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Authors: Laura Gallego García

Tríada (89 page)

BOOK: Tríada
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—¡A1 bosque! ¡Al bosque! —seguía gritando Alexander.

Un caballero le había salido al paso.

—¡No pasarás por aquí, renegado!

Cubría su rostro con un yelmo, pero la armadura era muy cara, y llevaba en la pechera el escudo de la casa real de Dingra.

—¡Rey Kevanion, traidor! —gruñó Alexander, enarbolando a Sumlaris con siniestra determinación.

Apenas habían llegado a chocar las espadas, cuando oyeron un silbido sobre sus cabezas. Vieron entonces a los sheks que se abalanzaban sobre ellos, y a los dos dragones que los seguían; y fueron testigos de cómo las serpientes, enloquecidas por el odio, se olvidaban de los insignificantes humanos que atravesaban el campamento, y se volvían hacia los dragones, enseñando los colmillos, con los ojos relucientes de ira.

El rey de Dingra se había quedado paralizado de estupor, con la vista clavada en el dragón dorado que surcaba el cielo. Alexander aprovechó aquel momento de distracción para descargar su espada contra él, pero alguien lanzó un grito de alarma, y el rey reaccionó con suficiente rapidez para interponer su arma entre él y Alexander, en el último momento. Lo rechazó, no sin esfuerzo, y lo hizo retroceder.

En ese instante, Hor-Dulkar y sus bárbaros dieron alcance a Alexander. Alguien que huía de ellos chocó contra el caballo del joven, haciéndolo tropezar. Para cuando Alexander consiguió recuperar el equilibrio, Kevanion ya se había marchado. Oyó su voz un poco más lejos, lo vio combatiendo contra un grupo de bárbaros que lo había cercado.

—Si sales de ésta, seré yo quien acabe contigo, Kevanion de Dingra —prometió.

Alzó la mirada y vio cómo Fagnor y el falso Yandrak daban media vuelta y emprendían la huida hacia el bosque. El dragón rojo ejecutó la maniobra a la perfección, pero el dorado fue un poco más lento. Con un silbido de triunfo, uno de los sheks lo atrapó entre sus anillos.

Fagnor llegó al rescate, exhalando una llamarada contra la cara de la serpiente, que chilló, aterrada, y soltó a su presa.

Alexander se deshizo de otros dos soldados que trataron de derribarlo, y alzó de nuevo la cabeza. Contempló a los dos dragones huir hacia el bosque, con todo un ejército de sheks persiguiéndolos. Respiró, aliviado, cuando los vio atravesar el escudo justo encima de la Fortaleza de Nurgon. La primera serpiente logró cruzar tras ellos, antes de que la cúpula protectora se cerrase de nuevo, pero fue recibida por una lluvia de proyectiles de fuego lanzados desde el interior del castillo.

Alexander no se quedó a ver el final de la serpiente. Oyó la voz de Shail, que lo llamaba, y espoleó su caballo en esa dirección.

Alguien había abatido a su nimen, y Shail no se encontraba en situación de echar a correr, precisamente. Trató de ponerse en pie, pero apenas lo consiguió, cuando oyó un golpe y un grito tras él, y luego el sonido sordo de una caída. Al volverse vio a uno de los soldados szish yaciendo en el suelo, cubierto de san?1gre, y al guerrero bárbaro que lo había abatido como de pasada, y que se alejaba cabalgando a toda velocidad. No tuvo tiempo de reaccionar, porque el siguiente bárbaro que pasó al galope junto a él lo cogió del brazo y tiró de él hacia arriba. Shail sintió que se le desencajaba el hombro y lanzó un grito de dolor; pero al instante siguiente se vio sobre la grupa del caballo del bárbaro, a salvo.

—¿Estás bien? —dijo una voz conocida cerca de él.

Se dio la vuelta, sin dejar de sujetarse a la cintura del bárbaro, y vio que junto a él cabalgaba Allegra. Asintió, sonriendo, contento de volver a verla.

Alexander llegó al galope desde la vanguardia. Asintió al ver que Shail estaba a salvo, y volvió a gritar:

—¡Al bosque! ¡Al bosque!

Pronto, lo que quedaba del grupo de incursores y el grueso del ejército Shur-Ikaili penetraron en la espesura, atravesando el escudo por el hueco que las dríades guardianas, que los esperaban en la última fila de árboles, habían abierto para ellos.

—Ya basta, Zeshak —dijo Ashran—. No lo mates antes de tiempo. El shek aflojó su letal abrazo. Jack no tenía fuerzas para moverse, pero desde donde estaba podía ver claramente a Christian, atrapado entre los anillos de la serpiente. Estaba convencido de que ya le había roto un par de costillas. Con esfuerzo, Jack recordó que aquél era Zeshak, el rey de los sheks. El que, según Sheziss, era el padre de Christian... o del shek que habitaba en Christian. Se le hizo extraño pensar que él lo sabía, pero Christian no. ¿Querría saberlo? ¿Le interesaría enterarse de que aquella serpiente que lo estaba maltratando era su «otro» padre? Cerró los ojos, agotado.

—Ya está —dijo entonces el Nigromante—. El unicornio no tardará en llegar.

El shek se volvió hacia él, y debió de preguntarle algo, porque Ashran respondió:

—No, tengo tiempo suficiente para hacerlo mientras tanto Sujeta tú al dragón —añadió, y alzó a Jack por el cuello de la camisa como si fuera una marioneta.

Zeshak lanzó la cabeza hacia él, mostrándole los colmillos con un siseo amenazante.

—Controla tu odio, Zeshak —dijo Ashran con frialdad—. El dragón no debe morir... todavía.

Tiró a Jack contra el shek, que lo atrapó limpiamente con un pliegue de su cola. Jack jadeó, horrorizado, y trató de librarse, pero no tenía fuerzas. Se sentía un muñeco de goma a merced de la enorme serpiente. Era como si sus más horribles pesadillas se hubieran hecho realidad.

Porque el dragón estaba encadenado en su interior; Jack lo sentía rugir y luchar por liberarse, sin resultado. Y lo único con lo que podía contar en aquel momento eran su alma y su cuerpo humanos, un cuerpo débil y un alma que se estremecía de terror ante el poder del rey de las serpientes. Sintió los letales anillos de Zeshak aprisionando su cuerpo.

—No lo mates —le recordó Ashran, sombrío—. Todavía lo necesitamos.

Después les dio la espalda y salió a la terraza, y su alta figura quedó bañada por la clara luz de las tres lunas. Cuando alzó los brazos hacia el Triple Plenilunio y todo su cuerpo empezó a irradiar un extraño resplandor sobrenatural, Jack entendió de golpe lo que estaba haciendo.

Todavía tenía intención de utilizar el poder de las lunas para deshacer la cúpula feérica que protegía el bosque de Awa y la Fortaleza de Nurgon. Y cuando eso sucediera, los rebeldes, con Alexander a la cabeza, quedarían a merced de las tropas de los sheks.

Jack cerró los ojos, maldiciéndose en silencio por haber creído en la profecía. Estaba claro que todo aquello no había servido de nada. Ashran seguía siendo demasiado poderoso como para enfrentarse a él... y ahora Victoria caería también en sus manos.

Se revolvió, furioso. Las escamas de Zeshak se clavaron dolorosamente en su piel, pero no le importó.

—¡Christian! —lo llamó con voz ronca—. ¡Despierta! ¡Tenemos que hacer algo!

No pudo seguir hablando, porque el rey de los sheks lo aprisionó todavía más en su abrazo, y Jack dejó escapar un grito de dolor.

Entonces le llegó, por fin, muy débil, el mensaje telepático de Christian:

«No hay nada que nosotros podamos hacer. Victoria ya sabe lo que está pasando y viene hacia aquí. Lleva puesto a Shiskatrheg.»

Jack movió la cabeza lo justo como para observar a Christian, que se había dejado caer, derrotado; el cabello castaño claro le cubría los ojos, pero Jack no recordaba haberlo visto nunca tan hundido y destrozado.

«Si viene —pensó—, caerá directamente en las garras de Ashran. Él la está esperando.»

«Ya lo sabe —replicó Christian—. Pero ¿de verdad piensas que eso la detendrá?»

«Es una locura... todo esto es una locura...»

Percibió que Christian lo miraba de reojo, por debajo del cabello que le caía sobre la cara. Sus ojos azules brillaron un instante, con un último destello de rabia.

«No deberíamos haber partido sin ella. Si hubiésemos peleado los tres juntos, tal vez...»

—Tal vez qué? —gritó Jack, con amargura—. ¡Nos habrían matado a los tres de golpe! ¿Qué sentido tiene todo esto, eh? Si Victoria...

No pudo terminar la frase, porque algo se introdujo en su mente, algo hiriente que atravesó su cerebro como millones de agujas de hielo. Jack gritó y, cuando el dolor cesó, se desplomó sobre el cuerpo de Zeshak. Había perdido el conocimiento.

Christian lo contempló, sin una palabra.

«Podrías haber matado al dragón, engendro —susurró Zeshak en su mente—. Has tenido tantas oportunidades y, sin embargo, le has perdonado la vida, una y otra vez. ¿Es que acaso no sientes el odio?»

—También tú podrías matar al dragón ahora —replicó Christian y, sin embargo, lo mantienes con vida, a pesar de que deseas aplastarlo, lo deseas con toda tu alma. Pero Ashran te ha ordenado que lo mantengas con vida, y eso estás haciendo. Obedeces la orden de un humano. Yo, en cambio, escuché la petición de un unicornio.

Zeshak entornó los ojos. No respondió enseguida, pero, cuando lo hizo, su voz telepática resonó en la mente de Christian teñida de tristeza y resignación.

«No sabes nada, Kirtash. Nada. No hables de cosas que no comprendes.»

Christian no respondió. En otras circunstancias tal vez habría tratado de interpretar el significado de aquellas palabras, pero en aquel momento se sentía demasiado exhausto y desalentado. A1 cabo de unos instantes, Zeshak habló de nuevo en su mente, con suavidad:

«Ni siquiera los unicornios lograron eliminar el odio que corría por nuestras venas, ese odio que debería ser en ti más intenso que cualquier clase de amor. Dime, ¿qué clase de shek eres tú?»

—También a mí me gustaría saberlo —murmuró Christian, alzando la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.

«Viajar con la luz», pensó Victoria.

Nunca lo había hecho a tanta distancia, y tampoco estaba segura de que la luz de las lunas bastara para lo que ella pretendía. Pero las lunas estaban llenas, y su claridad iluminaba el mundo casi tanto como si fuese de día, y el Báculo de Ayshel seguía transmitiéndole un aporte extra de energía que la recorría por dentro como un torrente de aguas desbordadas. Volvió a recordar la sonrisa de Jack, la mirada de Christian, y decidió arriesgarse, porque no tenía otra alternativa. Necesitaba llegar hasta ellos de inmediato... y sólo la luz corría tan deprisa como los hechizos de teletransportación de los magos.

Puso en juego todo su poder de unicornio, y, simplemente, se desplazó...

La Torre de Drackwen apareció súbitamente ante ellas. Sheziss dejó escapar un siseo sorprendido. Victoria respiró hondo. Había salido bien y, por si fuera poco, había arrastrado a Sheziss con ella. Todavía le costaba creerlo.

Sólo había un par de sheks guardando la torre, y Victoria se preguntó por qué. No sabía que, en aquellos mismos momentos, la mayor parte de las serpientes aladas de Idhún sobrevolaban los cielos de Nurgon, aguardando el instante en que el escudo feérico caería, y la Resistencia quedaría a su merced.

Sintió que el cuerpo de Sheziss se ponía en tensión.

—Nos dejarán pasar —murmuró—. Ashran me está esperando.

«A ti, sí —respondió la shek—. Pero no a mí.»

Victoria comprendió.

—Déjame todo lo cerca que puedas y luego márchate.

Sheziss hizo un giro brusco y planeó hacia la torre. Cruzó como una flecha entre los dos sheks que, suspendidos en el aire, las observaban con recelo. Las dejaron pasar: sin duda sabían ya que la muchacha que acudía con tantas prisas a la torre, montada sobre el lomo de una shek renegada, era el unicornio que Ashran estaba esperando. Pero Victoria fue consciente de las miradas de odio que dirigieron a Sheziss, y supo que, en cuanto ella desmontara, su compañera estaría en grave peligro.

—Sheziss, no te acerques tanto...

«Tranquila, chica unicornio. No son más que dos jovenzuelos. Podré con ellos.»

—¿Y qué harás después?

Los ojos de Sheziss brillaron malévolamente bajo la luz de las lunas.

«Ya que estoy tan cerca —dijo—, puede que haga cumplir mi venganza.»

—Hay algo que has de saber con respecto a Ashran, Sheziss —dijo entonces Victoria, con suavidad—. No debes enfrentarte a él. No puedes vencerle.

Sheziss leyó la verdad en la mente de Victoria, y calló, sorprendida, tratando de asimilar aquella información.

Pero su destino estaba ya muy cerca, y debían tomar una decisión.

—Christian y Jack están aquí —añadió Victoria, y el corazón le latió un poco más deprisa—. Déjame donde puedas, Sheziss. Sabré cómo llegar hasta ellos.

Sobrevolaron el mirador, pero la shek no trató de aterrizar allí. Una extraña luz sobrenatural cubría el lugar; desde las tres ¡tinas parecía descender una especie de triple rayo luminoso que confluía en una alta y solitaria figura, de pie junto a lo que quedaba de la balaustrada. Victoria percibió que Sheziss vacilaba, tal vez porque había captado que aquella luz era energía pura que las desintegraría si se atrevían a rozarla, o tal vez por lo que ella le había transmitido acerca del Nigromante.

—¿Qué está haciendo? —se preguntó Victoria.

Sheziss lo sabía, pero no respondió. Batió las alas con más fuerza y se impulsó hacia arriba, en busca de un lugar donde dejar a Victoria. La joven notó que los dos sheks las seguían.

Sheziss se detuvo junto a un pequeño balcón, y giro su largo cuerpo ondulante para dejar a Victoria cerca de la baranda. La muchacha se apresuró a descender de un salto, y miró a la shek, inquieta.

«No te preocupes por mí —dijo la serpiente—. Preocúpate más bien por ti misma. Si te he traído hasta aquí, y Ashran quería que acudieses a él, tal vez yo sea también una pieza más en este juego de guerra. Sus planes se están cumpliendo... y sus planes te conciernen a ti, y no a mí. Ve, y haz lo que tengas que hacer.»

Victoria asintió. Miró de nuevo a la shek.

—Gracias por todo, Sheziss —murmuró.

«Tu dragón me dijo lo mismo, hace tiempo. Pero no he hecho nada por vosotros. Actúo por mí misma... para vengar a mis hijos. »

Y, con un chillido de ira, se volvió hacia los dos sheks, que ya se abalanzaban sobre ella, las fauces abiertas, los colmillos destilando veneno.

Victoria no se quedó a ver la batalla. Porque, en algún lugar de aquella torre, Jack y Christian permanecían prisioneros, estaban sufriendo, y la joven sufría con ellos. Dio media vuelta y, con el báculo palpitando siniestramente sobre ella, se internó en la Torre de Drackwen, en busca de Ashran el Nigromante y los dos chicos a los que amaba.

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