Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (22 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Los árabes, en general, no sentían demasiado respeto por los guerreros occidentales. A menudo llevaban armaduras demasiado pesadas, eran pésimos jinetes y soportaban mal tanto el calor como la abstinencia. Pero había un tipo de caballeros europeos ante los que se cedía a menos que uno se hallase en la superioridad de diez contra uno. Tal vez incluso entonces, ya que la lucha sería muy costosa. Los templarios no se rendían jamás. Y a diferencia de los demás caballeros, un tanto más débiles en la fe, no temían la muerte. Tenían la firme convicción de que su guerra era sagrada, y de que en el mismo momento de morir en la guerra, entrarían en el paraíso. A esto cabía añadir que su vida ascética y las severas reglas monacales no sólo prohibían todo saqueo y regodeo en la dulzura de la victoria, lo cual reducía regular y rápidamente la calidad de un ejército victorioso. Sus reglas también ordenaban que todo el tiempo que no se dedicaba a la guerra o a la oración sería dedicado a entrenamiento y mejora de la formación militar, tanto de los nuevos reclutas como de los veteranos.

Los caballeros de la capa blanca con la cruz roja y los escudos blancos con la misma cruz roja eran ahora la única esperanza del reino de Jerusalén.

El día en que la voz de Arn estuvo tan deteriorada que ya no podía cantar y que todo el mundo lo notaba, él estaba convencido de que Dios lo había castigado de una forma tan dura como incomprensible. Obviamente había cometido un gran pecado merecedor de este duro castigo. ¿Pero cómo se podía cometer un gran pecado sin que uno mismo comprendiese en qué consistía? Había obedecido, había amado a todos los hermanos, no había mentido, se había esforzado en decir la verdad durante las confesiones con el padre Henri, aun si hubiese tenido que hablar de aquello que se refiriese a mancillarse o pensamientos sucios. Sin rechistar ni hacer la más mínima trampa había cumplido las penitencias impuestas en cuanto a la mancillación por un padre Henri ciertamente cada vez más irritado. Sin embargo, había recibido el perdón de sus pecados. ¿Cómo podía entonces castigarlo Dios tan duramente?

Pidió disculpas al Señor por la osadía de plantearse siquiera la cuestión, ya que se podría interpretar como una insinuación de que el castigo de Dios fuese injusto; sin embargo, añadió que le gustaría saber en qué consistía su pecado con el fin de mejorar. Pero Dios no le contestó.

El maestro de música de Vitae Schola, el hermano Ludwig de Bêtecourt, tomó el asunto con sorprendente ligereza y consoló a Arn explicando que esto formaba parte de la naturaleza de Dios, que todos los niños tarde o temprano perdían su soprano y empezaban a graznar como cuervos durante un tiempo. No era más raro que los niños creciesen y se hiciesen hombres, que Arn se hubiese hecho más alto y más fuerte. Pero Arn no se consoló del todo cuando el hermano Ludwig no pudo acabar de garantizar que la voz de Arn serviría de nuevo para el canto tras la
metamorfosis
, aunque en un tono más bajo.

El canto había sido su trabajo más importante en Vitae Schola, ya que gracias a sus cantos en las misas sentía que hacía algo bueno, que realmente su trabajo también significaba algo. Cierto era que había servido para algo bueno cuando construyeron la torre de la iglesia, entonces había sido como con el canto, él hacía algo que los demás no podían. En todo lo demás era un niño pequeño que debía aprender de los demás. O, si no, se trataba de otro tipo de trabajo que a él le parecía una alegría bien para el alma bien para el cuerpo, tal como los libros o los caballos o los ejercicios del hermano Guilbert, pero trabajos más de provecho para él mismo que para los hermanos. Y puesto que amaba a los hermanos tal y como dictaban las reglas, quería poder devolverles los favores para ser digno de su amor. El canto había sido su herramienta más importante, por lo menos a su juicio.

No poder ya cantar, pese a que el canto se encontraba dentro de su cabeza y que acertaba cada tono antes de que su boca lo soltase incorrectamente, era como perder el equilibrio de pronto y ya no poder andar ni correr ni montar. El hermano Ludwig le había dicho que su presencia en las misas ya no era necesaria y lo tomó como un duro castigo por su fracaso.

El padre Henri sentía cierta impaciencia ante el hecho de que lo obvio fuese de tan difícil comprensión para el niño. Por lo visto no le bastaba, como había pensado al principio, con explicar que el cambio de voz era algo sufrido por todos y le sorprendía que ni siquiera el hecho sencillo y a su parecer fácilmente observable entrara en la razón de Arn; los hombres sonaban diferentes de los niños. Lo preocupante era que posiblemente las inútiles preocupaciones de Arn en realidad expresaban otra cosa: una gran soledad. Si hubiese crecido con otros niños, dentro o fuera de los muros, tal vez se vería a sí mismo con más claridad, tal y como era, un niño y quizá también un futuro hermano, pero todavía no.

La razón por la que se había dejado de recibir oblatos en la orden cisterciense era más teológica que práctica y económica. Los niños que creciesen dentro de los muros monásticos serían, ésa era la idea, desposeídos de su libertad individual e intelectual y no servirían de otra cosa que de hermanos como hombres mayores.

El padre Henri recordaba muy bien haber discutido este problema con su colega el padre Stéphan justo cuando la madre de Arn llegaba a Varnhem para, como ella decía, «regalar su hijo a Dios» para escuchar Su petición y posiblemente para hacer penitencia por sus propios pecados. Ya habían previsto el problema y lo habían hablado. Habían llegado a la conclusión de que Arn sería educado suavemente para que en el futuro pudiese recibir la posible vocación de Dios con una mente libre e inquebrantable.

Lo ocurrido ahora, el hecho de que Arn no pudiese aceptar la idea de que la muda de voz se produce en algún momento entre el nacimiento y la muerte, y con la misma naturalidad, era una señal de advertencia. Por una parte, el niño era, en comparación con el bajo mundo de las afueras de los muros, más educado que ningún hombre adulto, por lo menos aquí arriba en el bárbaro Norte; es decir, evidentemente aquí arriba. Probablemente manejase, además, las armas mejor que nadie allí fuera.

Por otra parte era totalmente inocente por lo que se refería al bajo mundo. Ni tan siquiera podría sentarse a la mesa de sus compatriotas sin sentir asco, no podría permanecer allí fuera un solo día sin encontrarse con gente mentirosa, ya que la mayoría de los pecados capitales, probablemente interpretados por Arn como una especie de ejemplos moralistas teóricos con fines de escarmiento, eran practicados por todos y cada uno de los de allí fuera.

Seguramente, Arn ni siquiera comprendía lo que era la soberbia, a no ser que buscase ejemplos en las Sagradas Escrituras. La gula ni se la podría imaginar, tampoco lo que era la avaricia, y la ira sólo la conocería como la ira de Dios, lo que le complicaría bastante el concepto de pecado. La envidia era, por lo que consideraba el padre Henri, algo totalmente extraño para Arn, quien solamente sentía admiración por los hermanos que sabían más que él y un agradecimiento enorme por poder aprender. Y la apatía, ¿cuán lejano no sería ese concepto para un niño que siempre saltaba de ilusión por continuar con el próximo trabajo o rato de estudio?

Posiblemente restara la lujuria, aunque Arn parecía tener un concepto algo exagerado sobre los pecados que cometen los niños pequeños en cuanto a automancillación, tanto como inmunidad contra los reproches por ello. El padre Henri recordaba con cierta ironía cómo Arn en sus ratos de arrepentimiento había asociado la muda de voz, es decir «el castigo de Dios», con aquellos tremendos pecados. Éstos, en su caso, eran un tanto repetitivos, y de qué manera había rogado poder mantener su voz a cambio de mucha penitencia y a la vez que se le quitasen los picores que le dificultaban tanto desistir del pecado.

El padre Henri, como siempre algo entretenido tras su severa máscara, había hablado algo más rápido que su pensamiento y, de pronto, y para su propio asombro, se había burlado del problema asegurando que existía un sencillo método para asegurar la voz soprano y a la vez quitar esos picores, pero que aquel remedio no era recomendable.

Arn no había comprendido a qué aludía, así que allí estaba el padre Henri, molesto por su propia falta de reflexión, intentando explicar que de hecho y por muchas razones no se castraba a los niños en los monasterios, a pesar de que cantasen maravillosamente. Y que por tanto y finalmente, eso de la muda de voz no era un pecado sino la propia naturaleza establecida por Dios.

Sin embargo, el padre Henri estaba convencido de que Dios realmente tenía una determinada intención con el joven Arn. Y que hasta que Dios no hiciese evidente su intención, era la obligación del padre Henri preparar a Arn para la vocación futura. Había intentado hacerlo lo mejor que había podido, sinceramente podía decirlo sin ufanarse, pero quizá ahora resultase ser insuficiente de todos modos. Tarde o temprano Arn tendría que aprender cómo era en realidad el mundo menos precioso de Dios, aquel de allí afuera extramuros. De otro modo seguiría siendo inocente como un niño también cuando se hubiese convertido en hombre y un hombre así sería, en más de una ocasión, un hombre insensato. Y ésa no podía ser la voluntad de Dios.

Cuando las tormentas otoñales caían sobre la costa oeste de Jutlandia, era tiempo de cosecha. Cosechar barcos naufragados, por cierto, era algo que los hombres de los pueblos pescadores a lo largo de la costa arenosa contaban como su derecho ancestral, pero ahora el rey Valdemar había prohibido recoger mercancía a todo el mundo, excepto a los monjes de Vitskøl. El rey se había dado cuenta de que con esta decisión mataba varios pájaros de un flechazo. Cosechar barcos naufragados no era una ocupación sin riesgo, porque aquel que pensaba haber encontrado una buena ganga fácilmente podía encontrarse con otro, que llegaba un poco más tarde, y que opinaba que bien podrían compartir el hallazgo. O podía llevar a que ganaderos y pescadores se matasen entre ellos y echaran a perder la riqueza ofrecida por los dioses del mar.

Pero ahora que los monjes habían recibido esta cosecha de naufragios como privilegio propio bajo sello real, irían mejor las cosas, y quienes tenían como oficio cosechar pescado se dedicarían solamente a ello en beneficio de todos. Pues los monjes tenían más conocimiento que todos los demás como para saber qué se cosechaba y hacer que todo se aprovechase. Así, los regalos del mar se usarían de mejor manera. Era mucho más sabio que los monjes salvasen la mercancía y la restaurasen y luego la vendiesen a hombres menos sabios, que no que algunos hombres ignorantes echasen a perder mucho de lo bueno. Podía resultar una innovación real sabia.

Pero no todas las personas a lo largo de la cosía encontraron justo y correcto abandonar sin más las costumbres aplicadas desde tiempos ancestrales.

Hubo quienes dijeron que los monjes pasaban como una de las plagas de langosta de Egipto por todos los barcos naufragados que encontraban y no dejaban en el lugar ni la cosa más pequeña perceptible por el ojo. Había parte de verdad en tal afirmación, pero también envidia. Pues la mayoría de las veces los monjes de Vitskol no tenían por qué apresurarse en su trabajo, más que la prisa que les pudiesen imprimir las fuerzas climáticas. Podían trabajar tranquila y metódicamente a la luz del día, pero también podían, a diferencia de los demás de las costas, sacar provecho de todo lo que encontraban y no solamente buscar en una mercancía naufragada aquello que les pareciese más caro y más fácil de transportar. Los monjes llevaban todo lo que encontraban a su Vitae Schola, la madera quebrada para leña, las tablazones y mástiles como material de construcción para sus propios barcos, la lana para sus hilanderías, las semillas para sus campos, o el centeno y el trigo para su venta, las pieles y los cueros para los talleres, el hierro en barras para las herrerías, todo el aparejo para los andamios de la construcción, las joyas y los tesoros para Roma… Para todo encontraban una utilidad. Pero también hacían algo que la vieja población cosechera de barcos naufragados de la costa nunca hubiese hecho: a todos los muertos que encontraban les daban un entierro cristiano.

Un viaje semejante de cosecha desde Vitskol podía tardar unos diez días. Se transportaba casi todo en pesados carros de bueyes y la gran carga hacía la vuelta el doble de lenta.

El hermano Guilbert siempre participaba en estas caravanas, no sólo por su enorme fuerza, que podía ser de utilidad, sino también porque junto con Arn podían cabalgar largos trechos a lo largo de las playas en un tiempo mínimo. Cuando las caravanas de Vitae Schola llegaban a las arenosas playas de la costa, se acampaba y luego Arn y el hermano Guilbert cabalgaban cada uno en una dirección para enterarse de hacia dónde se debía proseguir. Naturalmente, el hermano Guy le Bretón siempre estaba presente, ya que nadie de Vitae Schola sabía tanto como él sobre el mar, sus peligros, sus frutos y su clima. Aparte de esto, los hermanos hacían turnos, siguiendo un programa elaborado por el padre Henri. Casi todos los hermanos estaban ansiosos por participar en estas caravanas hacia el mar, ya que era un trabajo totalmente diferente y el mar era hermoso de contemplar; además, excitante ver lo que Dios, con una mano, había quitado a unos marineros para, con la otra mano, dar a sus más fieles del huerto.

Arn agradecía por partida doble que lo dejasen participar. Podía cabalgar a lo largo de las infinitas playas arenosas tan rápido como quisiese encima de
Chamsiin
, preferiblemente justo por donde rompían las olas, donde la arena estaba mojada, pero dura y lisa, y donde
Chamsiin
tenía un buen firme y una clara vista como para volar en una línea tan recta que al ligero jinete le daba la sensación de no estar montando de forma normal, sino como avanzando en sueños, ya que los pasos del galope del caballo eran tan alargados que los movimientos de la silla hacia arriba y hacia abajo casi desaparecían. Así que Arn podía hacer lo que más le gustaba, pero a la vez era un importante trabajo el que realizaba para sus hermanos y en ese sentido era como el canto, en aquel tiempo en que pudo hacerlo.

Una vez, durante el segundo año de Arn como jinete informador en la cosecha de barcos naufragados, ocurrió algo tremendo. De camino a casa por el bosque de pinos ralo, a un cuarto de legua desde el mar, la caravana fue atacada por unos bandoleros borrachos. Tal vez no fuesen bandoleros, sino más bien raqueros desilusionados que se habían emborrachado en alguno de los pueblos cercanos, bebiendo demasiada cerveza, excitándose por el hecho de que unos gordos monjes robasen lo que por justicia pertenecía a la gente del mar. Pero iban armados con algunas lanzas y espadas y uno de ellos, el que estaba montado encima de un pequeño y gordo caballo nórdico, blandía amenazadoramente una antigua hacha.

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