Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (17 page)

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Pero el padre Henri no le recriminó y parecía estar de muy buen humor, como absorto, con una sonrisa de satisfacción, y se limitó a acariciar la cabeza rasurada del niño durante un rato antes de decir nada.

Arn, que se había acomodado a su lado en el banco de piedra, vio la
Glossa Ordinaria
abierto ante el padre Henri, y aunque estaba demasiado lejos para poder ver el texto, bien podía adivinar por dónde estaba abierto el libro.

—Bien —dijo el padre Henri después de un rato, al dejar su mundo de pensamientos casi a desgana—. Si empezásemos con el texto que vas a cantar hacia el final de la misa de bendición… ¿Cómo se debe entender?… Bueno, ¡cántame las primeras estrofas!

El Señor es mi pastor, nada me falta.

Me hace descansar en verdes pastos, me guía a arroyos de tranquilas aguas,

reconforta mi alma, y me lleva por caminos rectos, haciendo honor a Su nombre.

Cantaba obedientemente Arn con su soprano tan nítido que los hermanos del jardín se levantaron de su trabajo agachado, reposaron en sus herramientas y escucharon con dulces sonrisas. Todos adoraban el canto del niño.

—Excelente, excelente, paramos ahí —dijo el padre Henri—, Y ahora vamos a comprender este texto. ¿Lo interpretaremos moral o literalmente? No, naturalmente que no, sino ¿cómo?

—Obviamente es un texto alegórico —dijo Arn, respirando profundamente, necesitaba más aire, ya que había cantado mientras todavía le faltaba un poco el aliento.

—¿Querrás decir, hijo mío, que en realidad no somos ovejas? Bien, es evidente, pero ¿por qué esa metáfora?

—Es obvia, es fácil de entender —meditó Arn con una pequeña arruga en la frente—. Todos hemos visto ovejas y pastores, e igual que las ovejas necesitan su pastor para protegerlas y cuidarlas, nosotros necesitamos a Dios, aunque nosotros seamos hombres y no ovejas, es como si Dios fuese nuestro pastor.

—Hum —dijo el padre Henri—, Hasta aquí no era difícil. Pero ¿qué significa entonces «reconforta mi alma, y me lleva por caminos rectos»? ¿Acaso tienen alma las ovejas?

—No —dijo Arn pensativamente. Intuía una de las muchas trampas lógicas del padre Henri pero ya había dicho que el texto se debía interpretar alegóricamente—. Dado que la alegoría es obvia desde el principio… eso de las ovejas que nos representan a nosotros, pues… el texto que sigue debe interpretarse literalmente. El Señor realmente reconforta nuestras almas.

—Sí, debe de ser así —murmuraba el padre Henri, sonriendo astutamente como solía hacer cuando tendía una trampa lógica—. Pero ¿qué pasa con la continuación: «me lleva por caminos rectos»? ¿De qué caminos se trata? ¿Significado literal o alegórico?

—No lo sé —dijo Arn—. ¿No podrían ser ambos?

—¿Ah, sí? ¿Un texto que podría interpretarse tanto literal como alegóricamente? Ahora tendrás que explicarte, hijo mío.

—En la línea anterior se dice que Dios reconforta nuestras almas, por tanto se trata literalmente de nosotros y no de unas ovejas —empezó Arn para ganar un poco de tiempo mientras pensaba tan agudamente como podía—. Pero naturalmente Dios nos puede llevar por caminos rectos de manera literal, caminos en la tierra, caminos visibles, caminos en los que andan los caballos y los carros de bueyes y las personas. Si Él quiere, Él puede guiarnos por el camino a Roma, ¿por ejemplo?

—Hum —dijo el padre Henri con el semblante severo—. ¿No se te habrá escapado que esto de los caminos por aquí y por allá pertenece a las metáforas más comunes de las Sagradas Escrituras? Si los caminos del Señor son inescrutables, no significará eso unos caminos de ganado en la niebla, ¿verdad?

—Claro que no, los caminos rectos se refieren a todo lo que sea apartarse del pecado, el camino a la salvación, etcétera. Es decir, de forma alegórica.

—Bien. ¿Dónde estábamos? ¿Cómo es el siguiente verso? No, no hace falta que lo cantes, porque harás que se relajen los hermanos del jardín. ¿Bien?

—«Aunque pase por valle sombreado por la muerte, no temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo» —recitó Arn rápidamente—. El significado debe de ser general, creo. Si me encuentro en grandes dificultades, si estoy cerca de la muerte, como arriba en la torre con la argamasa, por ejemplo, no temo peligro alguno porque Dios está conmigo. Las palabras «sombreado por la muerte» deben de ser alegóricas, literalmente la muerte no puede hacer sombra en ningún lugar y no existe ningún valle en particular donde yo pudiese caminar bajo esta sombra. Y aunque fuese posible… es decir, teóricamente, no sería solamente en aquel lugar donde podría sentir confianza. Ni en el valle más oscuro, es decir, en los ratos oscuros, ni en pena ni en peligro, debo desesperar. Más o menos es así, ¿no?

El día que a Arn le quedó pequeño su viejo arco, se le acabó por el momento aquella diversión, que en el caso de Arn contaba como trabajo. Tenía su pista de entrenamiento justo delante de la herrería y podía salir corriendo de vez en cuando durante las muchas pausas naturales del trabajo para disparar mientras el hierro se enfriaba o se encendían nuevas fraguas. Sin embargo, el hermano Guilbert salió un día y vio cómo el niño, sin dudar pero también sin demostrar demasiado interés por la tarea, disparaba doce flechas continuas al objetivo móvil, un montón de trapos de lino con cintas alrededor que se movía de un lado para otro colgado de una fina cuerda.

Entonces era hora de empezar de nuevo. Porque para el hermano Guilbert era tan importante que los instrumentos que ponía en las manos de Arn fuesen adaptados a su tamaño y fuerza como el hecho de que siempre practicara con total fuerza mental. Si era demasiado fácil, los ejercicios se embrutecerían y surtirían un efecto negativo; el hermano Guilbert encontraba difícil de explicar aquello incluso a hombres adultos. A Arn no le daba muchas explicaciones y tampoco hacía falta, puesto que la obediencia era una de las reglas más importantes del claustro.

Usaron tejo como material para el nuevo arco y fresno para las flechas. Porque para un arco nuevo eran necesarias también flechas nuevas, ya que todo debe estar en proporción correcta para funcionar de forma conjunta, al igual que los movimientos de la mano y la fuerza del pensamiento deben estar en equilibrio.

Tardaron mucho tiempo en fabricar el nuevo arco y sus flechas, desde la fría primavera cuando los tulipanes habían colocado extensas cintas rojas a lo largo de los caminos del claustro. Arn debía estar presente para aprender cada paso, cómo dejar secar la madera en la oscuridad y a una temperatura fresca, cómo cortar láminas de las diferentes partes del árbol, lijarlas juntas en una forma igualada, unirlas con cola de pescado y ponerlas bajo prensa, para luego volver a lijarlas. Era más fácil con las flechas, el mismo trabajo que antes, solamente que más largas. Las puntas de las flechas era una de las tareas fáciles de la herrería que Arn podía hacer completamente solo.

Cuando por fin era hora de probar las nuevas herramientas de trabajo, el hermano Guilbert, además, aumentó la distancia al objetivo de dieciocho largos pasos de hombre a veinticinco. Para Arn, los primeros días fue como empezar de nuevo. Era duro y fatigoso armar el arco nuevo y el esfuerzo influía en la dirección de las flechas de manera que a veces se equivocaba totalmente. Cuando entonces mostraba tristeza, el hermano Guilbert en seguida le recriminaba por ser perezoso y no tener fe, un pecado tan malo como el otro. Y Arn tenía que ponerse de rodillas y rezar unos cuantos
Pater Noster
ante el arco y las flechas como castigo antes de volver al ejercicio.

En esos momentos, el hermano Guilbert estaba tentado de decirle al niño lo bien que disparaba, sin duda mejor que la mayoría de los adultos y arqueros entrenados. Pero puesto que Arn nunca podía haberse comparado con otro que el hermano Guilbert, era como si sólo existiesen dos arqueros en todo el mundo. El hermano Guilbert siempre se había callado su vida anterior y la razón por la que tuvo que acabar esa vida con una penitencia eterna en un monasterio cisterciense. El padre Henri le había prohibido explicar su historia a Arn.

Hasta hace un año, el hermano Guilbert y Arn habían tenido su pequeña pista de tiro al arco a las afueras de los muros del monasterio, los que estaban acabados y los que todavía estaban en construcción, ya que algunos hermanos habían encontrado ofensivo que tal actividad se desarrollase delante de sus ojos dentro del monasterio.

Pero un día, un grupo de soldados que iban camino a casa desde la isla de Fyn, todos de buen humor ya que alguna guerra había acabado y pronto volverían a ver a sus seres queridos, habían parado delante del monasterio en el lugar donde Arn estaba practicando. Primero habían encontrado inmensamente cómico que un pequeño hermano lego con la cabeza rapada, hábito marrón y rizos bailando alrededor de las orejas sostuviese un arco en su mano. Era como una imagen imposible, algo que no podía ocurrir.

Habían soltado algunas bromas rudas, pero luego se habían quedado para observar al pequeño y quizá hacerle más bromas. El hermano Guilbert, que estaba al lado de Arn instruyéndolo, había pretendido no entender el idioma nórdico o por lo menos hacer como si no oyese los comentarios.

Pero los soldados habían callado rápidamente, puesto que lo que vieron según sus ojos era cierto, pero según el sentido común no podía ser verdad. El pequeño hermano lego estaba a dieciocho pasos de distancia y colocaba una flecha tras otra en una zona del tamaño de media palma de la mano y cuando fallaba de un dedo parecía triste y pedía perdón a su profesor y se concentraba aún más para el siguiente disparo. Los soldados se alejaron en silencio. A cierta distancia empezaron a discutir sobre algo en voz alta.

El hermano Guilbert comprendió muy bien el desconcierto de los soldados licenciados. Pues ninguno de ellos, al igual que el mismo hermano Guilbert, había visto a ningún niño con esa capacidad. Pero Arn, ni antes ni después, no había entendido nada de eso, puesto que para él sólo existían él mismo y el hermano Guilbert, y en esa comparación Arn era el peor arquero del mundo.

El padre Henri a menudo se había mostrado contrario a discutir el asunto. Él pensaba que Arn trabajaba mucho con la lectura y que era sensato, como era de esperar de un chico que aún no había alcanzado el cambio de voz, ay, aquel día, pero ni más ni menos que eso. El padre Henri no se veía como un niño prodigio de pequeño; más o menos se recordaba como ahora veía a Arn. Lo más importante en realidad era el interés con el que él mismo y Arn estudiaban, y recordaba con una sonrisa cómo él mismo de muy joven había encontrado libros no apropiados para niños pequeños y lo habían pillado in fraganti y lo habían castigado más o menos como él ahora castigaba a Arn por lo mismo. Pero lo más importante era la inspiración de leer, el interés por aprender y la constancia. Dios daba a todos un entendimiento más o menos igual y era responsabilidad de cada uno dotar aquel entendimiento de un contenido, de administrar su don.

Frente a esa lógica, el hermano Guilbert sólo ponía una sencilla objeción. En ese caso, Dios también daba a todos la habilidad de manejar un arco y una espada, excepto que algunos recibían claramente menos y otros más de ello. El hermano Guilbert afirmaba que el pequeño Arn había recibido más de ese don que ningún hombre joven o viejo que hubiese conocido.

Esta afirmación hizo reflexionar al padre Henri. Casi ningún hombre vivo había conocido a tantos otros hombres con armas en la mano como el hermano Guilbert, eso era evidente. Por otro lado, el hermano Guilbert no mentiría a su propio prior.

Sin embargo, este tema de conversación desagradaba al padre Henri y había acordado con el hermano Guilbert, es decir, le había prohibido infundir ilusiones al niño. Por eso Arn nunca entendía cuando hacía algo bueno con el arco o la espada, tan sólo entendía, o era bruscamente recriminado, cuando fallaba.

Arn aún no había utilizado una espada de verdad para sus ejercicios. Pero tampoco le hacía falta para que el hermano Guilbert viese lo que más tarde pasaría cuando el niño tuviese los brazos más fuertes y pasase de los palos de madera al acero.

En cuanto al manejo de la espada, la rapidez del ojo y del pensamiento, el equilibrio del pie y la sensibilidad en la mano, eran más importantes que la fuerza del brazo. Por lo poco que el hermano Guilbert había visto de los hombres nórdicos al manejar la espada, la técnica de estos bárbaros se basaba casi solamente en la fuerza. Sus espadas eran cortas, ya que nunca luchaban desde un caballo, curiosamente tenían la idea de que los caballos no servían para la guerra. Y puesto que se colocaban en líneas, una cerca de la otra, más o menos como los antiguos romanos y griegos hacía mil años, aunque ellos no llamaban falange a su formación, sino
fylking
, alineación en forma de cuña, la idea de la técnica era casi limitarse a golpear desde arriba en diagonal, desde la izquierda o la derecha. Puesto que todo hombre con algo similar a un escudo y un mínimo de instinto de conservación puede parar todos los golpes de este tipo sin tener que pensar ni moverse, se continuaba así hasta que una de las partes se cansaba y la otra, más o menos por error, acertaba con uno de los golpes en la cabeza del contrincante. Bajo tales circunstancias tal vez fuese natural que el más fuerte acabase ganando.

Arn recibió su primer entrenamiento, los primeros tres o cuatro años, con palos de madera envueltos en tela, con los que el hermano Guilbert introducía metódicamente el ritmo de tres compases en el niño, para que se le enganchase y se quedase en él para siempre. Un golpe alto desde la izquierda, un golpe bajo desde la derecha y luego una estocada recta hacia adelante o un nuevo golpe desde el lado. Miles y miles de veces.

Lo primero que Arn aprendió de tal manera fue el ritmo y el movimiento. Lo segundo fue contener su rabia, pues el hermano Guilbert siempre le daba en el tercer paso, todos los días durante los primeros dos años. No fue hasta el tercer año que Arn se las arregló con sus pies, sus movimientos y su ritmo, como en el canto, y a veces lograba parar el tercer y doloroso golpe.

El cuarto año, el hermano Guilbert había elaborado unas espadas de madera del peso adecuado, y las equilibraba incrustando cuidadosamente una barra de metal. Era importante que la espada de madera tuviese, en proporción a los pequeños brazos de Arn, el mismo peso en relación con su cuerpo que una espada de verdad tendría más tarde en su vida, de la misma manera que los arcos debían ser cada vez más duros, por lo que el hermano Guilbert iba probando en la fabricación antes de obtener lo adecuado.

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