfectamente sincronizados, hacia los tres sheks que amenazaban a los bárbaros.

—¡Están locas! —casi gritó Shail—. ¡Las van a matar!

Un poco más lejos, Alexander también las había visto. Había logrado llegar hasta los líderes de los bárbaros, y Hor-Dulkar, ya cubierto de sangre enemiga, lo había saludado con un gruñido, sin dejar de descargar su enorme hacha de guerra contra todo lo que siseara.

—¡Tenemos que ir hacia el bosque! —le había gritado, para hacerse oír por encima del caos—. ¡Hacia el bosque!

Después, había espoleado su caballo para abrir camino en aquella dirección. Una mujer bárbara había sido la primera en seguirlo, dejando escapar un grito de guerra que fue coreado por un sector de los Shur-Ikaili. Casi inmediatamente, Alexander había oído en alguna parte la voz de Allegra pronunciando las palabras de un conjuro...

... y, de pronto, un viento huracanado había barrido la tierra ante ellos. Muchas de las tiendas habían salido volando. Algunas seguían en llamas y se habían precipitado sobre los soldados enemigos, envolviéndolos en un abrazo ardiente y letal. Los que habían resistido el envite no habían podido, sin embargo, mantener el equilibro y habían caído al suelo, a pesar de las armaduras. El polvo arrastrado por el vendaval había cegado a la mayoría.

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