Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (27 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Cuando el padre Henri hubo acabado su larga carta, se entretuvo un buen rato en rellenar y mejorar las letras que no eran lo suficientemente bonitas, trabajando concentrado sin pensar en nada más durante un largo rato. Pero cuando estaba listo y apartaba ya las herramientas de escribir, suspiró aliviado y con júbilo. Miró a su alrededor en su amado y viejo
scriptorium
. Por alguna razón siempre había tenido la sensación de que precisamente esa habitación era como su hogar espiritual, el lugar desde donde desarrollaría su trabajo más importante. Por ahora, los huecos de la estantería bostezaban horrorosamente en muchos sitios, pero era sólo cuestión de tiempo. Aquí, en esta habitación, acabaría la obra de su vida y, a su debido tiempo, sería enterrado debajo del suelo de piedra caliza dentro de la iglesia donde la fundadora humana de Varnhem, la señora Sigrid, ya reposaba.

Se apoyó hacia atrás en la silla de cuero gastado, observó las grietas del revoque del techo, y dejó, por un rato, que sus pensamientos volaran en torno a los diferentes quehaceres prácticos y su orden de realización, antes de recordar con toda claridad el momento del triunfo en la catedral de Sens.

La catedral había sido un milagro de belleza, algo que habría maravillado a cualquier experto de la construcción como el hermano Guilbert, quizá incluso más que al mismo padre Henri. Se había empezado a construir con un estilo completamente nuevo, donde las bóvedas eran puntiagudas y señalaban hacia arriba de manera que todas las construcciones de iglesias con ese estilo parecerían que verdaderamente se refiriesen a Dios en lugar de doblegarse como un límite humano lejos del cielo. La forma de la piedra coincidía, según el padre Henri, con la misma fe. Lo más importante era encontrar una armonía entre la forma y el contenido, especialmente en un espacio sagrado. La decoración sobrecargada era una perdición que apartaba los pensamientos del mundo superior. Pero una forma que se afanase por acercarse al mismo Dios, aunque fuese una forma pura y solamente de piedra, describía una relación divina y completamente diferente. ¿Tal vez deberían hacerse con planos y constructores nuevos desde casa? No, por lo que se refería a Varnhem y a su estado actual debían pensar en otras mejoras prácticas y más urgentes. Habría sido pecado dedicarse, en primer lugar, a la belleza de la forma.

Para Arn no existía nada que fuera su hogar. Varnhem no era su hogar, tampoco Vitae Schola, al lado del fiordo Lim, o ningún otro sitio. Su hogar era donde estaban los hermanos y, lo más importante, donde se encontraban el hermano Guilbert y el padre Henri.

Lo más difícil al abandonar Vitae Schola había sido dejar a
Chamsiin
; el hermano Guilbert había decidido que
Chamsiin
tenía que quedarse en Vitae Schola para la cría y se lo había argumentado a Arn dibujando complicados esquemas en la arena, mostrando cuáles eran los caballos nacidos de
Chamsiin
y cuáles los nacidos de
Nasir
, y la razón por la que
Nasir
y un joven caballo nacido de
Chamsiin
y Aisha debían acompañar la carretada hasta Varnhem, mientras
Chamsiin
se quedaba en Vitae Schola. Arn no pudo cuestionar el asunto.

El joven caballo era de un color gris rojizo. Después de la misa de despedida, el hermano Guilbert le había explicado a Arn que el joven se llamaría
Chimal
, lo que en el idioma secreto de los caballos significaba «El Norte». Pero cuando el hermano Guilbert vio la pena en los ojos de Arn, se lo llevó aparte y le explicó que no era un pecado, nada de lo que avergonzarse, echar de menos a su caballo. Quienes decían que un caballo sólo era una cosa, una pertenencia sin alma, y por tanto nada a lo que amar, sabían muy poco. Sólo tenían razón formalmente, pero el mundo estaba lleno de hombres, también buenos hombres de Dios, que tenían razón en una y otra cuestión pero, sin embargo, eran incapaces de comprender. El hermano Guilbert juró que había muchos hombres de Dios que consideraban que, ante Dios, era completamente correcto amar a caballos como
Chamsiin
.

Por otra parte, sin embargo, había que saber que los caballos, al igual que el prójimo, los hermanos y familiares, siempre se te morían. Por la sencilla razón de que los caballos no vivían tanto tiempo como las personas era muy probable que, por lo menos, tal y como el hermano Guilbert veía el futuro de Arn, llegaría a lamentar la muerte de más de un caballo. Era como con los familiares ancianos, pero eso no era un pensamiento pecaminoso. La pena formaba parte de la vida tal y como lo había dispuesto Dios.

Arn se confortó un poco, pero sólo porque no era pecado sentir pena por tener que dejar a
Chamsiin
detrás en el camino.

Aunque ahora se le trataba como a un hombre y no como a un niño, lloró un poco cuando la carretada dejó Vitae Schola. Nadie lo vio, excepto el hermano Guilbert. Y nadie excepto el hermano Guilbert podría haber entendido el porqué. Porque, al igual que Arn, ninguno de los demás hermanos ni hermanos legos tenía otro hogar diferente de aquel lugar en que, en el buen mundo del Señor, se hallasen el resto de los hermanos. Y ¿qué sabían los demás sobre caballos de Outremer?

Un poco antes de la misa de San Bartolomé, el tiempo de siega más intenso y cuando también se sacrificaban los machos cabríos en Götaland Occidental, Arn vio aparecer a lo lejos la torre de la iglesia de Varnhem, primero difusa como una rama nudosa o seca o bien como la punta de un árbol tocado por un relámpago en medio del robledo frondoso, y luego con toda claridad.

No recordaba la torre de la iglesia de su infancia, no era eso lo que lo emocionaba. Pero sabía que allí dentro yacía enterrada su madre, con la que todas las noches hablaba en sus oraciones. Era como si se encontrara viva allí dentro, aunque sólo existieran sus restos; desde los escondites de la memoria rescataba una imagen difusa de cuando había estado solo, de niño, entre unos hombres extraños, que todavía no eran sus queridos hermanos, en la misa de difuntos. Lleno de solemnidad entró montado en su caballo por el portal del monasterio, a penas consciente de si lo recordaba, cosa que probablemente hacía, ni del deterioro que había sufrido. Cuando hubo saludado al padre Henri, que salió a recibir a los recién llegados justo dentro del portal, se excusó y entró con apremio en la iglesia, arrodillándose y santiguándose en la entrada antes de seguir por el pasillo central hacia el altar.

Allí había unos hermanos legos trabajando de rodillas con un escoplo y un martillo en la lápida que cubría la tumba de su madre y que antes sólo había tenido una pequeña señal, casi invisible; ahora que los cistercienses habían ganado su gran victoria sobre el poder mundano y el monasterio Beatae Mariae de Varnhemio era un lugar seguro, tanto para los hermanos como para los huesos de los muertos, el padre Henri había decidido que la tumba sería señalada. La idea había sido, sin embargo, que el trabajo estuviese acabado antes de la llegada de la carretada de Vitae Schola. Pero el clima había sido excepcionalmente favorable para los viajeros.

Cuando Arn hubo saludado a los hermanos legos, primero en latín, lengua que no dominaban demasiado bien, luego en franco, cosa que no entendieron en absoluto, y finalmente en nórdico, que era su idioma —aunque más cantarín de lo que él recordaba—, se arrodilló y rezó dando las gracias por haber llegado.

Al leer luego la inscripción en la lápida, la acabada y la que solamente estaba dibujada, sintió como si su madre estuviese viva, no sólo su alma, sino ella misma en carne y hueso, como si estuviese debajo de la piedra calcárea sonriéndole. Allí, bajo la piedra, descansaba Sigrid, «nuestra más venerada donante, en la paz eterna, nacida en el año de gracia de 1127, fallecida en 1155, en santa memoria», leyó. Después del texto había un esbozo de un león y algo más que no podía situar en el contexto. Solamente veía sus manos delante de sus ojos, sentía su olor y le parecía oír su voz.

Pero en la misa de bienvenida, cuando todos estaban reunidos, mencionaron el nombre de su madre, una y otra vez, en las acciones de gracias y eso lo llenó de sentimientos que no acababa de entender y por los que en seguida se decidió ir a confesar. Temía estar sufriendo un ataque de soberbia.

Las semanas anteriores a la reinstauración del padre Henri como prior de Varnhem y cuando el mismísimo arzobispo Stéphan vendría de visita de inspección, el hermano Guilbert y Arn trabajaron frenéticamente junto a unos hermanos legos locales para acabar de arreglar el agua. El gran pantano del molino se había encenagado y debían desenfangarlo, el canal que llevaría el agua a las ruedas motrices grandes y pequeñas estaba en parte en ruinas, así que la corriente se había debilitado a una décima parte de su fuerza real, las ruedas del molino y el sistema de engranaje necesitaban muchas reparaciones. La corriente del agua era a la vez el motor del monasterio y su alma purificadora, igual de importante para el
lavatorium
y las cocinas que como fuente de energía para fuelles, molinos y yunques. A causa de la gran importancia del trabajo, el pequeño equipo que se hacía cargo estaba liberado de todas las misas y ratos de lectura del día. Arn caía redondo en la cama después de la vespertina y dormía profundamente hasta la misa matutina, y así se sucedieron los días laborales, uno tras otro, dando la sensación de que el tiempo dejaba de existir y se convertía en un único y largo turno de trabajo.

Pero el día en que el arzobispo y su séquito entraron cabalgando por los portales del monasterio de Varnhem, el agua fresca murmuraba de nuevo por el
lavatorium
y las cocinas y las habitaciones para los huéspedes estaban recién encaladas y limpias y en una de las forjas ya se oía el ruido del martillo golpeando el yunque.

Después de la misa de instauración, el arzobispo les hizo un sermón a los hermanos sobre la victoria del bien sobre el mal y cómo la orden cisterciense era tan fuerte que ya no existía ninguna amenaza externa en este rincón del mundo más que la amenaza eterna, la que siempre está dentro de cada persona, el pecado propio; la altivez, la pereza o la apatía podrían hacer caer el justo castigo de Dios. Por ello nadie debía descansar, ni relajarse repleto y contento, sino seguir trabajando en la huerta del Señor con la misma tenaz perseverancia que anteriormente.

Después de la comida de acción de gracias, el arzobispo Stéphan y el padre Henri se retiraron a aquel lugar del claustro donde antes solían sentarse siempre, cerca del jardín ahora visiblemente abandonado. Tuvieron una conversación larga sobre algo que al parecer no quisieron que los demás hermanos oyesen y hablaron en voz tan baja que los hermanos que estaban trabajando en el jardín sólo pudieron oír unas palabras cuando uno de los dos venerables se encendía, de pronto y con la intensidad de una mecha, para luego volver al discreto tono de antes.

Después de algo más de una hora parecían haberse conciliado e hicieron llamar a Arn, que ya estaba ocupado trabajando duramente en una de las forjas donde la mecánica que deberían llevar los fuelles estaba completamente fuera de funcionamiento.

Arn se fue al
lavatorium
y lavó todo su cuerpo considerando si no debería rasurarse la cabeza, cosa que había descuidado durante las últimas semanas que había estado liberado de todos los deberes excepto del trabajo con las tuberías de agua. Al pasar la mano por la coronilla sentía un cepillo de media pulgada. Ésa no era manera de presentarse ante un arzobispo. Pero por otro lado no debía tardar, puesto que lo habían llamado.

Arn salió al claustro algo avergonzado, se arrodilló ante el arzobispo, besándole la mano y disculpándose por su apariencia desaliñada. El padre Henri explicó rápidamente que Arn había pertenecido a quienes habían tenido tareas laborales especiales durante las últimas semanas, pero el arzobispo quitó importancia al diminuto problema agitando la mano e invitando a Arn a que se sentase, lo cual era una gracia sorprendente.

Arn se sentó en un banco de piedra frente a los dos venerables. No se sentía tranquilo con la situación, ya que no podía comprender la razón que tenían para querer hablar especialmente con él, un joven hermano lego. Nunca podría haber adivinado lo que ahora le sucedería, puesto que probablemente pensaba que su vida llevaba un rumbo fijo, igual de seguro como el movimiento de las estrellas en el firmamento.

—¿Tal vez te acuerdes de mí, jovencito? —preguntó el arzobispo, amable, aunque sorprendentemente en francés en lugar de latín.

—No,
monseigneur
, sinceramente no le puedo decir que sí —respondió Arn, mirando al suelo con rubor.

—La primera vez que nos vimos intentaste golpearme, me llamaste viejo gruñón o algo parecido y declaraste que no querías perder el tiempo leyendo libros aburridos. Aunque, ¿tal vez hayas olvidado también aquello? —continuó el arzobispo con severidad fingida, que era tan obviamente fingida que todas las personas del mundo excepto Arn lo habrían descubierto.


Monseigneur
, le ruego humildemente que me disculpe, mi única excusa es que era un niño y no sabía nada —contestó Arn ruborizándose de vergüenza, viendo ante sus ojos cómo había intentado levantarle la mano a un arzobispo. Pero entonces, tanto el arzobispo como el padre Henri se echaron a reír.

—Calma, jovencito, sólo intentaba gastarte una broma, en realidad no estoy aquí para exigir venganza por esa ofensa sufrida. Por lo que he oído, puedo estar agradecido de que no fuese hoy que intentases pegarme. ¡No, no te disculpes otra vez! En cambio, ahora escúchame. Mi querido y viejo amigo Henri y yo hemos estado discutiendo acerca de ti, lo que de hecho ya hicimos cuando viniste aquí de niño. Ya debes de saber que fue un milagro lo que te trajo a nosotros, hijo mío…

—He leído la historia —contestó Arn en voz baja—, Pero no recuerdo nada de aquello, sólo recuerdo lo que he leído.

—Bueno, y si san Bernardo y el Señor te levantaron del reino de los muertos y te trajeron a nosotros, ¿qué conclusiones podemos sacar de ello? ¿Has reflexionado sobre la cuestión? —preguntó el arzobispo con un tono de voz nuevo y más concreto, como si la conversación empezase ahora de verdad.

—Cuando era niño y caí de un alto muro, el Señor me mostró su gracia y quizá a mi madre y a mi padre por sus oraciones tan sinceras. Ésa es la verdad, eso es lo que podemos dar por cierto —contestó Arn, todavía sin atreverse a alzar la vista.

—Claro, claro, pero eso no es decir mucho —dijo el arzobispo con un ligero tono de impaciencia, apenas perceptible—. Así llegamos en seguida a la pregunta de ¿por qué?

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