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Authors: Laura Gallego García

Tríada (96 page)

BOOK: Tríada
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La Puerta a Idhún podía abrirse de nuevo. Sin ninguna razón aparente, alguien la había desbloqueado. Ambos cruzaron una mirada.

—Es una trampa —dijo Christian.

—Me da igual —replicó Jack.

No tardaron ni dos minutos en dejar atrás Limbhad y regresar a Idhún, en busca de Victoria, deseando llegar a tiempo... porque, si no lo hacían, el sacrificio de ella habría sido en vano.

13
El cielo en llamas

Alexander avanzaba por la espesura en una dirección muy concreta. El bosque se oscurecía por momentos, pero él no necesitaba ver para encontrar la dirección correcta. Sus sentidos estaban cada vez más desarrollados, y ellos lo llevaban, sin posibilidad de error, hacia su objetivo.

No tardó en encontrarlo, y se acercó a él dando grandes zancadas, saltando por encima de los matorrales de bayas.

Fagnor se había estrellado allí mismo. Había quedado enredado en las ramas de un gran árbol, pero éstas se habían quebrado bajo su peso, o tal vez había sido Kestra, tratando de salir, quien lo había hecho precipitarse contra el suelo.

Y allí estaba el dragón, hecho un amasijo de astillas, hundido entre las raíces del árbol sobre el que había caído. Su magia se había desvanecido, y ahora ya no tenía aspecto de dragón, sino que se veía claramente que no era más que un artefacto, una ilusión.

Alexander detectó a Kestra, intentando salir por la escotilla. Parecía atrapada. Corrió junto a ella.

La joven se volvió hacia él.

—¡No te acerques más! —le dijo, cuando Alexander ya trepaba por el ala para aproximarse.

Alexander se detuvo.

—¿No quieres que te ayude a salir?

—Sé salir yo sola, gracias.

Se impulsó con los brazos, intentando desatascarse, pero no pudo reprimir un grito de dolor.

—¿Tienes algo roto?

—Creo que... una pierna... o las dos. ¡No te acerques! —repitió, al ver que él tenía intención de seguir avanzando.

—Tengo que sacarte de ahí —gruñó Alexander, y trepó hasta llegar ,junto a ella.

Kestra lo miró con desconfianza y una pizca de odio latiendo en sus ojos oscuros. Alexander hizo como que no se daba cuenta, y echó un vistazo a la situación.

Era peor de lo que había imaginado.

Por dentro, Fagnor estaba hecho pedazos, y las astillas de madera habían destrozado el cuerpo de Kestra. Efectivamente, parecía que el golpe le había quebrado las piernas; pero, aunque no fuera así, de todas formas le habría sido imposible salir del dragón por sí misma, porque una enorme astilla se le había clavado en el vientre, atravesándola de parte a parte.

—Por todos los dioses —murmuró Alexander—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No lo había visto —dijo ella, pero le temblaba la voz; Alexander entendió que sí lo había visto, pero simplemente no había querido verlo.

—Voy a buscar ayuda.

—¡No! —lo detuvo ella—. No... no me dejes sola.

De pronto parecía una niña asustada. Todo su aplomo y de terminación se habían esfumado.

—No te preocupes —la tranquilizó Alexander.

Echó la cabeza atrás y dejó escapar un prolongado aullido.

Se volvió entonces hacia Kestra, que lo miraba con los ojos muy abiertos.

—Esto alertará a Shail y a los feéricos. Sabrán dónde encontrarnos. Claro que también puede que atraiga a los szish, pero no tengo ningún inconveniente en recibirlos —gruñó, enseñando los dientes.

—Tú conociste a mi hermana, ¿verdad? —dijo ella inesperadamente.

—No hables, Kestra. Tienes que...

—¡Dímelo! Necesito saberlo. Alexander la miró, muy serio.

—Si eres quien me han dicho que eres, me parece que sí. Ella desvió la mirada.

—¿Qué importa mi nombre? —dijo con esfuerzo.

—Importa. Si eres Reesa de Shia, y tu hermana era la princesa heredera Alae, puede que coincidiéramos en la Academia. Aunque, para hacer honor a la verdad, apenas la recuerdo.

Ella tembló al escuchar aquellos nombres, que le traían tantos recuerdos del pasado.

—Eso fue hace mucho tiempo —murmuró—. Antes de que sheks destruyeran mi tierra y mataran a mi familia. Antes de que nos capturaran los szish.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—No recuerdo. Estuvimos varios años con el maestro Covan en las montañas, aprendiendo a luchar, a defendernos. Nos ocultábamos en los senderos, entre los riscos, en las cavernas. Éramos dos chicas shianas sin más, como tantas otras, gente sin hogar y sin ningún lugar a donde ir. Pero entonces, hace cuatro años...

—No sigas, Kestra. Reserva fuerzas.

—Hace cuatro años —repitió ella, haciendo un esfuerzo— nos capturaron los szish en las montañas. Nos reconocieron: éramos las hijas del rey rebelde. Nos llevaron ante Ashran para interrogarnos.

»Estuvimos presas mucho tiempo... mucho tiempo... en la Torre de Drackwen. A pesar de todo, Alae nunca perdió la esperanza. En nuestra celda había una ventana, demasiado estrecha para escapar por ahí, pero lo bastante ancha como para ver un pedazo de cielo. Y Alae... Alae se pasaba las horas muertas, mirando por la ventana, soñando con el dragón de la profecía, que vendría a rescatarnos. —Clavó en él sus ojos cansados—. Pero el dragón nunca vino. Igual que no ha venido hoy en la batalla, ¿verdad?

Alexander no supo qué responder.

—Se llevaron a mi hermana —continuó Kestra—. Tardé mucho tiempo en volver a verla. Llegué a pensar que estaba muerta. Pero entonces, un día... vinieron a buscarme a mí. Iban a trasladarnos a otro sitio, un castillo en otra parte, porque a Ashran le estorbábamos en Drackwen. Fue entonces cuando vi a Alae por última vez. No era... no era ella.

Alexander sintió como si una garra helada le oprimiese el corazón.

—¿Quién era, pues?

—Las lunas estaban llenas —dijo ella, como si no lo hubiera oído—. Las tres. Como esta noche. A Alae... la tenían encadenada. Eran necesarias varias personas para controlarla, incluyendo uno de los magos de Ashran. Se había vuelto loca. Y se había vuelto... diferente. Parecía una enorme bestia, gruñía y chillaba, y tenía colmillos, y garras, y una larga cola, y le había crecido pelo por todo el cuerpo, pelo a rayas, ¿sabes? Pero yo supe que era ella, porque me miró... Cerró los ojos un momento. Alexander la abrazó, con cuidado, y Kestra apoyó la cabeza en su pecho.

—Me miró y pareció enloquecer de nuevo. Y entonces ya nada pudo controlarla.

Se abalanzó sobre mí...

Sus últimas palabras fueron apenas susurros. Le contó a Alexander cómo sólo la intervención de la gente de Ashran había evitado que su propia hermana la hiciese pedazos; cómo había escapado de la Torre de Drackwen, aprovechando el caos que Alae había creado. Con una híbrida furiosa descontrolada, nadie se iba a preocupar de la fuga de una adolescente delgaducha...

Alexander cerró los ojos, agotado.

—La conociste, ¿verdad? —preguntó Kestra por fin—. Porque ella era como tú.

Le hicieron lo mismo que a ti.

—Sí —asintió Alexander con gravedad—. La conocí.

—¿Y sigue...?

—No, Kestra. Murió hace dos años.

La joven asintió, como si se esperara esa respuesta.

—¿Y el mago que le hizo eso...?

—También está muerto. Tu hermana ya puede descansar en paz.

Kestra dejó escapar un suave suspiro.

Alexander no le dijo que Elrion, el mago que los había fusionado a ambos con los espíritus de sendas bestias, había muerto a manos de Kirtash... el mismo que había matado a la propia Alae, la mujer-tigre, momentos antes, cuando trataba de escapar.

—Intentó matarme —musitó ella; su voz era cada vez más débil—. Mi propia hermana. Sólo porque las lunas la volvieron loca. Y a ti... te ocurrirá lo mismo. A cada instante que pasa te vuelves menos humano, aunque aún no te des cuenta. Mientras hablamos... la bestia que hay en ti se libera de sus cadenas. Si para entonces no he muerto, me matarás.

—No digas eso. Tú eres fuerte, Kestra, muy fuerte. Resistirás.

—No soy tan fuerte —suspiró la joven—. Yo... pensaba que lo era. Pensaba que no estaba hecha para esperar, simplemente, como hacía Alae. Yo sabía que el dragón no vendría, así que... cuando conocí a Denyal y a Tanawe y los demás, decidí que, sería el dragón.

O uno de ellos. Y cada vez que volaba con Fagnor... pensaba... pensaba en Alae, y que si seguía viva en algún lugar... tal vez me viera volar y recuperara la esperanza...

Kestra no pudo seguir hablando. Alexander quiso abrazarla con más fuerza, pero no se atrevió, por miedo a hacerle daño. La mancha oscura que destacaba sobre su vientre seguía extendiéndose, y el joven aulló de nuevo, llamando a la ayuda que no llegaba. Sintió que Kestra se estremecía entre sus brazos.

—Vas a matarme, ¿verdad? —susurró.

—Claro que no —gruñó él.

Pero en su interior empezaba a latir una sensación que, por desgracia, conocía muy bien: el ansia de caza, de carne. La reprimió.

—Lo siento por Fagnor —musitó ella—. Ya nadie va a hacer1o volar.

Alexander no respondió.

Se quedaron un rato así, en silencio, hasta que Alexander dijo:

—¿Sabes? Lo cierto es que al final el dragón sí fue a rescatar a Alae. Fue Jack quien abrió la puerta de su prisión... de nuestra prisión. Puede que ella no lo reconociera, porque entonces no era más que un chico humano oculto bajo un hechizo ilusorio que lo hacía parecer un szish... pero era un dragón, y fue él... quien abrió la puerta. Escapamos juntos y...

Se interrumpió. Nada más salir de aquella celda, Alae, la mujer-tigre, la antigua princesa de Shia, se había topado con el gélido filo de Haiass. Se preguntó si debía contárselo a Kestra. Se dio cuenta entonces de que ella no decía nada, de que ya no se movía. Se separó un poco y la miró a los ojos, pero aquellos ojos ya no le devolvieron la mirada. El corazón de Kestra había dejado de latir.

Alexander apretó los dientes, con rabia, y después echó 1acabeza atrás y aulló, aulló por Reesa, princesa de Shia, la mejor piloto de dragones, y la más valiente.

Christian y Jack aparecieron de nuevo en la sala donde Ashran había obligado a Victoria a elegir entre los dos. Pero ni la muchacha ni el Nigromante se hallaban allí.

Era Zeshak quien los esperaba. Zeshak, el rey de los sheks, más enorme y mortífero que nunca, con las alas desplegadas al máximo, casi rozando el techo, las fauces abiertas y los ojos rezumando un odio tan antiguo como irrevocable. Ignorando a Christian, centró su mirada en Jack; y éste comprendió que el shek había abierto la Puerta porque no soportaba la idea de dejar escapar al último dragón, porque ansiaba pelear contra él y matarlo... porque había sucumbido al odio que corría por sus venas, y aquélla era la única forma que tenía de saciarlo.

Jack esbozó una sonrisa sardónica.

—Gracias por traernos de vuelta, Zeshak —lo saludó.

El shek no respondió. Con un chillido de ira, se lanzó hacia él, rápido como el rayo.

Jack saltó hacia un lado y rodó por el suelo, hacia el lugar donde había quedado abandonada Domivat, la espada de fuego. En cuanto pudo sostenerla, se sintió mucho mejor. La blandió ante el shek, vio reflejado su llameante filo en los ojos irisados de la criatura. Los dos se estudiaron mutuamente, con cautela. Jack entrecerró los ojos, como Sheziss le había enseñado, para evitar así que el shek penetrara en su mente.

Sentía que el dragón bramaba en su interior, que ya era libre para dejarle el control de su cuerpo y transformarse, si así lo deseaba. El odio se había despertado, burbujeante, como un volcán a punto de entrar en erupción.

«¡No te entretengas! —dijo la voz de Christian en su mente—. ¡Tenemos que rescatar a Victoria!»

Jack vio, por el rabillo del ojo, el suave brillo helado de Haiass. Le costó centrarse en la situación y olvidar que tenía un shek delante, un shek al que debía matar.

Empezó a retroceder, poco a poco, sin dejar de interponer a Domivat entre Zeshak y él.

El shek no se lo permitió. Con un siseo enfurecido, se arrojó sobre él, sin importarle ya la espada de fuego. Jack intentó rechazarlo.

Con un suspiro exasperado, Christian dejó a Haiass a un lado; sospechaba que una espada de hielo no le haría ningún daño a un shek. De modo que inició su propia metamorfosis, y atacó a Zeshak por detrás. El señor de los sheks se volvió hacia él, enfurecido.

Perplejo, Jack vio cómo se enfrentaban, abriendo las alas y dedicándose siseos de advertencia. «Christian, es tu padre», pensó, pero no lo dijo en voz alta. De todas formas, Christian estaba demasiado ocupado como para mantener contacto telepático con él, de forma que no lo captó.

Jack decidió transformarse él también, pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque la puerta que llevaba a la terraza seguía abierta de par en par, y por ella se coló, de pronto, un relámpago oscuro, veloz como una flecha plateada hendiendo la penumbra, y cayó por sorpresa sobre Zeshak, con un chillido de ira.

Jack dio un par de pasos atrás; también Christian retrocedió, sorprendido, haciendo ondular su largo cuerpo de serpiente. Contempló unos instantes cómo Zeshak se enzarzaba en una pelea sin cuartel contra una hembra shek en cuyos ojos brillaba un odio no tan ancestral como el que profesaban a los dragones, pero sí igual de poderoso.

Se embistieron una vez más y después retrocedieron un tanto para estudiar a su rival.

—¡Sheziss! —murmuró Jack, desconcertado.

¿Cómo había llegado ella hasta allí?

«Lárgate, niño —oyó la voz de ella en su mente—. Zeshak es mío.»

El rey de los sheks debió de contestarle algo, porque los ojos tornasolados de Sheziss relucieron nuevamente; pero era una conversación privada, y ni Jack ni Christian estaban invitados.

—Todo tuyo —murmuró Jack, sonriendo; se volvió hacia Christian y le gritó—:

¡Vámonos, Christian!

El shek volvió a la realidad y recuperó su forma humana. Jack ya corría hacia la puerta, haciendo una breve parada en el rincón donde había quedado el Báculo de Ayshel, para recogerlo. Zeshak se giró, como un rayo, y se lanzó hacia él, pero Sheziss cayó sobre la serpiente alada, silbando furiosamente, y Zeshak no tuvo más remedio que defenderse.

Ya en la puerta, Christian se volvió una vez más para contemplar a los dos sheks que trataban de matarse el uno al otro. Había algo en ellos que lo sobrecogía y lo atraía al mismo tiempo. En aquel momento, la hembra hizo retroceder a Zeshak hasta la terraza, y después se detuvo a mirarlo.

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