Triste, solitario y final (11 page)

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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

BOOK: Triste, solitario y final
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—Contra mí no tienen nada. Si la señora Walcott no presenta denuncia, mañana me iré a casa.

—¡Muy lindo! Le salvo la vida y me deja adentro.

—Voy a buscar a Frers. Él pagará las multas.

—Mejor busque al cónsul argentino. Él tiene que hacer algo.

A medianoche, un policía de pelo lustroso y rostro descansado como si recién tomara servicio, apareció en la puerta y llamó:

—¡Philip Marlowe y Osvaldo Soriano!

Los dos hombres se pusieron de pie y caminaron hacia la entrada.

—A la guardia, ¡vamos!

El oficial rubio, con la cara llena de granos rojos, tenía el rostro duro e impasible de los que no se conmueven ante nada. Los miró detenidamente.

—¿Quién es el argentino?

—Yo —Soriano usó su voz más suave y humilde.

—¿Dónde queda eso?

—¿Qué?

—La Argentina.

Soriano lo miró un rato y luego se dio vuelta hacia Marlowe.

—Pregunta dónde queda la Argentina —dijo el detective.

—Eso lo entendí. Explíquele usted.

—¿Yo? ¿Y dónde queda?

—¿De qué hablan? —preguntó el policía.

—Soriano no habla inglés, oficial.

—Bueno. Pregúntele dónde queda ese país y si es comunista.

—¿Él o el país?

—Los dos. Pregúntele.

Marlowe miró a Soriano y sonrió:

—Bueno, por fin me voy a enterar: ¿usted es comunista?

—¿Eso pregunta?

—Sí.

—Dígale que antes de entrar a Estados Unidos tuve que firmar un papel donde juraba que no era comunista.

—¿Pero es o no? —insistió Marlowe.

—Déjese de joder, detective.

—El que jode es él. ¿Le digo que no?

—Claro.

—Comunista. —Y agregó en inglés, dirigiéndose al oficial—: Dice que es demócrata, admirador de Kennedy. Lloró como un chico cuando lo mataron. Ayudó mucho a su país. Alfabetizó a los indios.

—Ajá. ¿Y dónde queda la Argentina?

—En Sudamérica. Bien abajo del mapa, cerca del Brasil.

—¡Brasil! Siempre soñé con unas vacaciones allá. Bueno, ¿quién va a pagar la fianza?

—¿Cuánto?

—Dos mil. Mil quinientos por él y quinientos por usted.

—¿Y yo qué hice?

—Exhibición obscena, adulterio, escándalo. Elija lo que quiera.

—Mire, oficial, está equivocado si cree que no conozco la ley del estado. Si no hay denuncia no puede acusarnos de nada. Además necesito a mi abogado.

—Llámelo. Con lo que había en su bolsillo dudo que pueda pagarle.

—Tengo amigos.

—¿Amigos? Ustedes son basura, peor que los negros. ¡Vagos, buscavidas! Ahora se mezclan con los chicanos. Basura con mierda, todo en la misma cloaca.

—Mida sus palabras, oficial. Usted es la ley en este distrito y puede arrepentirse.

—¿Arrepentirme? ¿Cree que no tengo su prontuario? Encubrimiento de ladrones, sospecha de encubrimiento de asesinos, borracho, vago, tramposo, traidor a la policía. Basta con que yo levante un dedo para que se pudra en un calabozo.

—No se agrande. El señor es extranjero y tiene que tratarlo como tal. Llame al cónsul argentino en Los Ángeles en lugar de cacarear tanto.

El rubio rió y las arrugas de la cara le apretaron los granos rojos. Dijo:

—Claro que es extranjero. Si ése fuera americano yo habría roto mi cédula. No voy a perder más tiempo con ustedes. Pagan antes de mediodía o van a la cárcel.

—No puede secuestrarnos. Présteme el teléfono.

—¿Teléfono? ¡Eh, Micke! ¡Los señores quieren hablar por teléfono!

Micke era un hombre pequeño y serio, de rostro apretado como un puño. Tenía un cigarrillo apagado entre los labios y estaba limpiando la pistola a dos pasos del oficial. Apuntó a los detenidos.

—No es hora de hacer citas, mejor van a dormir.

—Tendría pesadillas, después de haber visto su cara —dijo Marlowe.

El hombre se puso de pie lentamente.

—Gracioso, ¿eh? Me gustaría verlo en la TV porque cuando estoy de servicio no me río.

Acercó su cara de puño a la nariz de Marlowe.

—¿Dónde cree que está?

—En una cueva de degenerados vestidos con el uniforme de la policía de Los Ángeles.

El policía pequeño empujó el cañón de su pistola en el estómago del detective que se dobló en dos.

—Repítalo. No le oí bien.

—¡Déjelo! —gritó Soriano.

El oficial levantó su mano gorda, llena de anillos de oro y sacudió la oreja del argentino.

—Respete un poco, ¡mugriento!

El policía pequeño sonrió.

—Déjamelos un rato, Gordon, me gustaría hablar con ellos en tu oficina.

—Que los lleven. Tenemos toda la noche para charlar. Me gustan. Son conversadores y simpáticos. Estoy cansado de tratar con negros y putas. Además siempre quise conocer el Brasil.

Estaban tendidos en el suelo como dos bolsas sucias. Soriano tenía la boca cerrada por la sangre seca que se había puesto marrón. Los ojos le habían desaparecido por la hinchazón de los pómulos y apenas se veían dos líneas oscuras. Cuando Marlowe abrió los párpados encontró una piel blanca y un matorral de pelo rubio y sin brillo. Tardó en darse cuenta de que estaba tirado boca abajo y de que se desangraba sobre el pecho de su compañero. Levantó la cabeza y sintió que algo estaba dentro de ella. Se tocó la cara. Escupió. Tenía el cuerpo blando como si le hubieran quitado los huesos. No era dolor lo que sentía y eso le extrañó. Era una sensación de no pertenecer al mundo que había descubierto al abrir los ojos. Miró a Soriano. Trató de levantarse y cayó de rodillas. Ahora sí, le pareció que un puñal atravesaba su cuerpo a lo largo. Se tomó del borde del escritorio opaco, manchado de tinta, y puso toda su fuerza en incorporarse. Su cintura se quebró.

—¿Adónde vas, amiguito?

La voz le sonaba lejana. Se dio vuelta. Apoyó las palmas de las manos en el suelo para girar su cabeza. Encontró un uniforme azul que volaba por la habitación, sobre él. Sacudió la cabeza y vio a un policía joven.

Sintió que tenía la boca seca y que las imágenes escapaban a sus ojos.

—Agua —balbuceó.

Nadie se movió. Un silencio absoluto flotaba en la habitación blanca. Marlowe se arrastró hacia el cuerpo de Soriano, que estaba inmóvil. Lo tomó de la camisa abierta y quiso levantarlo, pero no tenía fuerza; sus dedos se aflojaron. Se dejó caer. Antes de desmayarse escuchó una música suave.

—Se les fue la mano —dijo el policía joven—, estos dos están para el hospital.

Micke estaba demacrado y el pelo le caía desgreñado sobre la cara. Se sentía cansado y tenía sed. Se le habían terminado los cigarrillos.

—Llévalos a dar un paseo. No podemos darle esto al fiscal.

El joven salió y regresó con tres hombres en ropa de calle.

—Apúrense, que no los agarre el amanecer.

Cargaron los dos cuerpos y por una puerta estrecha salieron al patio. Los echaron en el asiento trasero de un coche sin patente. Soplaba un viento suave y frío. El auto arrancó. Veinte minutos más tarde tres hombres descargaban los cuerpos sobre una playa de Bay City. En la arena quedaron dos manchones alcanzados por los golpes de las olas frías.

Soriano tuvo un estremecimiento. Abrió los ojos y se sintió dolorido y confuso. Miró a su compañero. Marlowe descansaba con los ojos abiertos, fijos en las nubes grises.

—¿Marlowe? —llamó Soriano en voz baja.

El detective giró su cabeza hacia su compañero. Sus ojos eran un manantial de sangre. Sintió la boca llena de arena. Las nubes se pusieron rojas y la luz iluminó suavemente la playa. Las dos figuras estaban de pie y se recortaban como sombras lentas y perezosas. Las olas llegaban a sus pies y al retirarse dejaban una espuma como la que se derrama de un vaso de cerveza. El hombre alto, muy encorvado, tenía la camisa rota y sin botones hasta el medio del pecho. Empezó a caminar con paso vacilante, la cabeza caída, los brazos abiertos y los puños apretados. Detrás, a cinco pasos, Soriano aspiró dificultosamente el aire fresco del amanecer. Se agachó para sacarse los zapatos, los tomó en la mano y empezó a andar. Tenía la cabeza erguida y los ojos profundos como una ciénaga.

No hablaron. El gordo tenía la mirada fija en la nuca de su compañero. De vez en cuando dejaba escapar un suspiro de disgusto. Estornudó cuatro veces, sonó su nariz contra la arena y siguió caminando. Delante de él, Marlowe trastabilló y cayó sentado, ya lejos del agua. Soriano dio algunas vueltas alrededor de su amigo, como si estuviera reconociéndolo a distancia y se dejó caer de rodillas. Con una mano alisó la arena. La brisa les refrescaba las caras. O lo que quedaba de ellas.

Amaneció sin apuro. Un hombre de sobretodo pasó caminando junto al mar; metía sus botas en la espuma y fumaba en pipa. Tenía grandes anteojos y llevaba un gato negro en sus brazos. Se detuvo, miró a los personajes y se alejó con paso lento, como quien ya no puede ver el mundo.

—No se vaya —dijo Marlowe en voz baja—, mire lo que han hecho de mí.

Apretó la arena con sus puños y se puso de pie. La ruta trepaba hacia el cerro y el detective la vio cercana y cálida. Soriano fue tras él. Recordó que pronto volvería a Buenos Aires, que se sentaría ante una máquina de escribir, que esto le parecería un sueño delirante y audaz y que entonces Marlowe sería una sombra, un fantasma irreal y estúpido. Le dolieron los pómulos hinchados. Escuchó, de pronto, cómo de su boca salía, dificultosa, la letra de un tango de Gardel. Marlowe se dio vuelta y lo enfrentó.

—¿Sabe, Soriano? Me cago en Laurel y Hardy —barbotó algunos monosílabos—. ¡Me cago en usted, hijo de puta!

—¿Por qué habla en inglés? Sabe que no entiendo.

—No se haga el tonto. Entiende bien —hablaba en castellano—, lo suficiente para darse cuenta de que su amistad me trajo demasiados líos.

—Yo no tengo la culpa si usted anda buscando que le rompan la cara. A mí también me dieron una paliza, ¿no?

Soriano había girado la cabeza y miraba de reojo, como si en realidad quisiera no ser el protagonista de esa escena. Sintió que estaba de más. Apuró el paso y salió a la carretera. Se dio vuelta y vio la costa y el cielo. El hombre de sobretodo se alejaba por la arena.

Los autos pasaban casi pegados entre sí por ambos sentidos de la ruta. Los dos hombres caminaban lentamente por la banquina, separados a diez metros. Iban en silencio. Soriano miraba los coches y trataba de divisar las caras hoscas de los hombres en la madrugada. Durante una hora avanzaron deteniéndose a ratos para descansar. Un patrullero policial paró en la banquina. Un oficial lustroso se acercó a ellos.

—Ya sé —dijo—, vienen de visitar a sus mamás.

—Muy gracioso —respondió Marlowe.

—Ah, ah, ah, mamá les dio una paliza, ¿eh?

Marlowe se sentó en un mojón de señalización.

—¿Tiene un cigarrillo?

—No. Explíquense, muchachos. Voy a la central y no quisiera ir acompañado.

—Tuvimos un accidente de tránsito.

—¿Ah, sí? ¿Y dejaron el auto en el camino? Eso es infracción.

Soriano miraba el patrullero, donde otro policía fumaba un cigarrillo. Lo saboreaba de un modo casi voluptuoso. El argentino se acercó y habló en inglés.

—¿Me da un cigarrillo?

—¿Qué?

—Un cigarrillo —hizo un gesto con la mano señalando el Lucky que se consumía entre los dedos del policía, dejando una ceniza larga y firme.

—Escuche, basura, no me pagan para alimentarle los vicios. ¿Qué le pasó en la cara? ¿Se le cayó encima una pared?

Soriano volvió junto a Marlowe.

—Dígales algo, no quiero volver adentro.

—Mire, amigo —explicó el detective y mostró su placa—, nos tocó un caso duro. Los policías siempre salimos castigados. No tengo ganas de explicarle. Discúlpeme, ¿por qué no tomamos un whisky un día de estos?

—Está bien. Deje el whisky. Podemos acercarlos.

Arrancaron a toda velocidad. La sirena quebró el ruido monótono de la carretera. Soriano echó la cabeza hacia atrás y halló el respaldo blando y mullido del asiento. Marlowe había abierto muy grandes los ojos y los tenía fijos en la ruta. Al llegar a un cruce de caminos vio un bar.

—Déjennos aquí —pidió.

Bajaron. El auto arrancó y se alejó por la carretera. Soriano suspiró.

—Creí que nos llevaban de nuevo.

—¿Qué hubiera cambiado eso? —preguntó el detective.

El argentino no contestó. Miró a su alrededor y preguntó:

—¿Y ahora qué hacemos?

Estaban parados frente al bar. Era un edificio esquinero, de madera, pintado de azul claro. El frente estaba tapado por los carteles de propaganda de Coca-Cola, Fanta, Firestone, Marlboro, Lee, Vat 69, Ford, Columbia, Philips, Martini, Stromberg Carlson y Eveready. Había tres coches estacionados de punta contra una de las paredes laterales. Al fondo se veía el patio de la casa por donde trotaba un perro San Bernardo entre una docena de gallinas gordas. Era el único edificio en el cruce de dos carreteras. Detrás se veía la montaña arbolada cuya falda caía suavemente sobre el fondo del bar. El sol había asomado pleno y radiante aunque todavía la mañana era fresca. La ruta 101 a San Francisco estaba despejada. Soriano se apoyó en uno de los coches parados frente al bar. Vio que uno tenía la llave puesta.

—¿Y si robamos el auto? —dijo, divertido.

Marlowe levantó las cejas y miró a su compañero.

—Gran idea. Después lo vendemos y con esa plata nos compramos ropa nueva y alguna comida. Si nos sobran algunos dólares podemos ir a escuchar un concierto. No sé qué sería de mí sin sus ideas.

—Mire, detective, mis ideas no suelen ser demasiado brillantes: una vez hasta se me ocurrió ir a vivir a su casa y confiar en usted. Me gustaría que ahora piense algo que nos permita comer aunque sea una hamburguesa.

—Es muy fácil —dijo Marlowe—: cuando salga un tipo le damos un golpe y le sacamos la billetera. Usted tiene experiencia en eso.

—Cuando volvamos a Los Ángeles voy a buscar a un cura que me confiese. Cada vez que miro su cara me remuerde la conciencia.

—¿Tiene hambre? —preguntó Marlowe.

—No, todavía estoy eructando el banquete de anoche.

Marlowe revisó los bolsillos de su pantalón y encontró sólo los documentos en la billetera.

—Nos pelaron, compañero.

—Hay que hacer la denuncia —respondió Soriano.

—Déjese de bromas, ya me está cansando. ¿Cree que vine a las montañas a tomar sol?

—No creo nada. Estamos sin un dólar y por lo menos hay que volver a la ciudad. ¿Se le ocurre alguna manera de conseguirlo?

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