Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (33 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Gunnar, que debía hablar como representante de ellos, se avergonzó y en seguida Gunvor tomó la responsabilidad de explicarle al padre Henri, sin que a Gunnar le importase lo más mínimo, cómo había puesto la última esperanza de vida en Nuestra Señora y cómo la salvación le había llegado de la mano de un pequeño niño monacal, y cómo eso la había llevado a que ella y el hombre al que más quería en el mundo pudiesen vivir juntos para siempre durante toda su vida terrenal.

Primero el prior escuchó muy atentamente, intercalando alguna que otra pregunta, cuya importancia Gunvor no comprendía, y pronto el venerable anciano irradiaba una felicidad desde sus adentros. De vez en cuando asentía con la cabeza como si confirmase los pensamientos que había llevado en su interior, casi como si hubiese sabido que llegarían, y luego rezó una oración en el idioma extranjero.

Después mandó a buscar a un enorme monje quien, lleno de hollín y sudor, examinó los caballos, alternando gruñidos aprobatorios con descontentos; luego le explicó algo al prior en un idioma totalmente incomprensible.

—El Señor sea alabado por vuestra buena donación —dijo el padre Henri, y todos escuchaban ahora con atención, pues el enorme monje se había acercado a la yegua, la había asido por el cabestro y le hablaba ahora amablemente, mientras daba la impresión de que no le interesaba en absoluto el espléndido semental.

—Vuestro sacrificio es grande, vuestra voluntad de querer regalarnos lo más valioso que poseéis nos infunde mucho respeto —continuó el padre Henri—, Pero solamente podemos aceptar la yegua, ya que el caballo no puede sernos de ninguna utilidad. Pero no lo toméis como un desprecio, el regalo pensado ya está entregado y tal vez la Madre de Dios se compadeció de vosotros y pensó que ya habéis sacrificado demasiado. Os pido, por tanto, que conservéis el caballo.

Mientras dudaban qué debían contestar, el padre Henri hizo una señal al hermano Guilbert que, inclinándose como un señor ante ellos, salió con la yegua por la puerta de madera, cerrándola tras de sí. Gunnar se alegró mucho, ya que lo que más le había costado era precisamente separarse del caballo. Pero como la yegua siempre había sido un poco difícil de tratar, le sorprendió que el monje desconocido pudiese tomarla por el cabestro y llevársela sin más por una puerta estrecha sin que se resistiese lo más mínimo. Se le ocurrió que a la yegua le podía haber entrado el mismo sentimiento de solemnidad que a ellos mismos al entrar en una de las casas del Señor. Daba por sentado que los monjes no podían saber mucho acerca de caballos.

Al ver el padre Henri que sus huéspedes generosos y agradecidos aceptaron su respuesta medio negativa, se acomodó, contento, y les preguntó si podía corresponderles con un favor recíproco, ¿algunas plegarias, tal vez?

Entonces Gunvor, ruborizándose, pidió permiso para darle las gracias al niño monacal en persona, y disculpándose en seguida por su atrevimiento, añadió que su novio se sumaba a ella en esta petición.

Quizá había esperado ver nublarse la frente
del viejo
monje por encontrar impropia su petición, pero para su alivio se le alegró la cara en seguida y opinó que podía ser una idea estupenda. Se levantó rápidamente como si fuese un hombre joven y dio la vuelta con la intención de marcharse corriendo, pero se acordó de algo y se detuvo en seco.

—Pero tendréis que verlo a solas —dijo con una sonrisa tan amplia que mostraba un gran hueco entre los dientes de la mandíbula inferior—. El joven se sentirá innecesariamente incomodado si su prior está presente, no está acostumbrado a recibir agradecimientos. Pero no os preocupéis, él es uno de los vuestros y entiende todo lo que decís.

El padre Henri bendijo a sus huéspedes al despedirse y desapareció por la puerta de roble, canturreando y con paso ligero como un hombre muy joven.

Estuvieron un rato discutiendo cómo debían interpretar eso, pero no hallaron ninguna respuesta. En cualquier caso no parecía ser incorrecto que un joven niño monacal estuviese a solas con unos huéspedes, ni siquiera huéspedes femeninos, pero sí habría sido incorrecto que Gunvor y Gunnar viajasen a Varnhem a solas.

Cuando Arn se les acercó, recién lavado y tímido, Gunvor cayó de rodillas y lo cogió de las manos, cosa que podía hacer ya que su prometido y su madre Birgite y su hermana Kristina estaban a su lado, y soltó una retahila de palabras en agradecimiento a Arn.

Pero mientras hablaba se dio cuenta de que las manos que tenía entre las suyas no pertenecían a un niño pequeño. Las manos eran fuertes y duras como la piedra, era como si hubiese cogido las manos de su padre o las de un herrero. Pero al ver la mirada clara de Arn era como si su cara infantil y dulce en absoluto pudiese tener nada que ver con tales manos, y se le ocurrió que Nuestra Señora tal vez no le había enviado un monjecito cualquiera, ya que aquellas manos no eran las de un niño débil.

Arn se ruborizó y no supo cómo manejar la situación. Por un lado debía respetar los agradecimientos sinceros de la joven mujer; por el otro pensaba que estaba dirigiendo sus gracias equivocadamente. Tan rápido como se atrevió se liberó con cuidado de sus manos y la instó a levantarse, bendijo sus agradecimientos y le recordó que este agradecimiento debería ser dirigido hacia más arriba. Gunvor asintió en seguida y aseguró que lo seguiría haciendo mientras viviese.

Cuando Arn hubo dado la mano a los presentes y todos hubieron sentido y comprendido lo mismo que Gunvor al tomar sus callosos puños, se sentaron un rato y se hizo un silencio embarazoso.

Entonces Gunnar sintió que debía decir algo antes de que fuese demasiado tarde, ya que si no decía nada ahora, se arrepentiría durante el resto de su vida. El valor y el honor de un hombre también se caracterizaban por expresar lo que realmente pensaba.

Y Gunnar empezó a explicar, al principio un poco entrecortado y titubeante, que él y Gunvor se habían amado secretamente desde hacía muchos años, que habían rogado continuamente a Dios por un milagro que los pudiese unir, a pesar de que nada auguraba tal posibilidad y a pesar de que los padres de ambos sólo rechazaban sus sueños cual aberraciones infantiles. Pero él había sentido que no podía vivir sin su Gunvor. Y ella había sentido lo mismo. Y el día que se la llevaron para la cerveza nupcial ya no había querido vivir más. Y ella tampoco había querido vivir. Y aunque Nuestra Señora finalmente tuvo misericordia por ellos, fue Arn quien estuvo a Su servicio y ejecutó Su voluntad.

Ante estas palabras, este sincero intento de un hombre sencillo de expresar en su rudo lenguaje el significado de la gracia, Arn sintió tanta veneración como gratitud. Era como si ya se hubiese reconciliado con la convicción de que la absolución del padre Henri era real, que había sido los andamios y el núcleo de una casa, aunque no una casa acabada. Pero con este regalo de amor que habían recibido esos sencillos campesinos y por el que ahora le agradecían tan sinceramente, era como si la casa de pronto estuviese acabada con todos los muros y todos los entramados y las ventanas en su sitio.

—Gunnar, amigo mío —dijo con júbilo en su interior—, lo que me habéis dicho me acompañará siempre, puedes estar seguro de ello. Pero lo único que os puedo dar a los dos en señal de gratitud son unas palabras de las Sagradas Escrituras, y no pienses mal antes de haberlas escuchado. Porque fue vuestro amor el que todo lo venció y la Madre de Dios vio vuestro amor y por eso tuvo misericordia. Escuchad ahora las siguientes palabras del mismo Señor y dejad que esas palabras vivan en vuestro hogar y en vuestros corazones para siempre:

Llévame grabada en tu corazón,

¡llévame grabada en tu brazo!

El amor es inquebrantable como la muerte;

la pasión, inflexible como el sepulcro.

¡El fuego ardiente del amor

es una llama divina!

El agua de todos los mares

no podría apagar el amor;

tampoco los ríos podrían extinguirlo.

Si alguien ofreciera todas sus riquezas

a cambio del amor,

burlas tan sólo recibiría.

Había leído el texto en su propio idioma para que lo entendiesen; tuvo que repetirlo varias veces para que lo memorizasen y les dijo dónde encontrar estas palabras de Dios en las Sagradas Escrituras: El Cantar de los Cantares, 8, 6—8.

Cuando se despidieron volvieron a darse las manos y Gunvor le preguntó por su nombre. Arn intentó decir su nombre por primera vez, el nombre que pertenecía al otro mundo: Arn Magnusson de Arnäs. Pero no fue capaz, lo sentía como una presunción. Les dijo solamente que se llamaba Arn.

Gunnar, al salir cabalgando con su novia sentada delante de él en la silla del caballo y rodeando su cintura con los brazos, pues ya que se habían quedado con el potente caballo no había razón para caminar, sintió que su pecho respiraba violentamente y nunca antes había sentido el aire fresco del otoño tan agradable y tan libre. Cabalgaba con su futura esposa en sus brazos, sentía el calor de su cuerpo y los latidos de su corazón contra su antebrazo. Juntos repitieron una y otra vez las propias palabras de Dios sobre su amor vencedor.

Oscureció temprano aquel día y el tiempo pasó a tormenta. Era imposible conversar al aire libre y los habían avisado de que estarían a solas en el parlatorium al lado de la sala principal. Cuando Arn se dirigía por el claustro hacia la reunión con el hábito revoloteando en el viento, rezó porque Gunvor y Gunnar tuviesen buena protección de camino a casa bajo la primera tormenta de otoño, alguna protección más que el amor con que calentarse. Aunque también pensó que probablemente su amor era tan fuerte que los protegería contra todos los vientos, tanto los vientos de la vida como los de la tormenta que estaba de camino.

El hermano Guilbert ya lo estaba esperando en el parlatorium, bien lavado y con el pelo todavía mojado cuando entró Arn. Las tres velas de cera flamearon un poco al abrir y cerrar la puerta con prisa. Primero rezaron juntos un Pater Noster, y luego una oración silenciosa cada uno por lo que ahora sería explicado.

Cuando el hermano Guilbert finalmente alzó la vista después de la oración, su mirada rebosaba de amor por su discípulo, pero también de una extraña pena cuya sombra Arn solamente había divisado alguna que otra vez.

—Como hermano en nuestra orden soy Guilbert de Beaune y lo sabes —empezó a decir el hermano Guilbert lentamente—. Pero también era mi nombre en otra orden que es un cercano familiar a la nuestra, se podría decir nuestra orden hermana armada, que también tiene el mismo padre espiritual que nosotros, ya sabes quién.


El venerable
san Bernardo de Clairvaux —constató Arn, juntando las manos encima de la pesada mesa de roble, y bajó la cabeza en señal de que solamente quería escuchar y no decir nada.

—Cierto, él y nadie más —continuó el hermano Guilbert, respirando profundamente—, él y nadie más creó también el Sagrado Ejército de Dios, la Orden de los Templarios, en la que yo luché por la causa de Dios durante doce largos años. Por tanto, fui soldado en Outremer durante doce años y me he enfrentado a más de mil hombres en combate, hombres buenos y hombres malos, valientes y cobardes, hábiles y no tan hábiles, y nunca nadie me venció. Como bien comprenderás, el asunto también tiene un lado teológico, y no solamente el lado que tiene que ver con la capacidad de las manos y los pies. Pero de momento me saltaré ese lado. El hecho es que nunca encontré a nadie superior a mí con la espada o la lanza, sin embargo, a caballo sí, y esto lo digo no para ufanarme, ya sabes que ninguno de nosotros aquí dentro lo hace. Lo digo porque es verdad y para que de una manera muy precisa comprendas quién te ha enseñado el arte de usar la espada, la lanza, el escudo, el arco y tal vez lo más importante, el caballo. Antes de seguir debo hacerte una pregunta por pura curiosidad. ¿Realmente nunca se te ha ocurrido esto?

—Eh… no… —dijo Arn, titubeante y a la vez aturdido por la idea de que durante todos esos años y hasta donde alcanzaba a recordar había cruzado la espada con un hombre superior divinamente bendecido—. No, por lo menos no al principio, solamente éramos tú y yo. Pero posteriormente, al pensar en los hombres que intentaron matarme y en la manera tan infantil y torpe con que manejaban sus espadas, empecé a preguntarme algunas cosas. La diferencia entre ellos y tú, querido hermano Guilbert, era enorme.

—Sí, parémonos aquí y hablemos un poco sobre eso, no es peligroso; al revés, creo que es bueno para ti —continuó el hermano Guilbert como si hubiese cambiado de tema y ya hubiese dicho todo lo que tenía pensado—. Si lo he entendido bien, se te acercó un hombre en diagonal desde atrás y apuntó el golpe hacia tu cabeza, ¿es así?

—Sí, creo que sí—dijo Arn, moviéndose nerviosamente. No le gustaba el giro que había tomado la conversación.

—Naturalmente te agachaste y cambiaste a la vez la espada de mano. El hombre de delante de ti bajó entonces la guardia porque tenía la mirada no en tu espada sino en tu cabeza, la cual esperaba ver rodar por el suelo. Tú viste el punto débil y golpeaste. Pero tuviste tiempo de pensar que debías girarte rápidamente y hacia el lado para no tener al otro encima de ti de nuevo. Asilo hiciste. El otro había tenido tiempo de levantar la espada pero ahora debía mover los pies, viste el punto débil en la cintura entre el codo y su rodilla doblada y golpeaste de nuevo. Así ocurrió, más rápido de lo que tú ni nadie pudisteis pensar, ¿verdad?

El hermano Guilbert había hablado con los ojos cerrados e intensamente concentrado, como si lo hubiese visto ocurrir todo de nuevo en su interior.

—Pues sí, exactamente así —contestó Arn, avergonzado—. Pero yo…

—¡Nada de eso! —interrumpió el hermano Guilbert, levantando la mano en señal de rechazo—. No te disculpes más por eso, ya tienes la absolución. Volvamos a lo que me ha ordenado el padre Henri que te aclare. No hubiese importado si esos canallas hubiesen sido tres o cuatro, los podrías haber matado a todos. Sinceramente, no creo que tengas tu par en cuanto a la espada ahí afuera, por lo menos no en este país. Pero ahora imagínate que tú y yo realmente luchásemos a vida o muerte. ¿Qué crees que pasaría entonces?

—Antes de que pudiera parpadear un par de veces me habrías dado… tal vez antes de parpadear tres veces —contestó Arn, confundido. No podía imaginarse siquiera una cosa tan absurda.

—¡En absoluto! —refunfuñó el hermano Guilbert—. Naturalmente no quiero decir practicar, cosa que siempre hemos hecho, yo mandando y tú obedeciendo. Pero si tuvieses que pensar por ti mismo y estuvieses obligado a ello, ¿cómo lucharías contra mí?

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