Tríada (85 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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«Moriría por ti, pero no estoy dispuesto a permitir que tú mueras por mí. Mucho menos por Jack —añadió, socarrón—. Puedes llamarme cobarde, si quieres, pero no soportaría perderte. Y no me atrevo a correr el riesgo.»

La mente del shek iba, poco a poco, sumiéndola en un sueño profundo, del que no despertaría hasta que él no se lo permitiera. Hizo un último esfuerzo por liberarse de él, pero supo que no lo conseguiría. Y entonces empleó sus últimos instantes de lucidez para mandar un último mensaje.

«Volved... oh, por lo que más queráis, volved... Vuelve vivo, Christian, y tráeme a Jack de regreso también. Tampoco yo soportaría perderos... a ninguno de los dos. »

Cuando ella cayó, inerte, en sus brazos, Christian respiró hondo y cerró los ojos. Había sido mucho más difícil de lo que había imaginado.

La depositó sobre la cama, con cuidado, y la besó de nuevo, quizá por última vez.

—Hay muchas formas de traicionar... —murmuró; alzó la cabeza y dijo a las sombras—. Lo siento, padre. No voy a entregártela otra vez. Nunca más.

Dio media vuelta y, sin atreverse a dirigir una última mirada a la muchacha dormida, salió de la habitación.

Se reunió con Jack en la sala del portal cuando la primera de las lunas, absoluta y perfectamente redonda, empezaba ya a asomar por el horizonte.

Los dos chicos cruzaron una mirada.

—No despertará hasta el amanecer —informó Christian—. Para entonces, si todo ha ido bien, ya estaremos de vuelta. Y si no... no volveremos nunca más.

Jack volvió la cabeza hacia la puerta. Ansiaba correr junto a Victoria y abrazarla y besarla por última vez. Trató de controlarse.

—¿Crees que... hacemos bien?

Christian lo miró con una expresión más sombría de lo habitual en él.

—Antes no estaba seguro —dijo—, pero ahora sí sé que hacemos lo correcto. Tenías razón: mi padre quiere que le lleve a Victoria otra vez.

»Si cruzamos este portal, es muy probable que, en lugar de entregarle a ella, te esté entregando a ti. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé. Pero correré el riesgo. Si yo muero, ella estará relativamente a salvo. Y si salgo vivo de ésta, será porque habremos vencido. Es la única salida, ¿verdad?

—No veo ninguna otra, Jack. Y odio tener que decirlo. Porque eso significa que, a pesar de todo, no teníamos ningún poder de decisión en todo este asunto de la profecía.

Jack alzó la cabeza para mirarlo con seriedad.

—Peones de los dioses —murmuró—. Eso es lo que somos. Christian sacudió la cabeza.

—Tal vez no —dijo—. Porque Victoria se va a quedar aquí. Podrán jugar con nuestra voluntad y con nuestro futuro, pero no con los de ella.

Jack asintió. Desenvainó a Domivat, que llameó en la semioscuridad. Christian retrocedió un paso, alejándose del fuego, y extrajo a Haiass de su vaina, dejando que su suave brillo glacial iluminara su rostro. Los dos se miraron de nuevo.

—Intenta ahora no meter la pata, ¿de acuerdo? —murmuró Christian.

—Intenta tú no traicionarme —gruñó Jack.

Christian le dirigió una enigmática mirada.

—Puede que ya lo esté haciendo —dijo, y, dando un paso al frente, entró en el hexágono y desapareció en un destello de luz azulada.

Inquieto, Jack lo siguió.

El portal se los tragó a ambos y los envió al corazón de la Torre de Drackwen, mientras, varios pisos más abajo, un unicornio dormía profundamente, y un shek velaba su sueño desde las sombras.

11
Triple Plenilunio

Alexander salió al patio y contempló las tres lunas llenas sobre él. Sintió que la bestia se removía en su interior, pero logró controlarla. «Bien», se dijo. La magia del Archimago funcionaba todavía. Rezó a los dioses para que aguantara hasta el amanecer.

Al alzar la mirada vio dos figuras en las almenas. Reconoció a Covan y a Shail. Trepó por la escalera y se reunió con ellos en lo alto de la muralla.

El maestro de armas le dirigió una mirada preocupada, pero Alexander se limitó a preguntar con frialdad:

—¿Cómo están las cosas?

Shail sonrió con cansancio. Aún estaba terminando de recuperarse del hechizo con el que había tratado de encadenar el alma de la bestia que latía en Alexander.

—Harel asegura que el escudo aguantará —dijo—. Pero si no lo hace, si Ashran encuentra la forma de destruirlo... en fin, «que se atrevan esas serpientes a poner un solo pie en Awa, las estaremos esperando». Esas han sido sus palabras textuales.

Alexander sonrió a su vez. La ferocidad de los feéricos defendiendo su territorio era legendaria.

—Bien. Que se ocupen ellos del bosque. Nosotros nos encargaremos de defender la Fortaleza.

Covan movió la cabeza, preocupado.

—Sé que llevamos mucho tiempo preparando las defensas de Nurgon, pero, aun así, no sé si aguantarían el ataque de ese ejército que nos aguarda ahí fuera.

Los tres contemplaron el campamento enemigo asentado más allá de las murallas, más allá del bosque. Cualquiera podía percibir que la actividad que reinaba en él no era propia de una noche como las demás. Las serpientes y sus aliados se preparaban para la batalla.

—Odio tener que esperarlos —gruñó Alexander.

—Pero no tenemos otra opción —replicó el maestro de armas—. Si el escudo deja de funcionar, seguiremos teniendo los muros de Nurgon. Puede que los feéricos peleen bien en el bosque, pero yo prefiero luchar en campo abierto.

Alexander asintió, pensativo, y paseó la mirada por los alrededores de la Fortaleza. Había un trecho en torno a las murallas donde no crecían los árboles, por expreso deseo de los rebeldes, que habían pedido a los feéricos un espacio para Maniobrar. Harel había respetado su demanda, pero Covan se había quejado en más de una ocasión de que aquel espacio le parecía muy reducido.

—Están todos preparados —prosiguió Covan—. Los guerreros, los mercenarios, los pilotos de dragones, los arqueros, el Archimago y sus hechiceros, las ballestas, las catapultas y demás maquinaria y, por supuesto, nosotros, los caballeros de Nurgon. Si e1 escudo cayese, nos volcaríamos todos a defender la Fortaleza. Todos sabemos lo que hay que hacer y, sin embargo...

Alzó la mirada hacia el cielo, surcado por docenas de sheks.

—Han venido más —asintió Shail—. Están preparándose para atacar. No lo harían si no supieran que van a poder traspasar el escudo.

Covan apretó los puños.

—¿Cuánto tiempo podremos resistir? —murmuró.

—Tal vez más del que piensas —dijo de pronto Alexander. Había clavado la vista en el horizonte, más allá del campamento enemigo, y sonreía enigmáticamente. Se volvió hacia sus compañeros.

—Bajad y decid a todos que voy a hacer una incursión en territorio enemigo —anunció—. Será peligrosa, por supuesto, pero mientras el escudo aguante siempre podremos retirarnos si las cosas se ponen mal. Quien quiera unirse a nosotros, que lo haga. Cuantos más seamos, mejor.

Los otros tardaron un poco en asimilar sus palabras.

—¿Te has vuelto loco? —estalló Covan—. ¡Eso es un suicidio!

—Tal vez —sonrió Alexander—. Pero creo que seré de más utilidad ahí fuera que entre los muros de este castillo, y, por otra parte, mucha gente agradecerá perderme de vista esta noche.

Ashran había salido a la gran terraza que se abría a un costado de la Torre de Drackwen, casi en su cúspide. La balaustrada se había derrumbado muchas décadas atrás, pero el Nigromante no se percató de ello. Sólo tenía ojos para las tres lunas que brillaban en el firmamento.

—Resulta irónico —murmuró para sí mismo— que los astros de los que los Seis están tan orgullosos vayan a precipitar su caída. La conjunción me dio poder para destruir a los dragones y los unicornios... y después de quince años, este Triple Plenilunio me otorgará el dominio de todo Idhún. El Triple Plenilunio y...

No terminó la frase, pero acarició los restos de la balaustrada, con suavidad. La piedra respondió a su contacto con una leve vibración.

—El poder del último unicornio —susurró para sí mismo; alzó la cabeza hacia el cielo, y sus iris plateados relucieron de forma extraña bajo la luz de las tres lunas—. Señoras —las saludó con una fría sonrisa—, no podéis ocultaros de mí esta noche. Entregadme vuestro poder, y contemplad la caída de Nurgon, del bosque de Awa y de los últimos rebeldes. Y.. oh, sí —añadió, súbitamente animado—, también seréis testigos del final de vuestra ridícula profecía. Porque ellos... acaban de llegar —concluyó, volviéndose hacia Zeshak, que lo aguardaba a sus espaldas—. Habrá que recibirlos como se merecen, ¿no es cierto?

Jack dio un traspié, mareado, y casi tropezó con Christian.

«¡Ten más cuidado!», susurró éste en su mente, molesto.

«Lo siento», pensó Jack automáticamente. Christian lo miró, alzando una ceja. Se había dado cuenta de que el dragón parecía ya acostumbrado a responder con pensamientos a la conversación de un telépata. Muy pocos humanos, incluso aquellos que convivían con sheks, renunciaban a la voz cuando trataban con ellos, quizá porque escucharse a sí mismos les hacía sentirse más seguros. Jack se encogió de hombros, pero no respondió a la muda pregunta de Christian. Sheziss le había enseñado a ser silencioso, y... ¿quién necesitaba hablar, teniendo al lado a alguien que captaba sus pensamientos, si los formulaba con suficiente intensidad?

Los dos miraron a su alrededor. Estaban en una sala muy parecida a la que acababan de abandonar, pero mucho más maltratada por el tiempo. La habitación estaba silenciosa, oscura, vacía.

«¿Crees que no nos esperaban?», pensó Jack, inquieto.

«No tendremos tanta suerte», replicó el shek. Se volvió sobre sus talones para examinar el hexágono en el que acababan e materializarse. Sus largos dedos recorrieron ágilmente los signos grabados en su contorno, acariciando unos e ignorando otros, mientras susurraba unas palabras en idioma arcano. Algunos de los signos se fueron iluminando, hasta que todo el hexágono emitió un suave resplandor y, finalmente, se apagó.

Jack observó todo el proceso en silencio. Nunca antes había visto a Christian utilizar la magia que sabía que poseía. Se quedó mirándolo, sin una palabra.

«He cerrado el portal —explicó el shek—. Para que Victoria no nos siga.»

—Pero... —se le escapó a Jack; enmudeció inmediatamente.

«Pero la has dejado dormida, ¿no?»

«Despertará al amanecer. Si algo malo nos sucediera, y ella se diera cuenta...»

No terminó la frase, pero Jack comprendió. No dejó de notar, sin embargo, que ahora estaba atrapado en la torre, a merced de Christian, que era el único de los dos que sabía cómo Abrir el portal de nuevo. Respiró hondo y trató de apartar aquellos pensamientos de su mente.

Siguió al shek hasta la puerta. Salieron de la habitación, con precaución, y recorrieron el pasillo en silencio. Christian parecía saber exactamente adónde se dirigía, y Jack fue tras él, con decisión.

La Torre de Drackwen se le antojó muy similar a la de Kazlunn. Sin embargo, se notaba que había permanecido mucho tiempo abandonada. Las grietas empezaban a marcar los muros de piedra, desnudos de los tapices que adornaban las paredes de Kazlunn. Ninguna lámpara iluminaba los pasillos ni las estancias de los niveles superiores de la torre.

Y, no obstante, cada piedra parecía vibrar con una misteriosa y cálida energía. Sin saber muy bien por qué, Jack no pudo evitar acordarse de Victoria.

Y recordó entonces que tendría que haberle dicho algo que no le había dicho. Se le escapó un leve suspiro, que le valió una de las miradas de hielo de Christian.

«Lo siento», se disculpó, por segunda vez. Respiró hondo, varias veces, como Sheziss le había enseñado, para calmarse y concentrarse en la situación. Con todo, no pudo reprimir un último pensamiento para Victoria: «Ojalá pudieras escucharme ahora —le dijo en silencio—. Quería que supieras... que ya he tomado mi decisión. Que quiero seguir contigo, pase lo que pase, con el shek, o sin él. Que el amor que siento por ti es mucho más importante para mí que el odio que él me inspira. Ojalá tenga ocasión de mirarte a los ojos una vez más, y de decirte todo esto...».

Reprimió de golpe aquellos pensamientos, y miró a Christian, inquieto, preguntándose si su mente de shek los había captado. Pero él no dio muestras de haberlo hecho, y ni siquiera se volvió para mirarlo.

Siguieron avanzando hasta alcanzar la escalera de caracol. «Arriba», indicó Christian solamente. Jack respiró hondo y lo siguió.

Se deslizaron escaleras arriba, en silencio, como sombras. Se mantenían en tensión, pero controlando el poder que latía en su interior, y por esta razón, el brillo de Haiass y Domivat era apenas un suave resplandor mortecino en la semioscuridad. Seguían sin topar con nadie.

Christian se detuvo en un recodo de la escalera. De allí partían seis pasillos, cada uno en una dirección distinta. El shek señaló el más amplio con un gesto, y Jack comprendió que la enorme puerta que veía al fondo era la puerta tras la que se ocultaba Ashran.

«No parece vigilada», pensó.

«No lo está —replicó Christian—. Quiere que entremos.»

Cruzaron una mirada. El odio palpitó un instante en sus corazones, y los dos se esforzaron por controlarlo. No era el mejor momento para ponerse a pelear, por mucho que su instinto se lo exigiese a gritos.

«Es una trampa», pensó Jack.

«Sí —asintió el shek—. Pero si de verdad tus dioses tienen interés en derrotar a Ashran, nos echarán una mano, espero. Todo lo que hemos hecho hasta ahora, todo lo que hemos sufrido, incluso nuestra propia existencia... tenía como único objetivo este mismo momento. Naciste para estar aquí ahora, Jack. ¿Lo entiendes? Si esto no sale bien, ya no sé qué más podemos hacer.»

«Lo sé —dijo Jack—. Y estoy preparado. Pero ¿por qué será que siento que nos falta algo?»

Christian lo miró, pero no dijo nada.

«Y a pesar de todo —prosiguió Jack—, no habría querido verla aquí, por nada del mundo.»

El shek no hizo ningún comentario al respecto.

«He visto esa sala —explicó—. Es grande, pero no lo bastante como para que varios sheks puedan luchar con comodidad. Ahí, detrás de esa puerta, está mi padre... y posiblemente también Zeshak y algún que otro szish, pero nadie más. Los szish no son importantes. Olvídate de ellos. En cuanto atravieses el umbral, transfórmate y ve directo a Ashran. Si no está Zeshak, lucharé contigo. Si se halla en la habitación, yo me ocuparé de él.»

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