Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (30 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Pero al ver el sol de la tarde ponerse allí fuera, camino de la noche implacable, la Madre de Dios habló, de pronto, clara y fuertemente en su interior. Con un grito salvaje se subió sobre la mesa, la cruzó con un salto largo y ágil y desapareció por la puerta. Una vez fuera levantó su falda y echó a correr como si le fuese la vida en ello.

Adentro, en la fiesta nupcial, los hombres borrachos tardaron un rato en comprender lo que había ocurrido, pues la mayoría, por diferentes motivos, no había visto salir corriendo a la novia. Pero se recobraron, y tambaleando en piernas inseguras iniciaron la caza de la novia fugitiva mientras alguien gritaba, nunca se supo quién, ¡han raptado a la novia, rapto de novia, rapto de novia!

Entonces, la muchedumbre borracha volvió a entrar dando tumbos, en busca de las espadas y las lanzas, y ensillaron torpemente los caballos mientras las mujeres, todavía preocupadas, pudieron ver a la novia huir hacia el camino a Skara.

Por él venía Arn cabalgando tranquilamente con el estómago quejándose de hambre. No se daba ninguna prisa, ya que había comprendido que la noche sería oscura, sin estrellas ni luna, por lo que tendría que buscar un sitio para pernoctar y, por consiguiente, no albergaba ninguna esperanza de llegar a Arnäs hasta el mediodía del día siguiente.

De repente, una joven mujer con la ropa desordenada fue corriendo hacia él con una mirada enloquecida y los brazos abiertos. Atónito, detuvo su caballo y la contempló, incapaz de comprender lo que veía ni de decir nada parecido a un saludo amable.

—¡Salvadme, salvadme de los demonios! —gritaba la niña, cayendo al momento al suelo ante las patas de su caballo.

Arn se bajó, confundido y asustado, de su caballo. Bien podía ver que su prójimo necesitaba ayuda, pero ¿de qué manera podría salvarla?

Se agachó al lado del pequeño cuerpo de la mujer y con cuidado estiró su mano para acariciarle el hermoso cabello moreno, pero no se atrevió. Entonces ella lo miró a los ojos y su cara se llenó de felicidad, y empezó a hablar confusamente sobre sus dulces ojos, de Nuestra Señora que le había enviado un ángel salvador y otras cosas que le hicieron sospechar que no estaba en su sano juicio.

En aquella posición encontraron los ebrios y enfurecidos convidados a la novia fugitiva y a su secuestrador. Los primeros hombres que descabalgaron agarraron inmediatamente a la novia, que empezó a gritar como una alma en pena, por lo que la ataron de manos y pies y le taparon la boca con un pañuelo. Dos hombres sujetaron a Arn, arqueando sus brazos detrás de la espalda y forzándolo a agachar la cabeza. No ofreció resistencia.

Al poco rato llegó el novio en persona, Gunnar de Redeberga, y al momento le dieron una espada, ya que según la ley tenía derecho a matar al secuestrador de la novia en el acto. Arn, al ver levantar la espada, pidió humildemente poder rezar sus oraciones primero, y los jadeantes reunidos opinaron que era una petición cristiana que honradamente no se le podía denegar.

Arn no sentía ningún temor al arrodillarse, únicamente sorpresa. ¿Ésa era la razón por la que Dios le había salvado la vida, para ser decapitado inocentemente por una muchedumbre borracha que obviamente pensaba que él había tenido intención de dañar a la mujer? Era demasiado estúpido para ser verdad y por eso no rezó por su propia vida, sino porque volviese la razón a aquellos prójimos infelices que estaban a punto de cometer un grave pecado por pura confusión.

Debía de tener un aspecto deplorable allí, rezando de rodillas, por lo que todos pensaban era su vida a punto de acabar, medio hombre con vello en las mejillas, vestido con un gastado hábito marrón y con evidentes rastros de la manera de los monjes de rasurar la cabeza. Alguien empezó a rezar por Arn, creyendo que ayudaba al infeliz en sus oraciones. Otro dijo que no se demostraría mucha hombría matando sin más a un indefenso niño monacal, al menos deberían darle una espada para defenderse y morir como un hombre. Se oyó un murmullo de aprobación y de pronto Arn vio caer en la hierba ante sí una corta y torpe espada nórdica.

Entonces dio las gracias a Dios durante largo rato antes de asir la espada, ya que comprendió que le había permitido vivir.

El deán Torkel de Skara ya estaba tan cerca que pudo ver todo lo que sucedió a partir de ese momento, y lo que vio, o bien pensó que vio, sería de gran importancia.

Porque cuando Gunnar de Redeberga se abalanzó con la espada alzada para acabar rápidamente con el miserable que le había estropeado su propia fiesta nupcial, se encontró dando golpes al vacío sin comprender lo sucedido, ya que no consideraba estar especialmente borracho.

Volvió a golpear de nuevo sin acertar, una y otra vez.

Arn veía que el hombre ante él estaba indefenso e imaginó que podía deberse a la bebida. Pero mucho mejor, pensó, ya que así no arriesgaba hacerle daño a su prójimo.

Sin embargo, para Gunnar de Redeberga lo que ocurría era como una pesadilla. Sus vecinos empezaron a reírse de él y por mucho que golpease, el maldito demonio, porque tenía que ser un demonio, se encontraba en otro sitio, sin huir, pero no obstante siempre en otro lugar.

Arn se movía tranquilamente en círculos contrarios con la espada en la mano izquierda, ya que el hermano Guilbert siempre había señalado que eso sería lo más difícil de contrarrestar. No tenía que parar mucho con su espada, le bastaba con moverse todo el rato y calculaba que el anciano pronto se cansaría y se daría por vencido y por tanto nadie saldría lesionado, puesto que Dios había intervenido para salvarlos a todos.

Pero Gunnar de Redeberga, humillado y bastante asustado, le pidió al viejo luchador Joar que le asistiese en su labor legal, y puesto que al anfitrión de la boda lo habían ofendido más que suficiente y dado que Joar con su experiencia con las espadas había visto cómo el joven engañaba con trucos simples, Joar se lanzó decididamente a la lucha con intención de acabarla rápidamente. Las desesperadas protestas del deán no sirvieron de nada.

De pronto Arn se encontró en peligro, se asustó, cambió la espada a la otra mano, dio media vuelta, y se defendió con dos golpes rápidos, por primera vez en serio.

Gunnar de Redeberga cayó inmediatamente al suelo con el cuello cortado y Joar se hundió con un gemido después de un pinchazo en medio del estómago.

Todos estaban como petrificados. Los convidados de la boda habían visto, con sus propios ojos, algo que no podía ocurrir, por tanto, algo que era un milagro.

Arn, en cambio, se quedó tieso del temor, puesto que comprendía muy bien, por todos los animales que había visto sacrificar, que el hombre que primero lo había atacado estaba pataleando, escapándosele las últimas gotas de sangre de su vida, y que el otro, que sabía manejar la espada, estaba mortalmente herido. Destrozado por sus malvados actos, dejó caer su espada al suelo, agachó la cabeza en oración, preparándose para que cualquiera de los presentes le cortase la cabeza en señal de justicia.

Pero el deán alzó los brazos al cielo iniciando un salmo, cosa que por el momento hacia impropio todo nuevo ataque a Arn. Luego el deán habló severa y convincentemente del milagro que acababan de presenciar. Cómo un hombre obviamente inocente había recibido, a causa de su inocencia, la mayor protección y cómo él mismo había visto claramente al arcángel Gabriel detrás del pequeño indefenso, dirigiéndole el brazo en su defensa. Pronto varios de los reunidos afirmaron haber sido testigos de lo mismo, un verdadero milagro del Señor, cómo un pequeño e inerme niño monacal se había resistido ante dos guerreros adultos.

Soltaron a la novia, ahora finalmente liberada, y ella también cayó de rodillas en oración, agradeciendo que Dios le hubiese enviado a alguien para salvarla en el último momento. Se entonaron unos cánticos, pero a Arn le era imposible participar en el canto.

Después el deán preguntó a Arn de dónde procedía y decidió que él mismo llevaría al pobre niño monacal de vuelta a Varnhem. Ordenó que llevasen a Gunnar de Redeberga a su casa para estar de cuerpo presente y al malherido Joar en camilla a la suya.

Luego miró a su alrededor con severidad y preguntó quién había gritado tres veces «rapto de novia». Pero todos miraron al suelo y nadie contestó. Entonces preguntó si había una sola persona que realmente pensase que este pequeño niño monacal de Varnhem era un secuestrador de novias, pero nadie lo sostuvo.

Era una pareja extraña la que llegó cabalgando a Varnhem esa suave mañana de otoño cuando los arces, los robles y las hayas de los alrededores del monasterio empezaban a teñirse de amarillo y rojo.

El deán Torkel estaba de un humor espléndido, ya que Dios le había concedido contemplar uno de Sus milagros en la tierra. Era una gracia especial.

Arn, que desde su fechoría había ayunado y se había negado a dormir en otro sitio que no fuese la catedral y rezando, tenía la cara descolorida, apesadumbrado por su gran pecado. Arn ya sabía que las palabras confusas del deán acerca de un milagro no eran ciertas. Dios le había mostrado misericordia dándole una espada con la que se podría haber defendido sin lastimar a nadie. Pero él había abusado de esa gracia y en cambio había cometido el peor de los pecados. Sabía que ya estaba condenado y le sorprendía que el Señor no lo hubiese abatido inmediatamente al cometer aquel acto imperdonable.

Al dejarlos entrar por la puerta del monasterio bajo los dos fresnos que eran lo único visiblemente restante de lo que la madre de Arn una vez donó, el muchacho se disculpó en seguida y entró en la iglesia del monasterio para pedir fuerza y para poder confesarse pronto con honradez.

El deán Torkel solicitó orgullosamente audiencia con el padre Henri, puesto que tenía grandes noticias que contar.

Fue una conversación extraña la que tuvo lugar entre los dos hombres y no solamente porque les costaba entenderse —el deán Torkel hablaba tan mal el latín como el padre Henri hablaba el nórdico—, sino porque además el deán Torkel estaba tan excitado que era incapaz de explicar nada de forma razonable hasta que el padre Henri le pidió que se serenase, bebiese un vaso de vino y empezara de nuevo desde el principio.

Cuando el padre Henri fue entendiendo lentamente el calibre de la catástrofe sucedida, le fue imposible comprender la desbordante alegría del deán.

Que Arn no era un secuestrador de novias era obvio; de entrada era muy difícil hacer que el ignorante colega nórdico explicase de un modo comprensible cómo se podía haber llegado a acusarlo de algo semejante.

Que luego, cuando alguien tuvo la mala fortuna de echarle una espada a Arn, todo acabase con un muerto y un moribundo ya era algo completamente obvio. Pero en ese caso, y con perdón por el pensamiento blasfemo, era como si Dios Padre mismo hubiese bromeado maliciosamente con los convidados. O mejor, tal vez los había castigado por su cruel falta de reflexión cuando una mujer asustada se escapaba y ellos en seguida tomaban como raptor de novias al primer hombre que encontraban por el camino. Lo último era ciertamente un comportamiento bárbaro detestable, especialmente cuando consideraban tener el derecho de, sin más, matar al primer hombre que encontrasen. Pero por otro lado, las leyes en esta parte del mundo eran así, por lo que las pobres almas confusas habrían obrado de buena fe.

Pero lo más difícil de soportar eran las pedantes fantasías del ignorante colega al decir que había tenido el privilegio de contemplar un milagro y ver al arcángel Gabriel detrás de Arn, ayudándolo en cada movimiento de la espada.

El padre Henri refunfuñó para sí mismo que si el arcángel Gabriel realmente hubiese visto lo que estaba a punto a suceder, no habría socorrido a Arn, sino a los estúpidos borrachos. Pero de eso no dijo nada en voz alta.

Más complicada resultó esta fantasía sobre el milagro cuando el deán Torkel solicitó la ayuda del monasterio para escribir correctamente esta narración milagrosa, mientras él todavía conservaba las visiones frescas en la memoria y además recordaba los nombres de todos los testigos.

Al principio, el padre Henri había respondido evasivamente a la solicitud y en cambio pidió que le explicase lo que decían las leyes allí afuera acerca del comportamiento del hermano lego Arn, y durante un buen rato distrajo al deán Torkel del tema de la ayuda para escribir.

Las leyes decían que se podía acabar con los secuestradores de novias cogidos en el acto. Sin embargo, si se mataba a un inocente, eso era considerado homicidio.

Por un lado, la ley era tal que si doce hombres atestiguaban que Arn era inocente y que un milagro había acaecido, Arn sería liberado en el juzgado, en caso de que se llegara tan lejos. Por otro lado, si el asesinado o, en el peor de los casos, los linajes de los dos asesinados quisiesen llevar el asunto a juicio, surgiría la cuestión de si Arn, que al parecer era su nombre, tenía hombres de honor y que no fuesen extranjeros que pudiesen responder por él. ¿Tendría Arn algunos hombres de honor? ¿Acaso pertenecía a algún linaje?

—Sí —suspiró, aliviado, el padre Henri—, El joven pertenece a un linaje, su nombre es Arn Magnusson de Arnäs. Su padre es, por tanto, Magnus Folkesson y el hermano de su padre es Birger Brosa de Bjälbo; Eskil, procurador de la corte, es su pariente, etcétera, etcétera. Por consiguiente, el niño pertenece al linaje de los Folkung, aunque dudo que ni él mismo comprenda lo que eso significa. Naturalmente no habría ningún problema para encontrar hombres de honor que respondiesen por él.

—¡No, claro que no! ¡Alabado sea Dios! —exclamó el deán Torkel—. Informaré rápidamente a los familiares de que no tienen nada que esperar en ningún juzgado. ¡Tanto mejor, entonces no se opondrán a confirmar que la historia del milagro es cierta!

A pesar de que los dos hombres de Dios parecían haber encontrado una solución muy sencilla a un problema legal, estaban de un humor muy distinto. El deán estaba feliz, como si flotase un poco por encima del suelo, ya que su narración milagrosa, de la que podría hablar mucho en la catedral, estaba a salvo, y para más inri sería escrita en pergamino con gran esmero por los que mejor sabían hacerlo.

El padre Henri, consciente de que no había tenido lugar ningún milagro, se alegró de que la dura y ciega ley godo—occidental no arremetiese contra Arn. Pero lamentaba la culpa de Arn y lamentaba su propia culpa, pues comprendió que él mismo y el hermano Guilbert tenían gran parte de responsabilidad en lo sucedido.

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