Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
En ese caso, el hermano Guilbert sería puro y sin pecado por su manera de actuar. Pero en ese caso, el pequeño Arn, por vez primera, habría mostrado una gran lucidez teológica y, lo que era mejor, una auténtica facultad de identificación con la fe.
Sin embargo, por ahora sería más sencillo centrarse en el problema más grande sacado a relucir por Arn. A lo otro podrían volver dentro de una semana, cuando el padre Henri hubiese tenido tiempo para pensarlo mejor y estudiar el problema.
—Discutamos ahora tu otro problema —dijo el padre Henri, decidido y amable, a Arn, cuando éste acabó de recitar mecánicamente sus diez Pater Noster—, San Bernardo bien afirma que lo que se hace con buena voluntad, ya sabes lo que quiero decir, no entremos en las definiciones, o sea que lo que se hace con buena voluntad no puede llevar a algo malo. ¿En qué contexto tendría la mayor importancia práctica esta certeza?
—En cuanto a las cruzadas, naturalmente —contestó Arn obedientemente.
—¡Correcto! Sin embargo, la finalidad de las cruzadas es matar a una gran cantidad de sarracenos, ¿no es así? Así el mandamiento de no matarás, ¿no es válido? Y entonces, ¿por qué?
—Que no es válido es obvio, pues ocurre todo el tiempo con el beneplácito del Santo Padre de Roma —contestó Arn con cuidado.
—Sí, pero es una justificación circular, hijo mío. Te he preguntado ¿por qué?
—Porque debemos pensar que lo bueno es muy bueno, que lo bueno en guardar
el Santo
Sepulcro para los creyentes es tanto mejor que matar a sarracenos —indicó Arn, indeciso.
—Sí, estás pensando correctamente —confirmó el padre Henri con aspecto pensativo—. Pero ni siquiera cuando el Señor Jesús echó del templo a los mercaderes estuvo a punto de matarlos, ¿verdad?
—Bueno, pero eso podría deberse a que Él a través de la ira de su Padre, que naturalmente es una ira totalmente diferente de nuestra ira humana, usase exactamente la fuerza necesaria. Realmente echó a los mercaderes del templo. No le hizo falta matarlos, es como si el hermano Guilbert hubiese…
—¡Bueno, bueno! Volvamos a la pregunta —lo interrumpió el padre Henri rudamente, sonriendo sin embargo en su interior y tras su severo semblante ante el hecho de que Arn, de repente y como por casualidad, lograse encontrar un argumento casi aplastante para reforzar su anterior postura de que el hermano Guilbert debería haber usado una fuerza limitada, actuando sencillamente como el mismo Señor Jesús en el templo.
»El Señor Jesús, ¿se apartaba alguna vez de los soldados, los repudiaba alguna vez por el hecho de ser soldados? —preguntó el padre Henri ostentativamente con un tono de voz apagado.
—No, que yo sepa… —contestó Arn, pensativo—. Como aquello de la moneda, dar al emperador lo que al emperador pertenece y a tu Dios lo… algo así. Y también tenemos casi lo mismo en el Evangelio de Lucas, 3, 14 creo… «También algunos soldados le preguntaron: "Y nosotros, ¿qué debemos hacer?" Les contestó: "No quitéis nada a nadie con amenazas o falsas acusaciones y conformaos con vuestra paga."» Siempre y cuando los soldados se comporten como hombres honrados cuando no son soldados… entonces no hay nada malo en ser soldado, ¿verdad?
—¡Correcto! Y ¿qué hacen los soldados?
—Matan a las personas. Como los soldados que vinieron después de tu carta al rey, padre. Pero los soldados y los reyes allí afuera en el mundo bajo, ¿qué tienen que ver con nosotros?
—Tu pregunta es muy interesante, hijo mío. Puesto que sencillamente preguntas lo siguiente: ¿existe una situación donde tú o yo podríamos matar? Te veo dudar y antes de contestar innecesariamente algo estúpido de lo que tal vez podrías arrepentirte, yo contestaré por ti. El caso es que existe una excepción. El Señor Jesús, en su inefable bondad, naturalmente no quiso decir que podemos matar a otros niños de Dios, ni siquiera a los soldados romanos, ni daneses tampoco. Pero hay un pueblo que no está incluido en la prohibición del Señor y creo que puedes adivinar cuál, ¿verdad?
—¡Los sarracenos! —contestó rápidamente Arn.
—¡Correcto de nuevo!, puesto que los sarracenos son la raza más infame que el diablo ha puesto en nuestra tierra. ¡No son personas, son diablos disfrazados de personas! No dudan en atravesar con sus lanzas a los niños cristianos recién nacidos y asarlos sobre el fuego para comérselos después, son conocidos por su vida lujuriosa, beben sin medida y practican la sodomía y copulan con animales. Son la escoria de la tierra y cada sarraceno muerto es una cosa agradable a los ojos de Nuestro Señor y el que lo hace, el que mate a los sarracenos, comete un acto sagrado y para él, ¡el paraíso está asegurado!
El padre Henri se había ido excitando, extendiéndose sobre los horrores de los sarracenos, y Arn abría cada vez más los ojos durante su exposición. Lo que oía sobrepasaba su comprensión, no podía imaginar cómo estos monstruos infames comían los pequeños bebés cristianos desde las puntas de sus lanzas, no podía comprender cómo esos diablos ni siquiera podían tener una apariencia humana.
Pero sí podía fácilmente comprender que matar ese mal fuese un acto agradable a los ojos de Dios; hasta para los hermanos en el interior de los muros. También llegó a la conclusión de que había una diferencia enorme entre la gentuza danesa que tan tristemente se había perdido por el camino del bandolero y entre los sarracenos. En uno de los casos regía sin excepción el «No matarás». En el otro, en cambio, era al revés.
Aunque una conclusión tan simple y clara tenía poca importancia práctica aquí arriba en el Norte.
Arn cambió durante los años en los que no pudo trabajar con el canto, y también cambió su trabajo. El tiempo que antes había pasado con el hermano Ludwig y los hermanos cantores, varias horas al día, lo pasaba ahora junto al hermano Guy en la playa. Pronto el hermano Guy le había enseñado los métodos de su tierra de atar redes, capturar pescado y maniobrar pequeñas barcas; para su seguridad, el hermano Guy también había procurado que enseñasen a Arn a bucear y a nadar.
Con el hermano Guilbert, ya era tanto trabajador como alumno. En las herrerías le daban trabajos cada vez más pesados y sus brazos crecían casi con la misma rapidez con la que crecía a lo alto. Dominaba suficientemente la mayoría de las tareas cotidianas de la forja como para hacer una artesanía buena y comerciable, únicamente en la forja de espadas sabía menos que el hermano Guilbert.
Las dos yeguas, Khadija y Aisha, ya habían parido tres potros cada una y
Chamsiin
se había convertido en un caballo tan fuerte como
Nasir
. Era trabajo de Arn cuidar de los caballos de Outremer, domar los nuevos caballos jóvenes y vigilar que
Nasir
y
Chamsiin
se mantuvieran bien aislados cada uno en un cercado cerrado para no aparearse con las yeguas nórdicas. Sólo podían aparearse siguiendo un orden minuciosamente calculado por el hermano Guilbert tras mucho estudio.
Las grandes esperanzas del hermano Guilbert sobre la gran cantidad de plata que los caballos de Outremer podían producir se iban cumpliendo muy lentamente. Los daneses influyentes que iban de visita, esencialmente para comprar nuevas espadas para ellos mismos y hierbas para sus mujeres, contemplaban los caballos con recelo. Decían que estos animales eran demasiado delgaduchos y que no aparentaban tener mucha fuerza. Al principio, al hermano Guilbert le costaba tomar esas objeciones en serio e incluso sospechaba que se estaban burlando de él. Cuando se dio cuenta de que los bárbaros hablaban en serio, haciendo a veces entrar sus propias bestias para mostrar orgullosos caballos de verdad, se entristeció enormemente.
Finalmente surgió, por casualidad, un truco que funcionaba bastante bien pero que le causaba mala conciencia y remordimientos. Cuando uno de esos daneses hizo entrar a su caballo rechoncho y travieso y dijo que su caballo, además de todas las ventajas en comparación con los «delgados», tenía una rapidez que superaba todo lo extranjero, el hermano Guilbert tuvo una idea luminosa. Le propuso al honorable jinete danés que hiciese una carrera hasta la playa y vuelta al monasterio diciendo que un pequeño niño del monasterio montaría uno de los nuevos caballos. Y si el honorable señor danés llegaba el primero, no tendría que pagar nada por su espada recién comprada. En esta situación, un hombre mundano habría tenido la tentación de hacer una contraoferta a la apuesta, que el jinete danés, en caso de perder, se comprometiese a comprar una u otra cosa, como por ejemplo cierto caballo. Pero el juego en base al valor del dinero habría sido un pecado demasiado grave. Sin embargo, la apuesta realizada no era un juego, pues el resultado estaba anticipado. De hecho, hacer ver que no era así también era pecado, sin embargo considerablemente más pequeño que el juego con dinero, por lo que el hermano Guilbert ahora contraía cierta penitencia para la semana siguiente.
Le hicieron saber a un muy sorprendido Arn que tendría que montar al mismísimo
Chamsiin
y competir con un hombre gordo y viejo encima de un caballo que tenía el mismo aspecto que el hombre. A Arn le costaba creerlo, pero naturalmente tenía que obedecer. Cuando los dos jinetes subieron a los caballos, a las afueras de los muros del monasterio, Arn le preguntó al hermano Guilbert, en latín por puro nervio aunque ellos siempre se hablaban en francés, si la intención era que montase a toda velocidad o si fuese lentamente para que el caballo salchicha lo pudiese seguir. Curiosamente recibió la severa orden del hermano Guilbert de ir lo más rápidamente posible. Obedeció, como siempre.
Estaba de vuelta en el monasterio justo cuando el jinete danés llegaba a la mitad de la distancia decidida y daba la vuelta en la playa.
Así fue como algunos hombres influyentes de Ringsted, cuya diversión era competir con caballos y apostar dinero, encontraron ahora que los pobres caballos delgaduchos de Vitskol por lo menos tenían una buena utilidad. El rumor se extendió hasta Roskilde y los caballos de Vitae Schola pronto empezaron a producir mucho dinero. Pero aquello no era exactamente como lo había imaginado el hermano Guilbert.
Los ejercicios que éste realizaba con Arn a caballo ahora ya no trataban de equilibrio y velocidad, sino de cosas más refinadas. Todos los días pasaban una hora en uno de los cercados de los caballos y montaban en círculos, haciendo recorridos especiales, hacia atrás, levantándose y dando la vuelta en el aire, se movían a los lados o al lado y hacia adelante o atrás a la vez, enseñaban a los caballos las señales que significaban golpear con los cascos delanteros y a la vez dar un salto hacia adelante, o un salto hacia atrás con ambas patas seguido por un salto hacia un lado. Era un arte que a Arn le gustaba mucho cuando todo salía como era debido, aunque a veces lo encontraba algo repetitivo. Por lo menos, los ejercicios obligatorios. Los ejercicios libres eran más excitantes, practicando con espadas de madera o lanzas el uno contra el otro.
Los ejercicios de a pie eran más duros, y se trataba de golpear y parar con la espada; Arn ya usaba desde hacía tiempo espadas de acero de verdad. Y ya que el hermano Guilbert muy raras veces alababa a Arn, pero en cambio lo criticaba mucho, y puesto que Arn nunca había visto a nadie más que al hermano Guilbert manejar una espada, estaba humildemente convencido de que era un espadachín miserable. Pero no se daba por vencido, sino que trabajaba enérgicamente también en estas viñas del Señor. El desánimo habría sido un pecado grave.
Otra cosa era el trabajo con el hermano Guy, abajo en la playa. Cierto era que el hermano Guy había tenido que dejar por imposible enseñar a los daneses de alrededor del fiordo Limfjorden a comer moluscos. Los cultivos de moluscos se habían reducido a una ínfima parte de su aspiración inicial y ahora sólo cubrían la necesidad exigida por los cocineros provenzales de la Vitae Schola.
El cometido del hermano Guy no era aportar ingresos a la Vitae Schola, sino extender las bendiciones de la civilización, y eso predicando con el ejemplo. El propósito de su trabajo era más o menos el de los hermanos que trabajaban con la agricultura; no vender en primer lugar, sino enseñar. En este sentido, había fracasado estrepitosamente al intentar enseñar algo sobre la bendición de los moluscos.
Pero le iba mejor respecto a la pesca y la construcción de barcos. Al ver las fisgas de los habitantes del fiordo, que tenían puntas rectas, acudió al hermano Guilbert y encargó unas fisgas con puntas con lengüetas y luego las fue regalando. Cuando descubrió que los habitantes sólo pescaban con utensilios fijos dentro del fiordo, empezó a fabricar redes móviles y redes de fondo. La diferencia entre sus redes y las de la población de Limfjorden era principalmente la flexibilidad que obtenía con sus mallas, más grandes y de un material más fino.
En poco más de un año, Arn había aprendido el arte de anudar las redes, que según el hermano Guy parecía que hubiesen sido fabricadas por uno de los niños de casa. Al chico el trabajo no le resultaba difícil, aunque sí monótono.
Pronto funcionaba todo como lo había previsto el hermano Guy. Los habitantes de alrededor de Limfjorden empezaron a llegar desde los pueblos cercanos a Vitae Schola para estudiar, curiosos, aunque al principio un poco desconfiados, cómo se usaban las redes móviles, y el hermano Guy se ofrecía, con Arn como intérprete, a compartir sus conocimientos con ánimo cristiano.
Sin embargo, eso conllevaba que el hermano Guy, de vez en cuando, dejara a Arn solo en los cobertizos de las barcas en la playa mientras él mismo se llevaba a los pescadores daneses en las barcas para enseñarles, por ejemplo, cómo se extendían las redes desde una barca móvil. Pero las que venían para aprender a atar las nuevas redes eran todas mujeres, jóvenes y viejas, ya que alrededor de Limfjorden tejer las redes era una ocupación femenina.
Y así fue como de pronto Arn, para quien lo más parecido y única experiencia con mujeres era una aparición en sus oraciones vespertinas al rezar por el alma de su madre, se encontró casi diariamente rodeado de mujeres. Y todas, jóvenes y viejas, se burlaban a lo grande del joven larguirucho de brazos fuertes que se ruborizaba y tartamudeaba mirando al suelo, enseñando su calva afeitada en lugar de sus ojos azules.
En teoría, Arn sabía cómo se debía comportar un profesor, pues él mismo había tenido muchos. Pero lo que él sabía del arte de enseñar no correspondía con lo que experimentaba ahora, ya que sus alumnos no se comportaban con la obediencia y la dignidad que deberían. Bromeaban y se reían, y las más mayores incluso le acariciaban a veces por encima de la cabeza.