Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (13 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
13.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sigrid comprendió ahora el duro recordatorio de Dios. Llevó a su marido y a Erlend a solas a un lado de la sala, hizo echar a todos los siervos domésticos y mostró su deformada cara a Erlend, que empalideció y se asustó por lo que vio. Luego ella dijo lo que debía decirse.

—Magnus, mi querido señor y esposo. Seguramente recordarás tan bien como yo lo que prometimos a san Bernardo y a Dios nuestro Señor justo en el último momento antes de que el Señor devolviese a Arn a la vida. Prometimos ofrecerle a la sagrada labor de Dios en la tierra si lo dejaba vivir. Pero luego no hemos hablado del asunto. Ahora Dios nos dice cómo percibe nuestra falsedad. Debemos arrepentimos y hacer penitencia, lo comprendes, ¿verdad?

Magnus retorció sus manos y reconoció que en realidad recordaba muy bien esa promesa, pero que de todos modos había sido una promesa pronunciada en un momento muy difícil y eso también lo debería de comprender Dios, ¿verdad?

Sigrid se dirigió ahora hacia Erlend, que debía de estar más familiarizado con lo divino que ella y Magnus. Erlend no podía hacer otra cosa que asentir. Podía decir claramente que padecía la lepra. Y ese mal no existía ni en Arnäs ni en otro lugar de Götaland Occidental, y por tanto no podía proceder de otra parte que del mismo Señor. Y la señal de que la obra más favorable a Dios de Sigrid, la donación de la tierra de Varnhem, ahora estuviese en peligro, también debía ser interpretada como un claro aviso.

Dios exigía cobrar su promesa. Y castigaba a Sigrid por su vacilación en el asunto. De otra manera no se podía interpretar lo ocurrido.

Al día siguiente pesaba la pena sobre Arnäs. En las explanadas y en el patio del fuerte no se oían ni risas ni peleas de niños jugando. Los siervos domésticos se movían sigilosos por la sala, como silenciosos duendes del bosque, y la mayoría de ellos tenían dificultades para ocultar sus lágrimas.

Magnus era indeciso respecto a cómo transmitir la dura noticia a su hijo menor. Pero mientras Sigrid preparaba el equipaje para el viaje se llevó a Arn a la torre, donde estarían completamente tranquilos. Arn, que aún no comprendía lo que le esperaba, parecía más curioso que asustado.

Magnus lo colocó en una de las almenas para poder mirar a su hijo cara a cara, pero se despistó al darse cuenta de que tal vez no era una buena elección, tal vez Arn tuviese miedo a la altura de la cual había caído hasta el reino de los muertos.

Pero Arn no demostró ni una pizca de miedo a la altura sino que se asomó por la muralla para poder mirar por dónde había caído, puesto que parecía que su padre estaba distraído en sus propios pensamientos.

Magnus tiró con cuidado de Arn hacia atrás y lo abrazó, empezando su difícil explicación. Señaló el paraje en el que, hasta donde alcanzaba la vista, se trabajaba con el cultivo primaveral. Luego dijo que todo esto sería el reino de Eskil el día que él ya no estuviese en vida, pero que para Arn habría un reino aún mayor, el reino de Dios aquí en la tierra.

Arn no parecía comprender sus palabras; tal vez a los oídos de Arn pareciese un típico sermón de iglesia cuando la gente se ponía solemne y decía un montón de cosas que no significaban nada antes de decir aquello que significaba algo. Magnus tuvo que empezar de nuevo.

Describió el difícil momento en que Arn no estaba presente entre los vivos y cómo él y Sigrid en su desesperación habían prometido a Dios que cederían su hijo al trabajo de Dios en la tierra con tal de que lo dejase volver a la vida. Luego habían dudado en cumplir con su promesa, pero ahora Dios los había castigado por esa desobediencia y por tanto debían cumplir con la promesa inmediatamente.

Arn, preocupado, empezó a sospechar que algo malo iba a suceder. Y pronto su padre lo confirmó al decir directamente lo que ocurriría. Arn viajaría ahora a Varnhem con su madre y con Erlend. Allí entraría en el monasterio como oblato, como se llamaba a los niños que entraban a servir a Dios. Seguro que Dios velaría por él, al igual que su santo protector san Bernardo, pues Dios tenía grandes planes para él.

Ahora Arn empezaba a comprenderlo. Sus padres lo sacrificarían a Dios. No como se hacía antes, no como en los cuentos de los tiempos paganos, pero aun así lo sacrificarían a Dios, y él que sólo era un niño no podía hacer nada para evitarlo, puesto que los niños siempre deben obedecer a su padre y a su madre. Empezó a llorar y no podía, por mucho que se avergonzase de llorar ante su padre, parar las lágrimas.

Magnus lo tomó en sus brazos e intentó consolarlo torpemente con palabras acerca de la buena voluntad y protección de Dios, acerca de san Bernardo, que velaría por él, y todo lo que se le podía ocurrir. Pero el pequeño cuerpo del niño temblaba de llanto en sus brazos y sintió que él mismo podría llegar a manifestar su pena. ¡Dios lo prohibía!

Cuando los carros estuvieron preparados y la guardia hubo montado y retenía sus caballos en la explanada ante el portal de la casa principal, salió primero Sigrid con su cara cubierta y subió directamente al primer carro. Luego salió Erlend, miró espantado a su alrededor y subió al segundo carro.

Por último salió Magnus con los dos niños que se abrazaban, llorando, amarrándose el uno al otro como si la fuerza de sus brazos de niño pudiera evitar lo que iba a suceder. Magnus los separó tierna pero decididamente, levantó a Arn, lo llevó al carro de Sigrid y lo colocó junto a su madre. Luego respiró profundamente y azotó a los caballos, que empezaron a moverse con un tirón brusco mientras que él mismo se giraba y volvía al portal, haciendo un fallido intento de cazar a Eskil que, sin embargo, se le escapó.

Magnus entró y cerró tras de sí la puerta sin haberse girado. Eskil corrió llorando tras los carros un rato hasta que cayó y se golpeó e, impotente, vio desaparecer la cabeza de su hermano en el polvo del camino.

Arn lloró amargamente y se quedó de rodillas mirando hacia atrás a Arnäs, que se iba haciendo cada vez más pequeño en la lejanía. Comprendió que nunca más volvería a ver su hogar y a Sigrid le fue imposible consolarlo.

Para el padre Henri, la visita de Sigrid llegaba en mal momento. Su viejo amigo y colega de Clairvaux, el padre Stéphan, que ahora era prior en Alvastra, estaba de visita para discutir la difícil situación surgida con una reina que creaba problemas y excitaba al pueblo en contra de los hermanos de Varnhem. Lo cierto era que el padre Henri prefería hablar con Stéphan cuando se trataba de cuestiones difíciles. Habían estado juntos desde que eran jóvenes y habían pertenecido al primer grupo que recibía la tremenda orden del mismo venerable san Bernardo de marchar al frío y bárbaro Norte para fundar un monasterio filial. Había sido una marcha lúgubre, larga y terriblemente fría hasta llegar aquí, al Norte.

El padre Stéphan ya había leído el relato sobre el milagro de Arnäs y, por tanto, estaba al corriente del problema de Sigrid. Ciertamente, tanto en Alvastra como en Varnhem, así como en el monasterio de Burgund, habían dejado de admitir oblatos y el motivo de ese cambio era lógico y fácil de comprender. La propia voluntad del hombre, de elegir el camino de Dios o el camino de la perdición, quedaba anulada si se aceptaban niños pequeños para educarlos en el monasterio. Aquellos niños, ya a los doce años estaban formados como monjes y no conocían otra vida que la de los monjes. Se debía suponer que una infancia así privaba a los niños de su propia voluntad y por tanto el no admitir oblatos era una sabia modificación.

Por otra parte no se debía ignorar el milagro de Arnäs, ya que realmente no había sido ninguna menudencia. Si los padres habían ofrecido su hijo a Dios en el momento más crítico y no había duda ninguna de que Dios verdaderamente dejó que sucediese el milagro, entonces, la promesa de los padres debería considerarse tan sagrada que fuera imposible romperla.

Pero ¿y si los mismos siervos de Dios hacían que la promesa fuese imposible de cumplir si, sencillamente, se negaban a aceptar al muchacho porque la costumbre de admitir oblatos había sido suprimida?

Entonces posiblemente se liberaría a los padres de su promesa. Pero a la vez, y en cualquier caso, uno se situaría deliberada e intencionadamente por encima de la voluntad de Dios, la cual había expresado de forma bien clara. Eso era imposible. Por tanto, se debía aceptar al muchacho.

¿Y qué le pasaba a la señora Sigrid? Parecía como si Dios la hubiera castigado duramente por su indecisión, y ahora estaba aquí, deseando hacer penitencia; había dicho algo de vivir sólo de las sobras del monasterio o algo parecido.

Y cómo se veía afectado todo esto por la cuestión, mucho más grave, de si, sencillamente, había que dejar Varnhem, volver a casa a Clairvaux y desde allí intentar excomulgar a aquella tal Kristina y posiblemente también a su esposo, para solucionar el problema y empezar de nuevo. Era un proceso que con el viaje y todo incluido duraría un par de años.

Los dos hombres estaban sentados a la sombra, en el peristilo añadido que unía la iglesia con los dormitorios de los monjes. Delante de ellos, bajo el sol, resplandecían, exuberantes, los cultivos del hermano Lucien. El padre Henri había enviado al hermano Lucien a la pequeña casa de la antigua propiedad, donde ahora se hallaban Sigrid y su hijo. En este momento fue interrumpida su importante y difícil conversación, ya que volvía el hermano Lucien con la frente profundamente fruncida.

—Bueno —dijo, suspirando y sentándose a su lado en el banco de piedra—. Realmente no sé qué pensar. No creo que sea la lepra, porque hay llaga y líquido. Más bien se trata de algún tipo de peste porcina, de esa que procede de la suciedad de los animales. Pero parece maligno, eso es innegable.

—Y si sólo se trata de algún tipo de peste porcina, ¿qué puedes hacer, querido hermano Lucien? —preguntó el padre Henri, interesado.

—Es que… ¿quieres decir que realmente tengo que hacer algo? —interpeló, dudoso, el hermano Lucien.

—¿Cómo? —preguntaron los otros dos a la vez, ambos igual de sorprendidos.

—Bueno, quiero decir… si el Señor ha puesto esa enfermedad en ella, ¿quién soy yo para ir en contra de Su voluntad?

—Vamos, hermano Lucien, ¡no digas tonterías! —refunfuñó el padre Henri, irritado—. Tú eres la herramienta del Señor y debes hacerlo lo mejor que puedas, y si Él considera que tu trabajo está bien hecho, ayudará. De otra manera no hará nada, y la nada tiene su importancia. Así que, ¿qué piensas hacer?

El monje, que sabía de hierbas, explicó que él creía que se debían limpiar y secar las llagas. El agua hervida y bendita para lavar y después el aire puro y el sol podrían secar los abscesos en unas semanas. Al menos los abscesos que la señora Sigrid tenía en la cara; lo de la mano parecía más grave y en el peor de los casos podría tratarse de algo completamente diferente de la inofensiva peste porcina.

El padre Henri asintió con la cabeza; como siempre, cuando el hermano Lucien hacía su primer diagnóstico, resultaba convincente. Lo que especialmente admiraba el padre Henri era aquella capacidad de mantener la calma ante los problemas y no lanzarse a poner todo tipo de hierbas a la vez, con la esperanza de que si una no surtía efecto quizá otra lo hiciera. Según el hermano Lucien, esas actuaciones imprudentes podían hacer más mal que bien.

Cuando el hermano Lucien fue a hacerse cargo de lo más urgente del trabajo que acababa de asumir, el padre Stéphan retomó el hilo de la conversación diciendo que estaba claro que Nuestro Señor quería algo especial con aquel chico. Pero si lo que Él quería era otro monje entre los demás monjes, ¿no parecía un poco exagerado recurrir tanto al milagro como a la lepra? La gente se hacía monje con mucha menos presión que aquélla.

El padre Henri se echó a reír ante la lógica tanto drástica como humorística de su compañero. Pero bueno, no había argumentos en contra. Se tendría que admitir al muchacho pero tratarlo con cuidado, como si fuese una delicada planta del hermano Lucien, y vigilar que su propia voluntad no se quebrara. Tal vez en el futuro se podrían llegar a conocer mejor las intenciones del Señor para con el muchacho. Claro que sobre esto, en realidad, siempre habían estado de acuerdo.

Así que el muchacho sería oblato, aunque llegado con un poco de retraso. Y si se veían obligados a irse de Varnhem, en ese caso los acompañaría. Pero eso era un asunto para más tarde.

Aún quedaba la cuestión de la señora Sigrid. Lo más sencillo sería empezar dejando que se confesara y oír su propia opinión. El padre Stéphan entró en el
scriptorium
para, una vez más, quizá un poco más atento que otras veces, leer el relato sobre el milagro de Arnäs. El padre Henri fue con gesto preocupado hacia la vieja casita situada al otro lado de los muros del monasterio para escuchar la confesión de Sigrid.

Encontró a la madre y al hijo en un estado lastimoso. En la habitación había un solo camastro y allí yacía Sigrid con los ojos cerrados, jadeando de fiebre, y a su lado, un pequeñuelo sentado con la cara roja de tanto llorar, aferrado a la mano sana de la madre. La casa estaba sucia, llena de trastos y con una corriente de aire helado. Hacía años que no se usaba y probablemente había habido cosas más importantes que hacer que derribarla, posiblemente porque las paredes de madera eran viejas y estaban podridas y no se podían utilizar en una construcción nueva.

Se puso la estola sobre los hombros, fue hasta Arn y le acarició la cabeza con cuidado. Pero parecía como que Arn no se daba cuenta o hacía ver que no lo notaba.

El padre Henri le pidió entonces al muchacho con voz suave que saliera un momento mientras su madre se confesaba, pero el muchacho sacudió la cabeza sin mirar hacia arriba y se agarró aún con más fuerza a la mano de su madre.

Sigrid se despertó en ese momento y al cabo de un instante Arn salió de mala gana, cerrando de golpe la desvencijada puerta tras de sí. Parecía como si a Sigrid le hubiera disgustado aquello, pero el padre Henri se puso, sonriendo, el índice derecho sobre los labios chitando como señal de que no debía preocuparse. Entonces le preguntó si estaba preparada para confesarse.

—Sí, padre —contestó con la boca seca—. Perdóname, padre, ya que he pecado. Con la ayuda de san Bernardo conseguimos mi esposo y señor y yo, junto con el hermano lego Erlend, en profunda oración que, con la ayuda del Señor, Arn volviera de nuevo a la vida entre nosotros. Pero antes de que ocurriera el milagro le prometí al Señor, por lo más sagrado, que entregaría al muchacho para
el santo
trabajo de Dios entre los hombres de la tierra si tenía a bien salvar a mi hijo.

Other books

The Black Isle by Sandi Tan
Unlikely Allies by C. C. Koen
Shadow Rising by Cassi Carver
Scarecrow by Richie Tankersley Cusick
Foreigners by Caryl Phillips
Sigma by Annie Nicholas