Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
—Sé todo esto, es al pie de la letra como lo escribe el hermano lego Erlend. Por cierto, tu latín fluye como el agua, ¿has practicado últimamente? Bueno, sea como sea, volvamos a tu confesión, hija mía.
—Sí, he estudiado con los muchachos… —murmuró, cansada, pero respiró hondo y se concentró antes de continuar—. Traicioné mi promesa sagrada a Nuestro Señor, no la cumplí y por eso, como ves, Él me ha castigado con la lepra. Quiero hacer penitencia, si es que se puede hacer penitencia por un pecado tan grave, y quisiera vivir en esta casa como una mujer perdida y, mientras viva, sólo comer las sobras que queden en la mesa de los monjes.
—Parece como si el Señor hubiera sido muy duro, mi querida Sigrid, tanto que habéis hecho por nosotros, devotos del jardín del Señor en Varnhem —dijo el padre Henri, pensativo—. Pero no se puede negar que es un pecado grave romper una promesa sagrada a Nuestro Señor, aunque la promesa se haya hecho en un momento difícil. Ya que, ¿no es en las situaciones más difíciles cuando hacemos las mayores promesas al Señor? Cuidaremos bien de tu hijo tal y como el Señor y tú misma, aunque de distinta manera, nos habéis pedido. El pequeño se llama Arn, ¿es así? Lo debería saber, ya que fui yo quien lo bautizó. Bueno, y luego vamos a cuidarte las llagas y te quedarás aquí y comerás, como tú dices, las sobras de nuestra mesa. Pero ahora mismo no te puedo dar la absolución; te pido que no te asustes. Es que no sé lo que el Señor nos quiere decir. ¿Quizá sólo quiera hacerte un pequeño recordatorio? Reza veinte
Pater Noster
y veinte
Ave María
, después duerme y siente que estás en buenas manos, que te cuidarán. Voy a hacer que venga el hermano Lucien para que te cure las llagas con el máximo cuidado y si resulta, como me imagino aunque no lo sé, que el Señor te quiere sanar de nuevo, pronto estarás libre de pecado. Ahora descansa; yo me llevaré al muchacho al monasterio.
El padre Henri se levantó despacio, contemplando la cara deformada de Sigrid, donde un ojo estaba tan cerrado de pus y suciedad que no se veía y donde el otro ojo sólo estaba medio abierto. Se inclinó y olió con cuidado la llaga, asintió pensativo con la cabeza y salió metiéndose la estola en el bolsillo.
Fuera estaba el muchacho, sentado en una piedra y mirando al suelo sin moverse, ni siquiera cuando salió el padre Henri.
Se quedó un instante contemplando a Arn hasta que éste no pudo resistirse a mirarlo de soslayo. Entonces le sonrió amablemente pero sólo recibió un sollozo de enfado como respuesta y de nuevo el muchacho miró hacia otro lado.
—Vamos,
mon fils
, ven conmigo como niño bueno —dijo el padre Henri tan delicadamente como pudo, acostumbrado como estaba a ser siempre obedecido, mientras se acercaba a Arn y lo levantaba por el brazo.
—¿Es que no puedes hablar claro, viejo diablo? —espetó Arn, pataleando y resistiéndose con todas sus fuerzas mientras el padre Henri, que era un hombre bastante fuerte y alto, lo llevaba a rastras hacia el monasterio con la misma facilidad como si hubiera llevado una cestita de hierbas del huerto del hermano Lucien.
Cuando entraron en el claustro al lado del huerto, el padre Henri encontró a su colega de Alvastra sentado en el mismo sitio donde habían estado razonando antes.
Al padre Stéphan se le iluminó el semblante cuando vio al rebelde y aireado Arn.
—Ajá —gritó—. Aquí tenemos… eh, nuestro
jeune oblatt
. En fin… en estos momentos no precisamente lleno de agradecimiento
de Dieu
, ¿eh?
El padre Henri sacudió sonriente la cabeza, asintiendo y sentando de golpe a Arn en las rodillas de su colega que, sin dificultad, se defendió de un brusco puñetazo del pequeño.
—Sujétalo cuanto puedas, querido hermano. Tengo una pequeña conversación pendiente con el hermano Lucien que tengo que atender de inmediato —dijo el padre Henri, saliendo al huerto para buscar a su hermano de monasterio responsable de la medicina.
—Vamos, no pedalees —susurró el entretenido padre Stéphan a Arn.
—¡Se dice patalear no pedalear! —soltó Arn, intentando liberarse pero, al descubrir que estaba bien agarrado por unos fuertes brazos, se dio por vencido.
—Vamos, si te parece que mi idioma nórdico suena mal en tus pequeños oídos, podemos hablar en otro que yo sepa mejor —susurró el padre Stéphan en latín sin esperar realmente respuesta.
—Seguro que nos va mejor a los dos, ya que tú no sabes nuestro idioma, viejo monje —contestó Arn, enfadado, en el mismo idioma con el que le había hablado.
Al padre Stéphan se le iluminó la cara, gratamente sorprendido.
—La verdad, creo que nos llevaremos bien, tú, yo y el padre Henri, mejor y mucho antes de lo que crees, jovencito —susurró el padre Stéphan al oído de Arn, como si le confesara un gran secreto.
—No quiero pasarme los días atado a libros viejos y aburridos como si fuera un esclavo —refunfuñó Arn, aunque un poco menos enfadado que hacía un instante.
—Y ¿qué es lo que prefieres hacer? —preguntó el padre Stéphan.
—Quiero irme a casa, no quiero ser vuestro preso ni vuestro esclavo —dijo Arn sin poder aguantarse más la arrogancia y rompiendo a llorar de nuevo, pero apoyándose en el pecho del padre Stéphan mientras éste le acariciaba suavemente la frágil espalda.
El primer diagnóstico del padre Lucien fue acertado, como casi siempre. Las heridas que Sigrid tenía en la cara no eran de lepra y su tratamiento dio resultado bastante rápido.
Primero había enviado a unos cuantos hermanos a la casa pequeña para que la limpiaran y encalaran y taparan las grietas de las paredes, a pesar de que Sigrid estuviera en contra de aquella mejora, ya que consideraba que en su ruindad no se merecía galas ni limpieza. El hermano Lucien había intentado explicarle que no se trataba de estética sino de medicina, pero no parecían entenderse el uno al otro.
Sin embargo, la cara de Sigrid se recuperó con los medios que el hermano Lucien había pensado al principio, agua bendita limpia, sol y ventilación. Por el contrario no parecía tener éxito con la herida que se extendía desde la mano arriba hacia el brazo, que ahora se había hinchado y además tenía un color azulado de mal aspecto. Había probado una serie de preparados que eran muy fuertes, incluso a veces peligrosos, pero sin éxito. Al final supo que sólo había un remedio para aquel envenenamiento de la sangre. Un signo seguro era que todavía no había conseguido bajarle la fiebre.
No se lo quería decir personalmente a Sigrid, sino que le explicó al padre Henri lo que se debía hacer. Se tenía que quitar todo lo malo, cortarle el brazo. De otra manera, lo malo del brazo se le extendería hasta el corazón. Si se hubiera tratado de uno de los hermanos, se habría llamado al hermano Guilbert con el hacha grande, pero no iban a comportarse así con la señora Sigrid, benefactora de todos los hermanos.
El padre Henri estaba de acuerdo. Intentaría explicárselo a la señora Sigrid como mejor pudiera, pero en aquellos momentos tenía otra cosa en que pensar. El hermano Lucien lo reconvino con delicadeza y probablemente por primera vez en su vida. Y es que no había tiempo, pues estaba entre la vida y la muerte.
A pesar de todo, el padre Henri dejó para algo más tarde el difícil asunto, dado que la señora Kristina iba camino del monasterio junto con un montón de hombres armados.
Cuando Kristina llegó a Varnhem iba a la cabeza de sus soldados al igual que un caudillo, vestida con traje de gala, y en la cabeza llevaba la corona de una reina para demostrar su alcurnia.
El padre Henri y cinco de los hermanos más próximos la esperaban en las puertas del monasterio, que demostrativamente habían cerrado tras de sí.
Kristina no se bajó del caballo, ya que prefería hablar a los monjes desde lo alto, y fue sarcástica en su hablar cuando comunicó que de cualquier forma una de las casas se tenía que derribar y pronto, el
scriptorium
del padre Henri. Precisamente aquella casa, por alguna razón, estaba aún más situada en un territorio que, según la ley, le pertenecía a ella.
Kristina sabía muy bien dónde meter la lanza. Su intención era que el padre Henri finalmente perdiera la paciencia y, aún mejor, la cordura, y ahora, para alegría suya, por lo menos había conseguido lo primero. El padre Henri pasaba la mayor parte de su tiempo entre los libros en el
scriptorium
, eran sus momentos luminosos en el oscuro Norte y la barbarie, y la parte del monasterio que, más que ningún otro sitio, era suya propia.
Serenamente respondió que no tenía intención de echar abajo el
scriptorium
.
Kristina contestó entonces que, si dentro de una semana la casa no estaba derruida, volvería no sólo con soldados sino con siervos que bajo el látigo de los soldados harían el trabajo rápidamente y podía ocurrir que los siervos fueran más desconsiderados que los hermanos, si éstos decidiesen no llevar a cabo ellos mismos la orden que ella había dado. Sólo tenían que elegir.
El padre Henri le respondió entonces, tan enojado que apenas podía contenerse, que en ese caso prefería irse de Varnhem. Y que el viaje acabaría en una instancia al Santo Padre en Roma para que excomulgara a aquella mujer y a su esposo, si éste era cómplice, que se había atrevido a lo inaudito de atacar a los siervos del Señor en la tierra y a su Santa Iglesia de Roma. ¿No entendía que estaba a punto de llamar a la desgracia eterna sobre ella y sobre Erik Jevardsson?
La amenaza del padre Henri era verdadera, pero Kristina no parecía entenderla, tan poco como entendía la amenaza que ella dirigía hacia los avariciosos planes de su esposo; un rey excomulgado no podía esperar mucho del mundo cristiano.
Se limitó a volver la espalda haciendo girar al caballo en un giro amplio y obligando a los monjes a apartarse para no ser pisados por el animal y repitió por encima del hombro cuando se alejaba que dentro de una semana vendrían sus siervos, herejes por demás, a hacer la tarea.
Con ello quedaba dicho que el trabajo del monasterio en Varnhem se suspendía hasta que la Iglesia demostrara su poder y pudiera restablecer el orden. La Santa Iglesia de Roma no podía admitir una ofensa como aquélla y menos aún permitirse perder la contienda que se avecinaba. Al padre Henri le asombraba la ignorancia que aquella supuesta reina tenía sobre todo aquello.
Habían tratado a Arn con cuidado y no lo habían sometido a más de cuatro horas diarias de
grammaticus
. Primero se trataba de que no cometiera faltas en latín y después pasarían al siguiente idioma. Primero una herramienta para la ciencia, después la ciencia.
Para aligerar la melancolía del muchacho, el padre Henri también había hecho que pasara el mismo tiempo con el enorme hermano Guilbert de Beaune, que le podía enseñar otras artes distintas del latín y el canto.
La ocupación principal del hermano Guilbert en Varnhem estaba en la herrería, especialmente en la fragua de armas, que era la más grande y la mejor equipada de todas. La fragua de armas la llevaban como negocio y nada más, ya que las espadas que el hermano Guilbert hacía eran, por supuesto, insuperables a cualquier cosa que se hiciera en esta bárbara parte del mundo. La reputación de las espadas de los monjes se había extendido rápidamente y por ello la fragua de armas poco tardó en reportar buenas sumas de plata.
Como se había supuesto, Arn en seguida se sintió seducido a mirar e incluso ayudar de vez en cuando en el taller del hermano Guilbert, quien había admitido al muchacho con tanta seriedad y detalle como si se tratara de enseñarlo a fraguar, desde las cosas más sencillas hasta las obras de arte.
Cuando al cabo de algún tiempo Arn se volvió menos enfurruñado y más abierto de espíritu, se atrevió a preguntar sobre más cosas aparte de lo que se refería simplemente al trabajo. Por ejemplo, si el hermano Guilbert había disparado con el arco alguna vez y, en ese caso, si se atrevía a competir.
Para indignación de Arn, el hermano Guilbert encontró aquello tan divertido que empezó a reírse de tal manera que perdió el hilo de lo que estaba haciendo, dejó el material candente en un cubo de agua y tuvo que sentarse para reírse a sus anchas mientras se le saltaban las lágrimas.
Al final, cuando empezó a recuperarse, con hilaridad y secándose las lágrimas admitió que sí, que en alguna contada ocasión la verdad es que había utilizado el arco y que ya llegaría el día en que ellos dos tendrían un momento para jugar a aquello. Después añadió que naturalmente temía enfrentarse a un joven y atrevido luchador como Arn de Gothia. Y de nuevo se echó a reír.
Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Arn supiera dónde estaba lo divertido. En aquellos momentos sólo se sentía indignado. Refunfuñó que quizá el hermano Guilbert era un cobarde y con ello provocó un nuevo ataque de risa a Guilbert de Beaune.
Ante la elección entre que le cortaran el brazo y quizá salvar la vida pero quedarse inválida o morir, Sigrid escogió la muerte. En su opinión, era la única interpretación posible de la voluntad del Señor. Con pena en el corazón, el padre Henri la confesó una última vez, le perdonó todos sus pecados y le dio la comunión y la extremaunción.
En la misa de San Pedro, cuando el verano había llegado a su cénit y era tiempo de siega, Sigrid murió tranquilamente, arriba en la casa pequeña.
A la vez era el momento de la marcha para el padre Henri y los siete hermanos que lo acompañarían en el viaje hacia el sur. Enterraron a Sigrid dentro, en el claustro de la iglesia, bajo el suelo de delante del altar, y sólo marcaron el lugar con pequeños signos secretos, ya que el padre Henri pensaba muy mal de la señora Kristina y de su esposo. Mandaron a dos hermanos con la noticia de la muerte a Arnäs con la invitación de que, cuando quisieran, visitaran la tumba de Sigrid.
Durante la larga misa del funeral que duró cuatro horas, Arn estuvo tieso y quieto, un niño solo entre todos los monjes. El canto celestial era lo único que de vez en cuando le hacía tanto daño en su interior que no podía alejar el llanto. Pero no se avergonzó, ya que se dio cuenta de que no era el único que lloraba.
Al día siguiente empezó el largo viaje hacia el sur, que primero llevaría a Dinamarca. Arn sabía ahora con seguridad que su vida pertenecía a Dios y que ninguna persona, buena o mala, fuerte o débil, podía hacer nada al respecto.
No miró hacia atrás en todo el viaje.
N
o son pocas las veces que las cosas resultan totalmente diferentes de como las han pensado las personas. Lo que los incrédulos llaman pequeñas casualidades, lo que los creyentes llaman la voluntad de Dios, a veces puede cambiar un acontecimiento de manera que nadie podría haber imaginado el desenlace. Eso en cuanto a hombres de fuerza que se creen forjadores de su propia suerte, hombres como Erik Jevardsson. Pero también en cuanto a hombres que están más cerca de Dios que otros y que deberían comprender sus caminos mejor que otros, hombres como Henri de Clairvaux. Y para estos dos hombres, los caminos del Señor realmente se presentaban inescrutables los años siguientes.