Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (3 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Él descubrió que lo estaba mirando a escondidas y continuó sonriendo cuando se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.

—Realmente eres una mujer especial, Sigrid —le susurró sin ira en la voz—. He pensado en lo que has dicho y tienes razón en todo. Si aunamos nuestras fuerzas en Arnäs seremos más ricos. ¿Cómo podría un comerciante tener una esposa mejor y más fiel que tú?

Le contestó rápidamente en voz queda y con los ojos bajos que ninguna mujer podría tener un esposo mejor y más comprensivo que él. Pero luego alzó la vista, lo miró seriamente a los ojos y añadió que era cierto que había tenido una aparición dentro de la iglesia y que todas sus ideas procedían del mismísimo Espíritu Santo, incluso aquellas que eran inteligentes y que hacían referencia a los negocios.

Magnus pareció un poco malhumorado, como si no la creyera del todo, casi como si estuviera mofándose de lo sagrado; él era mucho más creyente que ella, los dos lo sabían. Sus años en el convento no la habían ablandado en absoluto.

Cuando los bufones acabaron su actuación y se fueron hacia la tienda de la cerveza a que los invitaran a la bebida y a la carne bien hecha que se merecían, Magnus tomó a su hijo en brazos y se dirigió con Sigrid a su lado y Sot a diez respetuosos pasos por detrás hacia las puertas de la ciudad; al otro lado de la empalizada los estaban esperando sus carruajes y sus guardias. En el camino, Sigrid le explicó la aparición que había tenido. Lo explicó sensatamente y con muchas palabras, ya que también describió cómo se debía interpretar el significado del Sagrado Mensaje.

Su primer parto casi la había matado y la Santa Madre de Dios la había salvado a ella y a Eskil en el umbral de la muerte. Era sabido que un parto difícil a menudo era seguido por otro también difícil y de nuevo era hora. Pero al donar Varnhem estaría asegurada por muchas oraciones, además rezadas por los hombres más hábiles en saber muchas oraciones. Ella y el nuevo niño vivirían.

Pero, naturalmente, lo más importante era que sus dinastías unidas serían más poderosas cuando Arnäs se construyera fuerte y rico. De lo único que no estaba segura era de quién podía ser el joven con el caballo plateado de abundante crin blanca y larga cola levantada. Seguro que, de todas formas, no era el Sagrado Desposado. No era creíble que él viniese montado en un semental brioso con un escudo en el brazo.

Magnus quedó preso del problema y después de cavilar un rato preguntó el tamaño de los caballos y su forma de moverse. Después objetó que seguramente ese tipo de caballos no existían y se preguntaba qué quería decir cuando decía que el escudo llevaba una cruz de sangre. En ese caso se trataba de una cruz roja, pero ¿cómo podía saber ella que era de sangre y no simplemente de color rojo?

Ella respondió que sencillamente lo sabía. La cruz era roja, pero de sangre. El escudo era completamente blanco. La ropa del joven no la había visto del todo, ya que el escudo le ocultaba el pecho, pero de todos modos llevaba ropa blanca. Blanca, igual que los cistercienses, pero evidentemente no era en absoluto un monje, ya que llevaba el escudo de un guerrero. Y posiblemente llevara una cota de malla debajo de la ropa.

Magnus preguntó, pensativo, por la forma y la medida del escudo pero, cuando se enteró de que tenía forma de corazón y no era más grande que para proteger el pecho, sacudió la cabeza, desconfiado, y explicó que él no había visto nunca un escudo así. Los escudos o eran grandes y redondos, como los escudos que antes empleaban en los saqueos, o eran alargados y en forma de triángulo, para que los guerreros pudieran moverse mejor cuando se colocaban en forma de
fylking
, una alineación en forma de cuña. Un escudo tan pequeño como el que ella había visto en la aparición sería más un estorbo que una protección si se utilizaba en una contienda.

Pero naturalmente, como persona corriente, no se podía entender todo lo que se aparecía. Y por la noche los dos juntos rezarían agradeciendo que la Madre de Dios les hubiera mostrado indulgencia y prudencia.

Sigrid respiró, sintiendo un gran alivio y una profunda paz. Lo peor había pasado, ahora sólo quedaba persuadir al viejo rey para que no le quitara la donación y la entregara sólo en su propio nombre. Desde que se había hecho mayor se preocupaba cada vez más de la cantidad diaria de oraciones en su nombre y ya había fundado dos conventos para asegurarse este asunto. Todos lo sabían, tanto sus amigos como sus enemigos.

El rey Sverker tenía una cruel resaca y además estaba furibundo cuando Sigrid y Magnus entraron en la gran sala de la casa de campo real, donde el rey debía resolver todas las decisiones de un día largo, desde cómo se debía ejecutar a los ladrones que habían apresado el día anterior en el mercado, de si sólo los colgaban o si primero los torturaban, hasta cuestiones que se referían a disputas sobre la tierra y herencias que no se podían solucionar en audiencias normales.

Mucho más que la resaca, lo que lo ponía furioso era la noticia del día sobre el bribón de su penúltimo hijo, que miserablemente lo había traicionado. Su hijo Johan había marchado a una correría de pillaje a la danesa Halland. Eso no es que fuera muy peligroso; eran cosas que podían hacer los nobles jóvenes si querían jugarse la vida en lugar de jugar sólo a los dados. Pero había mentido respecto a las dos mujeres que había raptado para convertir en esclavas. Había dicho, sin hablar claro, algo que dio lugar a creer que las dos mujeres que se había llevado a casa eran dos extranjeras cualesquiera. Pero acababa de llegar un escrito del rey danés diciendo algo, por desgracia, completamente diferente y que ahora nadie ponía en duda. Las dos mujeres eran la mujer del canciller del rey danés en Halland y su hermana. Por tanto se trataba de ultraje e infamia y cualquiera que no fuera hijo de un rey habría perdido de inmediato su vida por un crimen así. Naturalmente las había deshonrado a las dos. Así que ni siquiera se podían devolver en el mismo estado en que habían sido raptadas. Se solucionara de un modo u otro, representaría un elevado gasto en plata y, en el peor de los casos, podría desembocar en una guerra.

El rey Sverker y sus hombres más cercanos habían discutido con tan elevadas voces que pronto todos los presentes en la sala supieron toda la verdad. Lo único seguro era que las mujeres debían ser devueltas. Pero ahí se acababa el consenso. Algunos decían que era demostrar debilidad si pagaban con plata, pues podía despertar en el rey Sven Grate la idea de ir con su ejército a saquear y a conquistar tierras.

Otros decían que incluso mucha plata sería más barato que un ejército saqueando, dejando de lado el asunto de quién ganaría una guerra como aquélla.

Después de una discusión larga y rica en palabras, de pronto el rey, con un suspiro cansado y profundo, se dirigió hacia el padre Henri de Clairvaux, que estaba sentado en la parte delantera de la sala, esperando que se hablara de la cuestión de Lurö. Estaba sentado con la cabeza como inclinada en oración, con la capucha blanca y puntiaguda bien baja, de manera que no se veía si realmente oraba o dormía. Ahora resultaba evidente que más bien había estado durmiendo. En cualquier caso, el padre Henri no había entendido la acalorada discusión y cuando respondió a la pregunta del rey parecía más latín que el idioma común, así que nadie entendió lo que dijo. No había ningún otro hombre de Dios cerca, ya que aquí se iban a discutir sobre todo cuestiones bajas y terrenales. El rey montó en cólera en la sala y con la cara roja gritó que se acercara rápidamente algún diablo que hablara aquel pedante idioma clerical.

Sigrid vio en seguida su oportunidad, se levantó y caminando lentamente con la cabeza gacha fue hasta la parte delantera de la sala y se inclinó respetuosamente primero ante el rey Sverker y luego ante el padre Henri.

—Mi rey, estoy a vuestro servicio —dijo, esperando su decisión de pie.

—Si aquí no hay ningún hombre, pues que sea lo que sea, quiero decir, si no hay ningún hombre que hable ese idioma —suspiró el rey, cansado—, Y por cierto, ¿cómo es que tú lo haces, querida Sigrid? —añadió con una voz mucho más suave.

—Lamentablemente, lo único que realmente aprendí durante mi reclusión en el convento fue el latín —contestó Sigrid en voz baja y púdicamente seria, aunque Magnus fue el único hombre de la sala que pudo adivinar una sonrisa llena de burla cuando lo dijo. A menudo hablaba de aquella manera, decía una cosa pero en realidad quería decir otra.

El rey, mientras tanto, no captó la burla con lo sagrado y pidió sin demora a Sigrid que se sentara junto al padre Henri, le explicara la situación y después le pidiera su opinión. Obedeció inmediatamente y mientras ella y el padre Henri iniciaron una conversación en susurros en el idioma que, por lo visto, eran los únicos de la sala en conocerlo, se extendió una sensación embarazosa; los hombres se miraron interrogantes unos a otros, alguno se encogía de hombros, alguno cruzaba las manos exageradamente mirando hacia el cielo. Entre tantos buenos hombres, ¡una mujer aconsejando al rey! Pero asiera. Y lo sucedido no se podía dar por no sucedido.

Al cabo de un rato, Sigrid se levantó y explicó en voz alta, acallando el murmullo de la sala, que el padre Henri había reflexionado sobre el tema y decía que lo más cuerdo sería obligar al truhán a casarse con la cuñada del canciller real. Pero la esposa del canciller sería devuelta con regalos y bien vestida, con banderas y juegos. El rey Sverker y el truhán de su hijo, sin embargo, renunciarían a la dote, asila cuestión de la plata estaría resuelta. Lo que el truhán opinara de este asunto no se tendría en cuenta, dado que si él y la cuñada del canciller se unían, el lazo de sangre evitaría la guerra. Sin embargo, el truhán debería hacer algo para pagar el pillaje. De cualquier forma, la guerra sería una solución más costosa.

Al callar y sentarse Sigrid, primero se hizo un completo silencio mientras los reunidos reflexionaban acerca del contenido de la propuesta del monje. Pero poco a poco corrió un murmullo de aprobación, alguien desenvainó su espada y dio un fuerte golpe sobre la pesada mesa que se extendía a lo largo de la pared de la parte delantera. Otros siguieron su ejemplo, y en seguida la sala retumbaba del ruido de las armas y con ello la cuestión estaba, por el momento, zanjada.

Puesto que ahora Sigrid estaba sentada en la parte delantera de la sala y ya que parecía que había tomado parte en la cuerda propuesta del padre Henri, el rey Sverker decidió que podían aprovechar el momento para decidir la cuestión sobre Varnhem e hizo una seña a un escribano, que empezó a leer el escrito que el rey había encargado para solucionar el asunto ante la ley. Según el texto leído parecía, sin embargo, que la donación era sólo del rey.

Sigrid solicitó tener el texto en sus manos para traducírselo al padre Henri y a la vez aprovechó también para proponer suavemente que quizá el señor Magnus podría participar en la conversación. Claro, claro, gesticuló el rey, como cohibido y molesto, e hizo una seña a Magnus para que se acercara y se sentara al lado de su mujer.

Sigrid tradujo el texto rápidamente al padre Henri, que se había echado la capucha hacia atrás, intentando leer el texto mientras Sigrid lo iba marcando. Cuando hubo acabado añadió rápidamente y aparentando que todavía estaba traduciendo que la donación era de ella y no del rey, pero que ante la ley necesitaba la aprobación del rey. El padre Henri le echó una corta mirada con una sonrisa que le recordaba a la suya propia y asintió pensativamente.

—Bien —dijo el rey, impaciente, como si quisiera acabar pronto con la cuestión—, ¿tiene el reverendísimo padre Henri algo que decir o proponer en este asunto?

Sigrid tradujo la pregunta mirando al monje fijamente a los ojos y él no tuvo ninguna dificultad en entender sus pensamientos.

—Bueno —empezó con cuidado—, es una acción de la satisfacción de Dios que le sea donado a los más fieles de Su huerto. Pero ante Dios como ante la ley, una donación sólo se puede aceptar cuando se está seguro de quién es realmente el donante y quién es el receptor. ¿De lo que ahora tan generosamente vamos a disponer, es propiedad de Su Majestad?

Le hizo una seña con la mano a Sigrid, haciendo un movimiento en círculo para que tradujera. Ella recitó rápida y sordamente la traducción.

El rey se sintió embarazado y le echó una mirada huraña al padre Henri, mientras éste sólo parecía amablemente interrogante ante el rey, como si fuera la cosa más natural controlar que todo estuviera bien hecho. Sigrid no dijo nada; esperaba.

—Sí, puede ser… puede ser —murmuró el rey, molesto—. Puede ser, digamos que ante la ley la donación debe venir del rey, así es. Quiero decir, para que nadie se pelee por este asunto. Pero la donación es también de parte de la señora Sigrid, que está aquí entre nosotros.

Cuando el rey dudaba sobre cómo debía continuar, Sigrid aprovechó para traducir lo que acababa de decir en el mismo tono formal y recitativo que antes. El padre Henri se iluminó en una amable sorpresa cuando se enteró de lo que ya sabía y luego sacudió lentamente la cabeza con una dulce sonrisa y explicó, con palabras muy sencillas pero con todos los rodeos y cortesías exigidos cuando se rectifica a un rey, que ante Dios probablemente sería más adecuado atenerse a la verdad también en documentos formales. Así que si se hacía aquella carta con el nombre real del donante, y con la aprobación y conformación de Su Majestad, el asunto estaría bien hecho y las plegarias corresponderían en el mismo orden tanto a Su Majestad como al donante.

No fue solamente que el asunto se decidiera justamente de aquella manera, es decir, como Sigrid deseaba. Puesto que no podía ser de otro modo, el rey Sverker tomó la rápida decisión de añadir que la carta se escribiera en idioma común y en latín y que le pondría su sello a lo largo del día; y ahora tal vez se pudiesen animar un poco pasando a la cuestión de cómo y cuándo tendrían lugar las ejecuciones.

Lo que también ocurrió fue que con el padre Henri y la señora Sigrid se habían encontrado dos almas. O dos personas en la tierra con una mentalidad y un sentido común muy parecidos.

De este modo, la cuestión sobre Varnhem quedó momentáneamente zanjada.

Para San Felipe y San Jacobo, día en que la hierba debería estar verde y frondosa, suficiente para dejar suelto el ganado a pastar por los cercados, a Sigrid le entró el pánico, como si una mano fría le hubiera estrujado el corazón. Sintió que iba a empezar, pero el dolor desapareció tan de prisa que pronto le pareció que había sido fruto de su imaginación.

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