Authors: Laura Gallego García
Alexander atravesó al galope la explanada que separaba la Fortaleza del bosque que la rodeaba. Se detuvo junto al cadáver del shek que sus compañeros acababan de abatir desde el castillo.
Denyal y el Archimago lo estaban esperando allí.
—¿Te has vuelto loco? —le gritó Denyal—. ¿Qué pretendías con esa acción suicida?
—Desde luego, no precisamente suicidarme —replicó Alexander con frialdad—. Lamento no haberte dado esa satisfacción, porque, como ves, he regresado vivo... y con refuerzos.
Denyal dirigió una mirada al ejército Shur-Ikaili que se amontonaba en la explanada.
—¿Cuánta gente te llevaste?
—Treinta y cuatro voluntarios.
—Pues entre toda esta gente sólo cuento a quince de los nuestros, príncipe Alsan —replicó Denyal, conteniendo la ira, y por primera vez desde que lo conocía, pronunció la palabra «príncipe» con un matiz de desprecio—. Te has dejado a diecinueve en el camino.
—Sé contar —fue la respuesta de Alexander—. Esos diecinueve eran voluntarios y salieron a pelear porque así lo quisieron, Denyal. Y no han caído en vano. Mi acción suicida, como tú la llamas, tenía por objetivo abrir paso a nuestros aliados, los Nueve Clanes de Shur-Ikail. Cerca de trescientos de los mejores guerreros de Idhún.
Denyal lo miró fijamente, pero no dijo nada. Alexander sostuvo su mirada.
En aquel momento llegaron dos jinetes al trote. El Archimago frunció levemente el ceño al reconocer a Allegra.
Aile —dijo, sin embargo—. Llegas justo a tiempo.
Pero desvió su atención hacia el otro jinete. Se trataba de Hor-Dulkar, el Señor de los Nueve Clanes.
Alexander hizo las presentaciones. Dejó a los cuatro poniéndose al día y, todavía sin descabalgar, entró al paso en el patio de la Fortaleza.
Como había supuesto, encontró allí a Kestra y Kimara, junto a Fagnor, que yacía en el suelo. Del dragón dorado no había ni rastro, pero aquello no era de extrañar. Para mucha gente seguía siendo un secreto que aquel Yandrak era falso, por lo que los constructores de dragones lo mantenían oculto en el rincón del bosque, no lejos de la Fortaleza, en donde Kimara lo había hecho aterrizar.
Tanawe, Rown y dos operarios más estaban poniendo a Fagnor a punto de nuevo. Tanawe gruñía en voz baja, malhumorada, mientras trataba de encajar de nuevo una de las alas del dragón artificial.
Alexander se reunió con ellas.
—¡Habéis sacado los dragones antes de tiempo! —les recriminó, con ferocidad—. ¿En qué estabais pensando? ¿Qué pretendíais con eso?
Kestra clavó en él una mirada incendiaria.
—Salvarte el cuello, príncipe de Vanissar. De no ser por nosotras, serías ahora una papilla de carne y veneno de shek.
—Pediste voluntarios, ¿no? —respondió Kimara, sombría—. Nosotras somos voluntarias. Yo, al menos, ya me he cansado de estar encerrada aquí cuando hay ahí fuera tantas serpientes que matar.
Alexander la miró, un poco sorprendido. Sabía que Kimara tenía un espíritu indomable, pero siempre se había sentido fuera de lugar en la Fortaleza, estudiando magia, y se había encerrado en sí misma. Además, la muerte de Jack la había afectado mucho. Por lo visto, ya había asimilado todo aquello, porque ahora latía en sus ojos rojizos una nueva emoción, un odio profundo que se reavivaba cada vez que veía a una serpiente alada cruzando los cielos sobre Nurgon.
Movió la cabeza, preocupado.
—Tenemos pocos dragones —replicó, con más suavidad—. Tanawe os habrá dicho lo mismo que yo. Los dragones son muy valiosos. No podéis ponerlos en peligro sin más. El enemigo...
—¡No me hables del enemigo, bestia inmunda! —estalló de pronto Kestra—. ¡Tú eres el enemigo! ¡Eres uno de ellos! Te volverás contra nosotros aunque no lo quieras, sí, porque he visto lo que sois capaces de hacer las criaturas como tú. ¡Mira las lunas y júrame por lo que sea más sagrado para ti que no sientes nada cuando las ves!
Su voz quedó ahogada en un sollozo. Alexander no fue capaz de contestar. No por el súbito arrebato de Kestra, sino porque había alzado la cabeza para contemplar las lunas y había visto algo aterrador.
Siguiendo la dirección de su mirada, todos los presentes levantaron la cabeza.
Y se quedaron sin aliento.
Los sheks habían vuelto a formar un enorme círculo sobre ellos, y los sobrevolaban como aves carroñeras. Sus cuerpos, fluidos, sinuosos, emitían un suave brillo gélido.
Pero no fue eso lo que más preocupó a los rebeldes.
Porque, en el centro del círculo de sheks, las tres lunas relucían en la noche, y una extraña espiral de tinieblas giraba en cada una de ellas.
—¿Qué diablos...? —empezó Alexander, pero no pudo seguir.
Shail llegó jadeante, apoyándose en su bastón.
—¿Has visto eso? —exclamó, con urgencia, señalando al cielo—. ¡Tenemos que detenerlo!
—¿Por qué?
—¡El escudo, Alexander, el escudo!
Los dos amigos cruzaron una mirada. Entonces Alexander dio media vuelta, bruscamente, y vociferó:
—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Arqueros, arponeros y ballesteros, a las almenas! ¡Preparad las catapultas! ¡Todos a la Fortaleza!
Siguió gritando instrucciones, y pronto todo Nurgon bullía de actividad. Pero Shail no podía dejar de mirar al cielo. Sentía que la luz que emitían las lunas había dejado de ser dulce y hermosa para convertirse en algo frío y oscuro.
En todos los rincones del bosque, las flores lelebin se estremecieron y empezaron a languidecer.
Primero se arrugaron las puntas de los pétalos, luego los estambres se marchitaron y se deshicieron, cubiertos de una extraña escarcha. Algunas de las flores se cerraron sobre sí mismas, pero ya era demasiado tarde.
Mientras las lunas seguían arrojando sobre el bosque aquella espiral de tinieblas, las lelebin se secaron, una tras otra, y murieron.
El escudo empezó a fallar en distintos puntos del bosque.
Y, cuando la última flor lelebin hubo caído sobre su tallo, las serpientes atacaron.
Ashran bajó los brazos y rió suavemente.
—La cúpula feérica ya no protege el bosque de Awa —anunció, entrando de nuevo en la sala; su cuerpo todavía despedía un suave halo luminoso—. Nurgon no tardará en caer bajo el poder de los sheks.
Zeshak entornó los ojos.
«Ya era hora», comentó, y todos pudieron captar aquel pensamiento.
Jack cerró los ojos, aún aturdido. Podía imaginar a Shail, Alexander y los demás luchando inútilmente contra el ejército de Ashran, el bosque de Awa incendiado, los rebeldes huyendo para salvar sus vidas... pero ya no había ningún lugar donde pudieran guarecerse. Sería una masacre.
«Hemos fracasado —pensó Jack, anonadado—. Y de qué manera.»
—Tengo otra buena noticia —dijo Ashran—. El unicornio ya está aquí.
No había terminado de hablar cuando la puerta estalló en pedazos, con violencia. Jack trató de levantar la cabeza, pero no fue capaz porque la mano de Ashran había vuelto a sujetarlo férreamente por la nuca. Zeshak lo soltó de golpe, y Jack pudo respirar por fin... pero el alivio no duró mucho. Ashran tiró de él como si fuera una marioneta, y el muchacho no encontró fuerzas para moverse. Por otro lado, acababa de entrar alguien en la sala, una figura que se movía con seguridad y energía y que parecía muy, muy enfadada. A Jack se le había nublado la vista, pero, a pesar de todo, reconoció a Victoria. La habría reconocido en cualquier parte.
Se preguntó, confuso, cómo diablos había llegado ella allí en tan poco tiempo. ¿Se las habría arreglado para abrir el Portal entre las torres, aquel portal que, según Christian, estaba cerrado?
La muchacha se había detenido a escasos metros de Ashran y Zeshak, pero todavía parecía amenazadora, con el extremo del báculo palpitando como una pequeña supernova. Sin embargo, por muy furiosa que estuviese, había visto enseguida que Christian estaba a merced de Zeshak, que podía aplastarlo en cualquier momento, y que Jack temblaba a los pies de Ashran, cuyos dedos todavía rodeaban su cuello. Un movimiento en falso, y todo habría acabado para cualquiera de los dos... o para ambos.
—Volvemos a encontrarnos —dijo Ashran con suavidad—. La tercera vez en poco tiempo, mi admirada joven. No importa lo que pueda llegar a hacerte; no importa que te extraiga hasta la última gota de energía o que arrebate la vida de tu dragón, tú siempre vuelves una y otra vez, a presentar batalla... como ahora, ¿no es cierto?
Victoria enarboló el báculo y se lanzó contra él con un grito, con la muerte brillando en sus grandes ojos oscuros. Pero se detuvo en seco. El extremo de su báculo lanzó un último destello, como un breve latido, y luego se estabilizó.
Ashran había arrastrado a Jack hasta colocarlo frente a sí. Su mano se había cerrado en torno a la nuca del muchacho, y tiraba de él hacia atrás, obligándolo a alzar la cabeza y a mirar a Victoria a los ojos.
—¿A qué... esperas? —jadeó Jack.
Pero ella permaneció inmóvil, como petrificada, observándolo fijamente.
—Un dilema interesante —sonrió Ashran—. ¿Me atacarás, Victoria? Leo el odio y la furia en tu mirada. Eres más poderosa que nunca, y yo tengo en mis manos a dos seres que te importan mucho. Me odias con todo tu ser, y aunque una parte de ti me teme, no la estás escuchando ahora. Si me atacaras en este momento, con toda tu rabia y desesperación, con ese báculo rebosante de magia, podrías llegar a hacerme daño. Pero... ¿te llevarás al dragón por delante?
Victoria no respondió. Seguía con los ojos fijos en Jack, con el rostro impenetrable. Sin embargo, el brillo de su mirada delataba la angustia que sentía.
—Vamos... Victoria —pudo decir Jack—. Atácale...
Su última palabra terminó en un grito de agonía. Ashran había clavado los dedos en su carne, transmitiéndole una magia brutal que, de nuevo, pareció quemarlo por dentro.
—No recuerdo haber pedido tu opinión —dijo el Nigromante con indiferencia.
Tiró de él y lo levantó como si fuera tan ligero como una pluma. Las palabras salieron de los labios de Victoria sin que ella pudiera detenerlas:
—No le hagas daño.
Ashran se volvió para mirarla.
—Si intentas algo, mataré a tu dragón antes de que logres toarme. Y aun en el caso de que lo consiguieras... Zeshak aplastaría a Kirtash como a un insecto antes de que tuvierais tiempo de reaccionar.
Victoria se volvió lentamente hacia la enorme serpiente, que aún aprisionaba a Christian entre sus anillos. Como respondiendo a una orden silenciosa, Zeshak oprimió a Christian un poco más. El joven apretó los dientes, esforzándose por no gritar de dolor. Pero Victoria vio su gesto crispado, el sufrimiento que brillaba en sus ojos de hielo.
—No le hagas daño —dijo, y era una petición, pero también una amenaza.
Cerró los ojos un instante y respiró hondo.
—¿Qué quieres que haga? Si me rindo y dejo el báculo en el suelo los matarás igualmente, ¿verdad?
—Tal vez sí, o tal vez no. Los Seis os protegen, Victoria, y eso, aunque vosotros no lo sepáis, os convierte en tres elementos muy difíciles de matar. Podría acabar con la vida de este dragón y de este shek con suma facilidad. Pero... ¿qué harías tú entonces? No descansarías hasta acabar conmigo, y terminarías por conseguirlo. No, Victoria. He aprendido que, si es cierto que vosotros tenéis poder para destruirme, sólo en vosotros mismos está la clave para vuestra propia destrucción. Al principio pensé que vuestro punto débil era el odio que los dos chicos sentían el uno por el otro. Y me aproveché de ello... pero cuando el dragón regresó, me di cuenta de que había en vosotros algo aún más poderoso que el odio... Y ese punto fuerte era también vuestro punto débil.
»¿Sabes para qué has venido aquí esta noche, Victoria? Has venido para tomar una decisión. Has venido para elegir.
Cuando los sheks atacaron la Fortaleza, los rebeldes los estaban esperando. Había arponeros, arqueros y ballesteros en las almenas, sobre las murallas y las torres, y recibieron a sus atacantes con una lluvia de dardos de fuego. En el patio se alineaban los artefactos de guerra diseñados por Rown, Tanawe y Qaydar.
Habían dispuesto las catapultas de cara a los muros, y las dispararían en cuanto las tropas de a pie invadieran la explanada. Se trataba de las catapultas mejoradas de Qaydar, que disparaban proyectiles de energía mágica y, sin embargo, no servían con los sheks. Por eso habían fabricado un nuevo tipo de máquina de guerra que lanzaba los proyectiles en vertical, hacia arriba. Por supuesto, era necesaria la intervención de la magia para que no les cayeran encima después. Lo habían probado ya varias veces, y funcionaba: las máquinas, que Rown llamaba «Lanzadoras», disparaban hacia las alturas proyectiles inflamables; inmediatamente después, un mago arrojaba su magia contra ellos, y los hacía estallar en el cielo. Nunca se había visto nada parecido en Idhún, y por eso las Lanzadoras cogieron a los sheks por sorpresa.
Junto con las Lanzadoras, los rebeldes disponían también de otro tipo de artefactos semejantes, que llamaban Lanzarredes, y que disparaban al cielo enormes redes fabricadas con los hilos pegajosos que habían suministrado las hadas del bosque de Awa.
Y, por supuesto, estaban los dragones.
Aparte de Fagnor y el dragón dorado, los rebeldes contaban con nueve dragones más. Todos ellos eran Escupefuegos, puesto que Qaydar había hallado por fin el modo de hacerlos inmunes a las llamas, y todos ellos estaban pilotados. Muchos de los pilotos habían aprendido hacía muy poco tiempo a manejar un dragón. Kimara era la adquisición más reciente; Tanawe se había negado al principio a dejarla pilotar, y mucho menos el dragón dorado.
—Eres una maga, Kimara —le espetó—. Tu vida es demasiado valiosa como para que la arriesgues a bordo de un dragón.
—Sólo soy una aprendiza —había protestado ella—. Aquí no sirvo de nada, no sé usar mi poder todavía para luchar contra los sheks. Pero Kestra me ha enseñado a pilotar dragones.
—Por el amor de Irial, si sólo llevas tres días pilotando —se impacientó Tanawe—. ¿Cómo pretendes que crea que estás preparada, y mucho menos para llevar el dragón dorado?
Kimara no había discutido. Sin embargo, el día anterior, durante el juicio de Alexander, se las había arreglado para llegar hasta el dragón dorado y elevarlo en el aire con el fin de que todos pudieran ver que Yandrak había regresado.
Con ello había salvado la vida de Alexander. Kimara no conocía tan bien al joven príncipe como para apreciarlo de veras, pero sabía que había sido un buen amigo de Jack, y eso le bastaba. Por supuesto, después había recibido una buena reprimenda por parte de los líderes de los Nuevos Dragones, pero incluso ellos tenían que reconocer que su acción había devuelto la esperanza a la gente de Nurgon.