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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (6 page)

BOOK: Trinidad
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Las voces de la habitación principal llegaban hasta nosotros, y la natural curiosidad nos llevó hasta la media puerta a echar una mirada. Amontonados alrededor de la lumbre y chupando ansiosamente las respectivas pipas estaban mi padre, Fergus, Tomas, Daddo Friel y Kevin O'Garvey, es decir, la asamblea más impresionante que se podía reunir en Ballyutogue. Conor y yo intercambiábamos excitados susurros. Estábamos seguros de que aquello sólo podía ser una reunión ultrasecreta para tratar de asuntos republicanos.

De pronto, precisamente como si hubiera podido ver a través de las paredes, Tomas abrió la puerta de golpe, haciéndonos rodar dentro de la habitación grande.

—Uno creería que estos chavales tendrían que caerse muertos de sueño —comentó.

—Estoy seguro de que no hacen más que seguir tu ejemplo —replicó Kevin.

Comprendiendo que ahora no dormiríamos, Tomas dirigió una mirada al abogado, quien movió la cabeza afirmativamente para indicar que no había inconveniente en que nos quedáramos. Era un gran honor, ¡ya lo creo! Por otra parte, nunca nos escondían nada de carácter republicano. Nuestros primeros héroes habían sido fugitivos de la Corona que venían a esconderse en el pueblo y eran enviados en secreto al siguiente refugio clandestino.

—Tráenos una botella de las viudas —ordenó Tomas a Conor. A mí me señaló un rincón—: Hazte todavía más chiquito de lo que eres.

Cuando Conor regresó, nos acurrucamos lejos de los otros, espiando vivamente toda bocanada de humo y toda mirada fija que clavasen en la lumbre. La botella circulaba de mano en mano, cada cual bebía un trago, por turno, y detrás de cada trago seguía un profundo suspiro irlandés de remordimiento.

—Kilty se nos ha ido en un mal momento —decía Kevin—. Incluso siendo un hombre a medias, nada más, conservaba una figura poderosa.

—Sí —convino mi padre—, no volveremos a ver otros como él, por estos contornos.

—Tendrás que soportar tú el peso que él había llevado, Tomas —decía Kevin.

Tomas movió la cabeza.

—No quiero ni puedo llevar la carga de Kilty.

—La llevas ya desde que sufrió el primer ataque. Te guste o no te guste, quieras o no quieras, todo el mundo acudirá a ti, ahora. No les cerrarás la puerta, como tampoco he podido cerrársela yo.

—Es el hado de los Larkin —iba diciendo Daddo—, el hado de los Larkin.

—No sé —opinaba Tomas—. Una cosa es zanjar querellas de pueblo o decirle a uno con quién tiene que compartir su caballo… Pero proseguir la guerra de Kilty contra los británicos… No, eso no es para mí.

—Debes hacerlo, Tomas. Estamos entrando en una era nueva. Por primera vez en setecientos años, el arrendatario de tierras tiene derecho a votar y tú debes encargarte de cuidar de que en esta comarca todo el mundo vote.

—Estáis escarbando con él pie cojo —respondía Tomas.

—Una nueva atmósfera se extiende por Inglaterra. Soplan aires de reforma.

—Les habrán llegado los aires de la revolución que tuvo lugar en Francia el siglo pasado —replicaba Tomas.

—Gladstone no es de la misma estirpe que la aristocracia —continuaba Kevin.

—Gladstone es una teta de mi cerda vieja —le interrumpió Tomas—. Araña bajo su piel y encontrarás un inglés de pies a cabeza, con su correspondiente corazón inglés. Todavía no ha nacido ni uno solo que comprenda que somos algo más que una variedad de simios. ¿Qué nos ha regalado jamás su maldito Parlamento sino miseria inteligentemente envuelta en hermosas palabras…?

—Deja de desbarrar —espetó Daddo—. ¿No ves que Kevin quiere decirnos algo?

Nunca dejó de maravillarme observar cómo Daddo, a pesar de sus años y su ceguera casi total, percibía el estado de espíritu de una persona por el tono o la vibración de su voz, o hasta por la duración de los silencios intercalados entre sus pensamientos. Acertaba, en verdad, porque lo que teníamos ante nuestros ojos, precisamente, era a un Kevin O'Garvey en un raro momento de vacilación.

—¿Qué querías decirnos, Kevin? —repitió Daddo.

—Me presento para el escaño de East Donegal en la Cámara de los Comunes, en las próximas elecciones.

Sí, uno se habría figurado que aquellos duendes que rondaban todo el rato la casa, esperando el momento de llevarse el alma de Kilty, se habían presentado de repente en nuestra habitación principal y habían convertido a todo el mundo en piedra. Tan grande era el asombro. Kevin se enervaba con el sonido de su propia voz. La botella pasaba silenciosa, pero velozmente de mano en mano. Conor y yo nos poníamos morados de tanto contener el aliento, dominados por la tensión.

—Jaysus
—murmuró por fin mi padre
.

Tomas, que recobró los sentidos antes que los demás, emitió un silbido prolongado.

—Y supongo —dijo— que lord Hubble financiará tu campaña y los protestantes y los orangistas, sin excepción, te llevarán a hombros a Londres, y el mayor Hamilton Walby, que ocupa el escaño desde hace treinta años, estará ansioso por sentarte a ti y desempolvártelo.

—Jamás pensé que lo consiguiera sin lucha; pero tenemos los votos suficientes, si vosotros dejáis de recostaros en vuestra pala.

—Y si parece que vas a imponerte al mayor Walby y al conde y a toda esa ralea —continuó Tomas, constituyéndose en abogado del diablo—, ¿qué pasará con la Santa Madre Iglesia?

—No me he parado mucho a pensar en ello —respondió Kevin, cediendo.

—Yo lo veo claro como el lago en luna llena —prosiguió Tomas—. Por todo Inishowen hierve esa agitación republicana. O'Garvey se presenta para la Cámara de los Comunes, y al poco rato Su Señoría tamborilea con los dedos sobre la mesa, con talante extremadamente nervioso después de calcular que los campesinos pueden reunir votos suficientes. ¡Rápido! Al grano del problema, sin rodeos. Su Señoría y otras señorías irán a hacerle una visitita de cumplido al cardenal, en Armagh. «¡Ah, Eminencia, nosotros celebramos la continua emancipación, el mejoramiento de la Iglesia Ronana! No se debe permitir que este proceso se desvíe o se invierta.» Y untarán a su santidad con chorros de buenas intenciones, como si cada uno de ellos fuera el mismísimo Daniel O'Connell, el libertador. «Reverencia, hemos meditado los próximos grandes pasos que hay que dar… nueva legislación en favor de ustedes…, un colegio nuevo…, nuevos privilegios…, nuevos subsidios y más regalos que haremos nosotros para sus diversas obras buenas. El Gobierno de Su Majestad va por este camino en cuerpo y alma, ya sabe. Sin embargo, si los fenianos ateos intentaran abrirse paso hasta el Parlamento podrían poner en peligro este programa y usted ya sabe lo que eso significaría para la Santa Madre Iglesia. Vamos, Reverencia, sería una lástima ver cómo se desvanecen todas las ventajas que han conquistado. Le sugerimos respetuosamente que converse un ratito con sus obispos y les diga unas palabritas cuerdas.» Y el padre Lynch y todos los padres Lynch habidos y por haber te condenarán desde todos los pulpitos de Donegal. ¿Tienes bastantes votos para derrotar a Jesús, a María y a todos los santos?

Mi padre estaba como un tomate, y yo procuraba esconderme dentro de mi propio estómago. Jamás había escuchado tantos ultrajes contra el Señor en dos días seguidos. Tomas fue encolerizándose poco a poco; pero Kevin y Daddo llevaban sobre sus hombros demasiados años de lucha para dejarse arrastrar a ciertos terrenos.

Pocos hombres, incluso contando al sacerdote, podían amonestar a Tomas. Kevin era uno de estos pocos. Daddo otro, y precisamente Tomas estaba sentado entre ambos. Mi padre hizo como si se situara fuera del alcance de la discusión, limitándose a mover la cabeza ante sus implicaciones. Kevin volvió a cargar la pipa con intencionada lentitud, dejando que la llamarada de Tomas disminuyese hasta quedar en un rescoldo.

—Si ya has sacado todo el aire de la gaita —dijo Kevin finalmente—, déjame exponer los objetivos que perseguimos. Parnell calcula que podrá llevar al Parlamento británico un partido irlandés de unos setenta escaños. Setenta escaños, fijaos bien; el peso que decide la balanza entre los liberales y los conservadores, indiscutiblemente. Y el precio que exigirá por colaborar con los liberales de Gladstone será una Home Rule Bill, una ley de autonomía para Irlanda…

—Pones demasiada confianza en Parnell —interrumpió Tomas—. A fin de cuentas, Parnell es un protestante rico, un terrateniente. Ah, sí, ha escogido un buen género para su campaña, pero lo que hace es servirse de nosotros y de nuestra miseria en su carrera personal hacia el poder.

No sería justo decir que Kevin miraba a Tomas de hito en hito, pues era mucho más bajo, pero sí que estaba encarnado de rabia.

—¡Te agradeceré que te calles, Tomas Larkin! Parnell ha hecho más por este país que todos los cuellos duros Ronanos juntos.

—¡Para eso se necesita muy poco!

—Voy a decirte sólo una vez quién es Charles Stewart Parnell, y no lo olvides…, es un irlandés.

—Lo mismo que Smith O'Brien e Isaac Butt —añadió Daddo—, que se pasaron muchas horas guiándonos a mí y a Kilty en la Joven Irlanda y en la Liga Campesina. También ellos eran protestantes… Por no hablar ya de Wolfe Tone, y de Robert Emmet, que fue ejecutado en la Liberties de Dublín el mismísimo año que nací yo. Fue colgado, arrastrado y descuartizado, y su sangre empapó el suelo. Era protestante, pero era irlandés.

—Dios te bendiga, Kevin —replicó Tomas, adoptando ahora el tono conciliatorio de lógica fría y enfoque sereno—. Toda esa maniobra no tiene ni una pizca de buen sentido. Es un juego sucio que te haces a ti mismo y una sucia ilusión que levantas ante nuestros ojos. ¿Y qué, si vas como un trueno a Londres, cabalgando en la punta del arco iris con setenta miembros del Parlamento y obligas a Gladstone a votar una ley de autonomía? Dime… dime una cosa, honradamente…, ¿la vetará la Cámara de los Lores? ¿Sí o no?

—Eso no es lo que interesa, en absoluto.

—Pues ¿qué diablos es lo que interesa?

—Continuar la guerra en un nuevo campo de batalla…, dar el primer paso en una nueva dirección que se nos abre…

—Las probabilidades de que te escuchen sin prejuicios en sus Cámaras no son mayores que las que tendrías en el juego de la pajita en la feria de Derry.

—Escucha —interpuso Daddo. Su anciana voz manifestaba ahora el desgaste—. Kevin tiene que combatir a su manera, lo mismo que todos nosotros luchamos a la nuestra en días pasados. ¿Le estás diciendo quizá que sus largos años de lucha y los derechos que ha conquistado para nosotros no servirán de nada?

—Eso nunca —replicó Tomas—, pero sí le digo lo siguiente: al final de todo hay una sola cosa que lord Hubble y la Corona entienden… no pagarles las rentas…, robarles el ganado…, asesinar a sus prestamistas…, boicotear sus campos cuando necesiten nuestros brazos. Pero no te metas en su salón para competir en sus juegos de salón. No serán jamás sus leyes las que nos hagan soportable la vida, sino nuestros viejos métodos, consagrados por el tiempo.

—Hasta el momento, sus métodos, consagrados también por el tiempo, han resultado muchísimo más efectivos que los nuestros —replicó Kevin—. Hay un pecado en todo esto, Tomas, y ese pecado es que me digas que abandone la tentativa.

Un silencio indeciso se extendió por la habitación. Mi padre echaba turba al fuego; los demás parecían flotar por el aire, en alas de sus pensamientos. Tomas se puso a deambular a paso lento, y el paseo aumentaba su mal humor; después empezó a mesarse los cabellos y abatir el puño contra la abierta palma de la mano con gesto de frustración. Mientras, los otros se acercaban más al fuego, esperando sus últimas palabras. Él se detuvo, abrió los brazos como para destrozarlos a todos de un solo zarpazo, y después agitó las manos como queriendo coger pensamientos por el aire.

—Lo que nos pasa —dijo— es que nos consumen las tradicionales fantasías irlandesas. Nos hemos sometido, como pueblo, a la fantasía cristiana que nos ha embotado la mente, no dejándonos pensar por nuestra cuenta, y nos ha tenido de rodillas suplicando con voz culpable a un Dios aterrador a quien no se nos permite conocer de cerca… sólo se nos permite perpetuar un mito vagamente definido e incuestionable de un país más allá de las montañas. Y… a la fantasía republicana, que nos llena de un coraje falso, infantil, cuando nos vanagloriamos de nuestra virilidad en la taberna clandestina, contándonos unos a otros cuan valientes muchachos somos, glorificando hazañas que nunca sucedieron y dándonos a comer unos a otros él salitre republicano de una liberación que no viviremos bastante para llegar a ver. ¡No, nunca! ¡No, por amor de Dios, nunca miraremos la realidad de frente! Nunca nos liberaremos de nuestras fantasías el tiempo necesario para mirarnos y decir: «He ahí lo que somos.» Los campos son reales. Las rentas son reales. La muerte de Kilty es real, como lo fueron sus sufrimientos en vida. Pero no, nosotros hemos de embadurnarnos con las salsas de la fantasía, de las rondas de duendes, de la sonrisa de María y sus promesas para el más allá, de las fugas de la cárcel que nunca se producen. Tú comercias en fantasías, Daddo, tú eres el
shanache
.

—Sí —respondió él viejo—. El problema está en que la mayoría de nuestros pobres infelices no son otros tantos Tomas Larkin. Despoja de fantasías a la mayoría de hombres y mujeres, y no serán capaces de seguir adelante por esta cochina vida. Un sueño equivale, ni más ni menos, a un chorrito de
poteen
para amortiguar el dolor. ¿Es eso tan malo? ¿Y me estás diciendo, Tomas, que a Conor, que está ahí, no se le permitirá que sueñe un poco por su cuenta y riesgo?

Tomas se nos acercó con una expresión que daba miedo.

—Le estoy diciendo a Conor que no soy el hijo de Kilty, sino su continuador. Le estoy diciendo que lo único que le importa a su padre es cultivar bien las tierras, pagar las deudas, alimentar a los hijos y transmitirles los campos en buen orden. Abrígate con fantasías irlandesas, chaval, y acabarán aplastándote el pecho como una piedra gigante que rodase desenfrenada ladera abajo y arrasara nuestra casa.

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